El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo V

V

Ignacio Sandoval, médico de la familia y amigo íntimo de don Tristán con quien se tuteaba, aunque tenía quince años menos, había convertido aquel café de sobremesa en obligado prólogo de la tertulia del club, a la cual ambos acudían con idéntica regularidad, sin perjuicio de considerarla invariablemente aburrida.

Vinculado a doña Irene por cierto lejano parentesco que sólo bromeando mencionaba, viudo sin hijos desde la juventud, contrajo hacia aquella familia un afecto rayano en ternura para los dos jóvenes, aunque jamás excedido de la mesura profesional.

Siempre jovial, a despecho de canas precoces cuyo gris metálico obscurecía más aún el rostro cetrino, de curtida magrura y larga nariz, su afable charla parecía estar borrando constantemente en aquella faz, la ruda fiereza que le sobrevenía con el silencio.

—Gesto de los Mauleon, que fueron piratas—pretendía por afligir a su parienta.

Claro está que le consultaron el proyecto, sabiéndolo informado sobre los antecedentes del "profesor", y que lo aprobó sin ambages, considerándolo, en lo íntimo, excelente remedio contra el pertinaz aislamiento de Luisa, motivo para él de recóndita inquietud. Ya había recomendado que lo evitaran; pero según respondió doña Irene, nadie conocía mejor la invencible obstinación de aquel capricho.

—Me parece muy agradable, muy útil, y competente como ninguno el catedrático, ya que M. Dubard se ha puesto, el pobre, tan viejito. Creo que Suárez Vallejo aceptará, porque debe estar un poco harto de su clientela bajo cero...

Sonrió con su propia alusión de doble sentido termoclínico, agregando por advertencia:

—Con todo, será mejor que lo hables tú, Tristán, o más bien Marta, para salvar el escollo quizá difícil del arreglo...

—Porque supongo, afirmó Luisa con categórica serenidad, que no vamos a cometer la grosería de proponerle una tarifa que no aceptará nunca.

—No veo, entonces, cómo... —balbuceó don Tristán, ahogando a medias su frase en el humo del cigarro que encendía.

—Me inclino a creer lo propio, opinó el doctor, y quizá encuentre yo el arbitrio. Veo, Luchita, que has comprendido al muchacho. No sólo es un hijo de sus obras, formado a todo el rigor de la suerte, huérfano desde la primera niñez, sino un espíritu generoso hasta la abnegación.

Y suspendiendo a medio ademán la taza de café:

—Creo que nunca les he referido cómo lo conocí. Fué ahora seis años, cuando hubo en la línea francesa aquel descarrilamiento que hizo tantas víctimas. Era yo el único médico que iba en el tren, y como tuve la suerte de salir ileso, emprendí al acto el socorro de los heridos. El cuadro era horrible, entre los vagones hechos pedazos y los escapes de vapor de la locomotora tumbada que podía estallar de un momento a otro, completando la catástrofe. Para mayor desamparo, los maquinistas y el conductor hallábanse entre los muertos. Procuraba multiplicarme, ayudado por dos o tres pasajeros ilesos como yo, aunque demasiado aturdidos para serme útiles, cuando vi que se me acercaba, cubierto de polvo, sin sombrero, pálido, un muchacho que con voz tranquila me dijo:

—Soy empleado de la compañía, doctor; puede usted disponer de mí.

—Lo primero, respondí, será ver que la caldera no estalle.

Dirigióse a la locomotora, con demasiada lentitud según creí.

—Pero muévase, por Dios!—le grité indignado.

Apresuróse, inclinándose un poco; pareció que se tambaleaba, como si tropezase; pero se recobró, y un momento después hundíase a gatas entre el montón de ferralla, vapor y fuego.

No sé cómo dió con la válvula, exponiéndose sin duda a asarse vivo veinte veces; pero de allí a poco, oí con satisfacción el chirrido salvador del escape.

Vuelto a mi lado, trabajó sin desfallecer, silencioso, apretados los labios, más pálido y más decidido cada vez, hasta la llegada del convoy de socorro.

Sólo entonces, mientras nos lavábamos en el camarote que se nos destinó para descansar, me dijo con la misma voz tranquila:

—Perdone si lo molesto, doctor, porque los médicos de la empresa tienen todavía tanto que hacer. Pero creo que a mí también me ha tocado algo.

Tenía dos costillas rotas y la pleura lacerada por una tremenda contusión.

Estuvo muy grave; pero no hubo modo de que aceptara ninguna gratificación de la empresa, ni que consintiera en la publicidad de su acto.

Pidió únicamente su traslado acá, para tener, decía, ocasión de instruirse un poco; empezó a escribir, obteniendo luego el empleucho del Ministerio... y las lecciones...

—Que tú le proporcionaste, interrumpió don Tristán.

—Que yo le sugerí. Pero, quién de ustedes tuvo la idea? ..

—Yo, dijo Luisa, más abstraída que nunca en la serenidad de sus grandes ojos.

—Te lo dirían las voces... —bromeó Efraim, tranquilizado por aquella actitud.

Luisa y el doctor sonrieron vagamente.