​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo XXV

XXV


Antes de empezar la lección, mientras la tía Marta distribuía adentro a la servidumbre órdenes y tareas, sentáronse los jóvenes bajo la galería que avanzaba sobre un costado del patio, profunda con la hiedra entretejida en sus pilares. A través de las hojas, donde a veces parpadeaban luciérnagas, veíase el ancho damero de mármol, sobre el cual, desde el opuesto muro, desmesuraba un antiguo farol la sombra de las macetas. Muchas veces, cuando Luisa estaba así, de blanco, agradábale la fantasía con que los espectros de las hojas salpicaban su traje, como mariposas negras cuyo vaivén divertíase en provocar al balanceo de la mecedora. Asaltado por penosa superstición, Suárez Vallejo habíale pedido esa noche que evitara el sombrío juego, al notar cómo una de las "mariposas" parecía subir con extraña nitidez hata sus labios, desde las losas del piso...

—Y si me negara?... —respondió ella con cierta rencorosa coquetería.

—No haga eso! Usted misma se causa daño así.

No sé de dónde le vienen caprichos tan lúgubres.

Impúsole, al decírselo, una noble seguridad, el deber que sentía de cuidarla con vigilante cariño; y otra vez, como aquella tarde, infundiéronle una recóndita inquíetud sus manos tan pálidas.

Luisa respondióle, inclinando como solía la cabeza con suave docilidad:

—Tiene razón. Es malo, y nunca más lo haré.

Hubo una pausa.

—Con que también pudo faltarnos hoy... —murmuró ella con un acento de ronca dulzura que estremeció hasta el fondo del alma a Suárez Vallejo.

Quebrado el suyo en temblorosa opacidad, respondió él con una pregunta:

—La habría molestado que no viniera?...

—Molestado, no. Me habría resentido. Por qué no iba a venir? Qué le habían hecho? Esta mañana, poco antes que lo invitase tía Marta, pensé hablarlo yo, con el propósito de preguntarle si no vendría, para irme también al concierto. No lo hice, porque habría sido una mentira...

Vaciló un instante.

—...Y porque no me oyeran hablar con usted—concluyó de pronto, sintiendo que una angustiosa intimidad la acercaba a él en la sombra.

Suárez Vallejo comprendió, a su vez, cuán hondamente la idolatraba.

La tía Marta vino a sentarse allá cerca.

Una perezosa ráfaga esparció con tibieza de aliento blanda fragancia de jazmines.

En ese momento, estalló en la calle, doblando la esquina próxima, violenta disputa. Dos voces alzáronse con soeces injurias. Oyóse un conato de riña, una carrera precipitada... Y de repente, un hombre en cabeza, atravesó, enloquecido de terror, el patio, yendo a refugiarse en una de las habitaciones ante él abiertas. Otro pasó casi al instante, persiguiéndolo; titubeó entre dos macetas, de túvose bajo el farol, evidentemente desorientado por las puertas obscuras. Cubríale la cara el ala del gacho, y en su mano, alzada aún, brillaba un revólver.

Suárez Vallejo, irguiéndose al punto, y tras un imperioso: "¡Adentro ustedes!", enderezó hacia el intruso con decidido andar:

—No te muevas!

El otro, echando un pie atrás, contestó sin bajar el arma:

—No es con usted; pero no avance, porque tiro!

Suárez Vallejo adelantó aún con dos grandes pasos, a los que siguieron sin interrupción dos estampidos. Oyó claramente el pique de las balas detrás de él... Pero estaba ya sobre el agresor, que, dominado, hizo ademán de huir.

No le dió tiempo. Mientras con la mano izquierda lo asía por el pecho, tronchábale con la otra, a la vez, muñeca y revólver. Crujieron los cascados huesos, y al potente empellón que lo aplastó como un bofe contra un rincón del patio, sobre su mechuda lividez torciósele la boca en bramido de dolor y de rabia.

—Quieto he dicho!—insistió Suárez Vallejo, apuntándole ahora con el mismo revólver.

—En este instante, el fugitivo reapareció enarbolando una silla.

—Quédate ahí, Blas!—ordenó el joven sin volver la cabeza.

El desconocido, plantándose en seco, depuso el mueble.

Tía Marta llegaba a su vez por el comedor, con la media docena de criadas que había arrancado al lecho o al comenzado desarreglo nocturno, y que sin atinar bien la causa , seguíanla con azorado aspaviento.

—Qué desgracia, Señor! Todas mujeres! No estar siquiera el cochero!

Suárez Vallejo dominó la situación; y guardando prontamente el arma, dijo con sequedad, tras un enérgico chito:

—Que se retiren y acuesten. No hacen falta. Es un borracho y se lo llevarán. ¡Cuidado con alborotar a nadie!

Las criadas desaparecieron con sumiso silencio.

—Mira, Blas, continuó, dirigiéndose al otro hombre, que habíase inmovilizado allá como un centinela—busca tu sombrero y anda por el agente de servicio. Que venga con el oficial, para que conduzcan seguro a este hombre.

Obedecido al punto, dió la espalda al malhechor que continuaba quejándose sordamente.

—No se descuide así!—suplicó la tía Marta.

Pero él apenas la oyó, pasmado ante lo que veía.

Luisa, de pie en el patio, destacábase sobre la hiedra del pilar medianero, inmóvil, blanca, al borde mismo de aquella sombra por donde la muerte acababa de pasar. Una de las balas había espolvoreado su cabeza con el yeso del refilón. Y ese candor anómalo, parecía en sus cabellos el reflejo de un esplendor invisible.

Desoyendo la orden que la tía Marta acató, aunque para lanzarse en busca de la servidumbre, siguió ella al defensor en peligro, guiada por una súbita certidumbre de salvación. Y allá se estuvo detrás de él, inmortalmente ajena al miedo.

Bajo su frente un poco inclinada, la sombra lúcida de los ojos profundizaba su hermosura en cejijunta obstinación de fatalidad.

En aquel instante de sobresaltado estupor, Suárez Vallejo la vió flotar lejana y enaltecida.

Pero fué la angustia de su amor lo que reprochó adorando:

—Luisa, por Dios, qué ha hecho!...

Alzó ella la cabeza con leve estremecimiento, y una centella de gloria exaltóse en la caricia de sus ojos. Idealizada como aquella tarde, por fugaz transfiguración, tendióle, sin hablar, las manos. Y fué la ofrenda de un alma el ademán silencioso de sus manos tendidas.