El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo VIII

VIII


—Me alegro, Sandoval, que halle buena la idea de tomar como profesor a Suárez Vallejo, afirmó doña Irene. Por más que a este caballero—añadió por su hijo—le parecía inconveniente.

—Inconveniente no, mamá. Lo que cería, y creo, es que debe reflexionarse antes de introducir un extraño. No basta que sea inteligente, culto, escritor, si quieres. Ya sabes que el linaje no me preocupa como a ti; pero aunque la apariencia, los modales de ese muchacho, causan buena impresión, nada sabemos de sus antecedentes...

—Eso lo encuentro muy justo, apoyó don Tristán, calándose los lentes con energía.

—Yo también, convino el doctor; pero conozco los antecedentes de Suárez Vallejo, a quien, como a todo el que vale, no faltan detractores, y les puedo garantir su conducta.

—Ah, sí?... murmuran algo?—preguntó don Tristán, tomando al propio tiempo que el médico, gabán, sombrero y bastón.

La llegada un tanto ruidosa de Adelita Foncueva, cuya entrada, en arranque de pájaro, era siempre efectista y gentil, cortó la respuesta. Pero Sandoval, aprovechando a la vez el ligero tumulto, aseguró a su amigo con evasiva prontitud:

—Ahora, en la calle, te diré.

Luisa enrojeció ligeramente. Unica en oir la frase, había comprendido lo que insinuaba sobre el origen del "profesor".

Mientras los fieles contertulios encaminábanse al club, la recién llegada comentaba con los otros el oportuno proyecto.

Linda, traviesa, un poco engreída de su lujo y su juventud, era a no dudarlo más bonita que Luisa, aunque menos interesante; verdadero pimpollo en que la vida se gloriaba con delicia triunfal. Todo en ella expresaba la dicha, desde la boca pequeña y dulce hasta los ojos de antílope en que se azoraba la suavidad de la promesa. Su encanto virginal era un verdadero esplendor de aurora. Su gracia embellecía la serenidad de los ancianos y hacía saltar como cabritos los corazones juveniles, cuando en reída claridad granizaban su alegria los dientes luminosos. Vestía muy bien, con cierto retargo que por lo demás sentaba mucho a su tipo. Y ávida de seducir, por dominio, que no por gentileza, no olvidaba detalle, desde la intención del reojo hasta la coquetería del pie. Nadie conocía con arte más instintivo, que es decir más perfecto, la atracción de la ingenuidad rebuscada.

Admirada por Luisa con sinceridad, como una muñeca preciosa, ponía aquélla en perfeccionarla una verdadera complacencia de hermana mayor, aun cuando tenía dos años menos. Sólo disentían en el detalle del perfume, que Adelita cambiaba según la moda, habiendo pasado últimamente de la Volkameria al Jockey Club, intensos y complicados; mientras su amiga conservábase fiel a la nobleza ligeramente sombría del ámbar, casi místico en su espiritual vaguedad. Así había resistido la tentación pueril con que la otra quiso inducirla a substituir "ese perfume de abuela", por el capitoso Bouquet Louise que debía corresponderle.

Todo eso denunciaba la cultura un poco fútil de la chica, nada dócil por lo demás en su propia ligereza. De suerte que la ocurrencia de la tía comportaba un feliz acierto.

Pero si Adelita la acogió con entusiasmo, su impresión no era favorable al "profesor". Parecíale, en suma, "demasiado filósofo". Y luego:

—No lo calificaré de antipático, no; pero lo hallo... este... cómo diré?... un poco fortacho. No sé... demasiado ancho de espaldas... el pelo demasiado corto, y tan renegrido... Y unas cejas que dan miedo de juntas! La frente, sí, la tiene despejada: una hermosa frente... Claro... algo ha de tener—comentó, echando una ojeada comparativa sobre Efraim—...Pero mira con una tranquilidad tan segura, que choca, que ofende, porque es una arrogancia. Y ese aire de estar siempre pisando la tierra como si fuera suya?... Y las manos, señora! unas manos tremendas, con los dedos que parecen fallebas. Mamá dice que son de pianista o de espadachín. Yo le encuentro algo de comandante.

—Pero Adelita—rió Efraim—qué implacable está con el pobre Suárez Vallejo.

—Implacable porque no lo hallo buen mozo? Puede ser... Pero no le niego su preparación ni su talento.

—Eso es lo razonable, Adelita, aprobó la tía Marta.

Con todo, la chica insistió aún en sus reparos: los ojos demasiado negros, la boca demasiado gruesa. Lo único que le hallaba distinguido era la palidez.

Advirtiendo que se había manifestado un tanto excesiva, quizá, insistió sobre el mérito intelectual del "profesor":

—Un talento brillante... Una erudición... Quién va a negar... Procuraré no desmerecerle como discípula. Quizá no me gusta porque no lo entiendo. Como soy tan ignorante...—añadió, coqueteando visiblemente con Efraim. Es más para ti, Luisa; más de tu temple...—podré decir... feudal?

Y con homenaje irónico, que no excluía un cordial acatamiento:

—Es de los que prefieren como tú, Beethoven a Chopin.

Luisa la miró con grave ternura.