El Angel de la Sombra/XXIV
A eso de las once, mientras Suárez Vallejo
practicaba en la escribanía, recibió de la tía Marta una invitación telefónica a comer.
Su rostro pensativo se aclaró de pronto; y aunque con cierta ansiosa vacilación, no pudo menos de comunicárselo a Cárdenas.
—Ya ve, ya ve... Lo que yo decía. Gente decente... Buena!—sentenció el escribano.
Y sin añadir nada, aumentóle el trabajo para acortarle así las horas.
Suárez Vallejo comprendió, agradecido.
Estuvo tranquilo, aunque muy contento; pero esa noche, cuando llamó a la puerta de los Almeidas, debió reconocer que el corazón le saltaba como un demonio.
"No es, pues, recurso de novela"—pensó.
Comíase un poco más temprano con motivo del concierto. Era la única novedad, aunque Suárez Vallejo creía advertir que todos estaban más amables con él. Experimentaba una satisfacción de regreso, y tuvo que cuidarse de no aparecer demasiado jovial. Sobre todo cuando Adelita le preguntó si eran interesantes las actrices francesas. La alegría de hallarse completamente ajeno a ellas, fué tal, que casi le desborda en incoherente risotada.
—El género no me seduce, respondió con desembarazo. Pacotilla de exportación... al pastel. Lo más divertido era oír el francés de Cárdenas.
—Demasiado repintadas las damiselas, afirmó Sandoval.
—Y demasiado estridentes. Cotorras al fin. Lo gracioso es que una de ellas había ido a dar en la pensión donde vivo. Produjo la impresión de un cartel audaz en aquel vecindario de familias humildes. Pero esto es nada. A los tres días, alborotaba de tal modo con sus cancionetas, que los pensionistas apelamos ante la patrona, encabezados por el propio M. Dubard. Indescriptible el escándalo de la expulsión, en un barrio tan solitario y silencioso. Allá donde la paz de la noche empieza al entrarse el sol, los alaridos fueron tales que hicieron volar a las palomas de los tejados. Qué habría dicho la ofendida, a saber que yo me contaba entre sus verdugos...
—Era fea?... —preguntó Adelita.
—Fea?... No, como todas: una estampa convencional de ojeras, rouge y postizos.
Luisa callaba con dichosa inocencia, enternecida tan sólo al pensar que en esos viejos tejados anidaban palomas. Volvíale más grata aún aquella impresión de reposo cuando él hablaba. Era, decíase, la confianza que no puede infundir sino una noble amistad como la de Suárez Vallejo; y su regocijo dimanaba de creer que todos los suyos la comprendían.
Enteramente de blanco, ahora, una delicadeza infantil parecía sonreírla con frescura adorable, hasta abolir en su gracia la misma feminidad, como si no fuera más que una cándida nubecilla.{{np} Con todo, al levantarse los otros para salir, como Suárez Vallejo hiciera a su vez ademán de retirarse:
—No nos deja lección?—preguntó dulcemente, mientras, pretextando arreglar un fleco de la pantalla, ponía bajo la araña su rostro, para que el reflejo directo de la luz se confundiera con el rubor que le sobrevino.
—Pero yo suponía... —balbuceó Suárez Vallejo, asombrado de ruborizarse él también.
—Ah, no—dijo Adelita, quien, sabiéndose linda como nunca, y viendo con ello más rendido a Tato, sentíase generosa—no tienes por qué perder la lección, siendo tú la más constante. Ya que no vas al concierto ...
—Y que Marta se queda también... —decidió doña Irene, contenta de hallar alguna distracción para Luisa, cuya actitud de los días anteriores había acabado por inquietarla vagamente.
Alzó ella los ojos, dilatados por una súplica cordial que convenció a Suárez Vallejo.
En eso, y como la hora avanzaba mucho ya, la madre de Adelita, doña Encarnación, mandó decir que los esperaba a la puerta, en su carruaje.