El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo VII

VII


Largo tiempo estuvo ofendida con el doctor, hasta que una desgracia la aproximó de nuevo. Cierta chicuela expósita, que doña Irene aceptó criar, destinándola para camarera de su hija, cayó grave de tifoidea.

Luisa que hasta entonces no había hecho gran caso de ella, sintió despertársele repentina piedad, al saberla aislada en el Hospital de Niños.

Y harto discreta para no insinuar siquier a un proyecto de visita, decidió "perdonar" al doctor, mediante la promesa de una atención especial, implorada con ternura casi violenta.

Sandoval debía traerle noche a noche su impresión y hasta una copia del diagrama febril, que ella recorría palpitante de compasión, seca la garganta, bajo la angustia de un invencible presentimiento.

Hasta que un día, enervada por la lentitud para ella inicua del mal, arriesgó la petición imposible, afirmando al doctor con suficiencia desconcertante:

—No podemos dejarla morir así.

—Conforme, hijita; pero al pabellón de aislamiento no se puede entrar, aunque yo lo quisiera.

—¿De ningún, de ningún modo?

—No, Luchita.

Enmudeció, resignada de pronto; pero al día siguiente muy temprano, la camarera de la tía Marta, primera en levantarse, veíala aparecer ya vestida como para la escuela, con un paquete que le entregó, mientras decíale:

—Acompáñame al hospital. La Flora se muere.

Fué tan imperioso aquel acento de opaca nitidez, que la criada obedeció sin réplica.

Mas, ya en la calle, a los cincuenta metros de sumisa marcha, el eco de sus propios pasos en la avenida desierta pareció volverla a la realidad.

Y balbuciendo por excusa el recuerdo de un calentador que había olvidado apagar, regresó llena de medrosa premura.

Cuando la tía Marta advertida de aquel propósito asomó a la puerta, la criatura, firme en la acera, duro el rostro, congelada en alabastro su palidez, imponía una dominación seráfica. Hubiérase dicho que la vibración de su impaciencia generosa, desprendíala del suelo como un resplandor de voluntad. Obedeció al signo con que la llamaron, comprendiendo lo inútil de la resistencia; pero la tía nunca pudo olvidar la arrogancia dolorosa de su mirada.

Llevaba en el envoltorio un vestido blanco y una muda de ropia limpia. Al atravesar el patio, sin que mediara ninguna pregunta, inútil por lo demás, afirmó con entereza:

—Mándenle entonces ustedes a la Flora ese vestido blanco que le gustaba... Para que se muera contenta... Porque hoy se va a morir.

—Pero qué ocurrencia, criatura!

—No es ocurrencia. Anoche vino. Buscaba algo. Pasó junto ami cama y yo la oí.

"Una de tantas", pensó la tía, recordando las extravagancias habituales.

Para evitarle reprimendas, calló a su hermana el conato de escapatoria; pero como la enferma murió en efecto esa tarde, la misma Luisa refiriólo por la noche a Sandoval, delante de todos. Lo que nunca quiso decirle fué cómo había oído lo que pretendía, afectada quizá por los reproches que suscitó su propia franqueza.

Lo cierto es que no volvió ya a hablar de las voces. Fué pasando el tiempo; la crisis devota que el doctor esperaba para la adolescencia, no se presentó; y a los dieciocho años, la ya hermosa muchacha solo conservaba de sus rarezas, si tal nombre merecía, el excesivo retraímiento social motejado de orgullo por los extraños, aun cuando no era más que un dulce pesimismo.