El Angel de la Sombra/XXVI
El agente y el oficial acudían, precisamente, al estruendo de los disparos.
Nada difícil fué la entrega del reo, sujeto conocido por ambos como peligroso y de mala bebida. Suárez Vallejo advirtióles que al estrechase con él, habíale notado el tufo alcohólico.
No atribuía, pues, importancia criminal al suceso, y consideraba prudente reducirlo a una contravención, para suprimir en bien de la respetable casa su molesta notoriedad. Pidió, con esto, al oficial, que no le dieran la publicidad de costumbre, prometiendo declarar al día siguiente, ya que no podía abandonar de inmediato a mujeres solas, ni el sumario le parecía de urgencia.
Consintió aquél, aunque sin duda más cortés que convencido:
—Descuide, señor. Procederemos con reserva, por más que al llegar noté que había gente curiosa en los balcones de la vecindad. Si permiten, será mejor que salgamos por la cochera... Lo que sí va a ser necesario—añadió por el llamado Blas—es que este hombre nos acompañe para iniciar la prevención.
—Nada más justo, señor oficial, y muchas gracias en nombre de todos—respondió Suárez Vallejos.—Unicamente le pediré que, de pasada, permitan a este hombre acomodar su coche... El coche con que trabaja. Anda, Bias, con el señor; y si te detienen por el sumario, mándame avisar a cualquier hora. De lo contrario, búscame mañana a las dos en la oficina... O mejor en la escribanía de Cárdenas.
—Está bien, don Carlos. Pero yo quisiera que me permitiese... —añadió, y dientes y ojos blanquearon con grotesca amenidad en su cara negra—que me permitiese pedirles perdón a las señoritas por el mal rato que les di.
—Bueno, bueno; estás perdonado. No demores...
El delincuente habíase, en eso, incorporado. Y mientras pasábanle una esposa a la mano izquierda, dijo con avezada naturalidad:
—Déjeme suelta, no más, la otra, que la tengo zafada.