El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XXVII

XXVII


Luisa rehusó por innecesaria la tisana cordial que a indicación de Suárez Vallejo habíale ofrecido la tía Marta.

Mientras volvían los ausentes, a quienes decidieron no alarmar adelantándoles la noticia ya inútil, el joven, para distraerlas, refirióles cómo era que conocía al negro de la fuga.

—Fué, dijo, en un descarrilamiento hace años. Creo que el doctor Sandoval les ha contado algo de eso... Lo ayudé a salir de entre los hierros de un vagón. Sostiene que le salvé la vida, y me guarda desde entonces una fidelidad de perro. Lo más cargoso es que se empeña en ser mi cochero gratuito y va a buscarme donde esté, si es de noche o un poco lejos. Me ha obligado a transijir, testarudo, al fin, como buen negro, mediante una retribución mensual. Y ahi me tienen ustedes condenado a carruaje perpetuo, con grave detrimento de mi peculio... y de mi estética—a pesar del boato. Porque se trata de una berlina anticuada, que me da un aire de médico de provincia...

—¡Pobres negros—compadeció la tía Marta—son tan consecuentes!

Luisa rió callada, sintiendo una admiración pueril hacia ese afecto de pobre.

—Y por qué querría el otro matarlo?—dijo con interés.

—Quién sabe... Tal vez algún intríngulis galante, porque tiene esa debilidad. En suma, es una suerte para él mismo que no cargue armas.

—Y también, para el otro infeliz, no haberlo herido.

—El otro, a pesar de la embriaguez, me parece un pillo de mala entraña.

—Pobre gente!... —insistió ella suspirando.