El Angel de la Sombra/LXXXVII

El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXXVII

LXXXVII


Disminuía el viento; y bajo la lluvia más pareja y nutrida, iba serenándose el mar con densa ondulación de arena. Habríase dicho que regeneraba su piel en blanquecina viscosidad de molusco.

Suárez Vallejo describíalo como única novedad a Luisa, quien no podía verlo desde el salón ni desde su alcoba, en aquellas conversaciones de la tarde que poco a poco adquirían sobrehumano embeleso.

La tibieza un tanto excesiva del salón, avivaba el perfume ambarino que las manos de la amada parecían prodigar en la pompa de su alhajas. El pacífico gris de la luz exterior cernía en el ámbito una tranquilidad de aislamiento tan inviolable, que acurrucaba los ecos en los rincones con blandura de sueño. Los cortinados pendían noblemente marchitos. Desvaíanse los tapices en avejentada opacidad, que sin embargo aumentaba más bien su opulencia. En la consola cuyo espejo repetía el salón con vulgaridad de copia, una canasta de flores renovábase con igual insignificancia. El rumor del mar era tan monótono, que resultaba una percepción del silencio. La alfombra parecía ahogar los pasos en una pulverulencia de ceniza. Todo adquiría una conformidad extraterrena, una calma ya ulterior que habría sido cruelmente absurdo romper.

El mismo reposo volvía a sugerir la consoladora ilusión: Por qué no iba a sanar?... No lo afirmaba, acaso, la ciencia? No hacía milagros el mar con las parálisis y los raquitismos tuberculosos?

Cada vez más iluminada por una como milagrosa transparencia interior, Luisa iba tomando la dorada palidez de la madreselva pronta a marchitarse.

Doña Irene, harta de clausura y enteramente ciega de fe en el doctor, hallaba en su devociones y obras pías, apenas modificadas allá, motivo para salir, aprovechando los recalmones.

Además, quedaba siempre en su puesto la tía Marta, que habiendo comprendido, disimulábase, piadosa, o fingía abstraerse en prolongada divagación musical, con esa sed del bien ajeno que deja en las almas hermosas la desdicha de un grande amor.

Consciente por otra parte hasta el martirio, ante la evidente delicadeza de aquel caso cuyo tratamiento demandaba precauciones extremas, sabía que contrariar a Luisa era matarla de una vez.

Acaso no estaba viviendo sino de ese imposible amor...

¿Y a qué, entonces...

Suárez Vallejo sentía, a su vez, temblar en aquel hilo de dicha toda la angustia de su alma.

Vivir adorando ante su vida en peligro, hacerla feliz a costa de su propia ilusión, embriagarse, para embriagarla mejor, de esperanza y de olvido...

Una vez más la piadosa duda volvía. Por qué no?... Por qué no?

Pero no bien advertían la soledad, en los cortinajes lóbregos, en los muebles cerrados, en las mismas flores que aclaraban la penumbra con tardío frescor, estirábase como una pantera negra la pérfida voluptuosidad de la muerte.

Y eran, en la ocasión conseguida, los besos ávidos de beberla, que la amada desunía a veces, para atardarlos con mística pasión sobre aquellas sienes donde había encanecido por ella la tortura de los aciagos desvelos.

—Cuéntame el mar, mi amor, tú que puedes verlo. Cuéntame los colores del mar...

Lentamente iba obscureciendo la noche.

Una extraviada transparencia de charco demudábase en el espejo.

Encantaba la serenidad alguna quejumbre de retardada melodía.

De pronto, voltejeando en la sombra como una almita, despertaba la fragancia de un jazmín o un narciso.

y en la ya nocturna obscuridad que parecía profundizar la alfombra, retraían el último reflejo, con esplendor fugaz, las chinelas recamadas de lentejuelas de oro.