El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo VI

VI


Aquello de las voces, referiase a una de las rarezas infantiles de la muchacha; pues como la tía Marta estuviera leyéndole una vez la vida de Juana de Arco, declaró muy seria que ella también oía a los ángeles.

Desolada por las reprensiones y las chanzas que motivó de consuno, refugióse en la bondad del doctor, a quien preocupaban un tanto las ocurrencias de aquella chica, absorta en esa época por un mórbido gozo de llorar que la extenuaba en inefable abandono. Poco antes de esas crisis, todavía asaz lejanas de la nubilidad, para no ser más singulares, era cuando experimentaba la ilusión de las voces, que Sandoval aceptó como ciertas, ganándose su gratitud sin límites; pues nada la ofendía tanto como que dudaran de su veracidad, perfecta, por otra parte.

Eso motivó confidencias de un éxtasis candoroso que asombraba al médico, tanto como la seguridad afirmativa de las expresiones inconcebibles en aquella niñez, por precoz que fuera.

Así, una vez, sentándola en sus rodillas para consolarla de cierta duda con que habíanla herido, preguntóle qué le decían los ángeles.

—Me dicen cosas tan lindas y tan raras!... —afirmó, mirándolo como solía con ojos apacibles.

Y al cabo de un instante, sin pestañear:

—Me hablan de amor y me llaman al olvido.

Por sereno que fuera, Sandoval no pudo reprimir un escalofrío.

Mas, dominándose por disciplina profesional:

—Qué te dicen, insistió, cuando hablan así?

—Me dicen que llore para no estar sola. Comprendió que se trataba de una turbación sin consecuencias, causada tal vez por el efecto de palabras forzosamente enigmáticas para la mente infantil. Pero, no sintiéndose satisfecho del todo con su propia explicación, preguntó por confirmarla:

—Y cómo son los ángeles?...

—No son como nada. Son unas listas azules en la oscuridad.

Todas sus dudas disipáronse entonces. Era un caso infantil de imaginación divergente.

Pocos dias después, la criatura, ligeramente indispuesta, copiaba junto a la estufa del comedor una lección atrasada, ocupando con libros y cuadernos la cabecera de la mesa. El médico acababa de aprobar la precavida reclusión, y doña Irene había ido por el termómetro. Sin levantar la cabeza del cuaderno, en el cual seguía escribiendo al parecer, Luisa dijo:

—Sabe lo que "me hablaron" anoche? M. Dubard está unido a mi destino.

La aproximación entre "los ángeles" y el profesor, que envejecido ya entonces, habíase retirado de la casa en un acceso de mal humor profesional, era demasiado cómica para no sonreir.

Siempre inclinada, Luisa lo advirtió, no obstante. Y poniéndose bruscamente sombría, añadió con voz glacial:

—Pasado mañana cumplo once años, no? No vaya a mandarme nada. No quiero que nadie se moleste más por mí.

Retrájose en adelante, como nunca estudiosa, hasta no abandonar sino por momentos la habitación aislada que habían debido concederle, al fondo de la casa, para evitarle una congoja: el pavor de la luna cuya claridad directa no podía sufrir, y que sólo desde allá era invisible; mientras una ancha ventana abríase con buena ventilación sobre la quinta. Autorizada por Sandoval, gracias a ese detalle higiénico, aquella instalación, que Luisa no dejaría más, absorbió entonces, en una especie de hurañía hostil, su almita exaltada. Sintióse, en cambio, con desconocida felicidad, mucho más dueña de sí misma; y ante la sombra de la noche, parecíale que en la reja de la ventana donde apoyaba durante horas la frente, para contemplar, las estrellas, realizándole un cuento sin principio ni fin, incrustaban los brillante de una corona...