El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo IX

IX


Suárez Vallejo mismo, "hablado" al fin por doña Irene, evitó sin saberlo el punto difícil:

—Con el mayor gusto, si ustedes me creen útil. Pero sobreentendido que no se trata de "pasar" lecciones a tanto la hora. Ni siquiera del reloj con monograma al finalizar el curso—agregó festivamente.

Doña Irene no pudo menos de admirar, tanto como su dignidad cortés, la hermosura viril de su boca gruesa.

Por otra parte, el doctor Sandoval había dado con el arbitrio que dijo.

Suárez Vallejo, empeñoso siempre, deseaba seguir el curso diplomático que exigía la ley a los cónsules generales, con obligación de practicar sus dos años en una escribanía de la matrícula: adscripción bastante difícil de conseguir. Pero don Tristán, aunque no tenía ya bufete abierto, conservaba muchas vinculaciones curiales, siendo entre ellas la mejor una de cierto antiguo procurador suyo, Fausto Cárdenas, a quien echó con felicidad el empeño. El tacto del adjunto hizo lo demás; y a los quince días, él y Cárdenas eran ya buenos amigos.

No costaba eso mayormente, cayéndole en gracia al escribano, recio criollo que parecía aventar la espontaneidad con su renegrido pelo, echado todo hacia atrás para más despejo de la ancha cara morena. Era hombre de primera impresión, y justificábala por cierto su perspicacia, exenta, no obstante, de vanidad, hasta resultarle una malicia plácida que reía con sus ojos de amarillez perruna, mientras el bigote entrecano y rudo decidíale un gesto casi terrible.

Campechano de suyo, gustábale, sin embargo, la expresión sentenciosa, que en los casos difíciles solía ser una cita de cierto tío suyo: el finado coronel Cárdenas, "quien me crió y formó", recordaba satisfecho.