El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXXVI

LXXXVI


En su ocio forzado, que apenas alcanzaban a distraer las lecturas de pasatiempo permitidas por el doctor, o los ejercicios, someros también, de la lección vespertina, muchas veces postergada por capricho indolente, Luisa entregábase a un lujo excesivo y pueril de nobles sedas y piedras precio sas.

Hubo que llevarle de la Capital la colección de mantones y encajes cuya opulencia enorgullecía a doña Irene, y las joyas familiares que se dió a usar con abandono señoril, en predilecta profusión de sortijas.

Erale grato sobrecargar con ellas por contraste sus lánguidas manos, que así agobiadas, parecían desfallecer de amor, otorgando en su palidez el lirio reinante de la hidalguía; trabarlas de pulseras con la bárbara pompa de una esclava de cuento; atardarlas en la adorable caricia de las sartas de perlas; desnudar en un temblor de rocío el grácil cuello mojado de diamantes; renovar en un entrevisto esplendor el boato antiguo de las ajorcas...

Flúidas líneas de túnica y de manto in materializaban su andar en deslizamiento de larga seda. O era, bajo la espiritualidad sutil del ámbar, una elegancia otoñal de deshojamiento en evaporación de amorosos encajes.

Exageraba aquel perfume, para abolir el odioso dejo de creosota que difluía a veces en torno suyo un resquemo de droga lúgubre. Y el exceso de aroma esclarecía con ligero vértigo su palor, en una inmensidad de ojos sobrenaturales.

Así, en su dulcísimo secreto, celebrábase esposa, engalanándose para él, nada más que para él, con la plenitud de una estrella solitaria. La excelsa pasión educaba sus ojos en la suavidad del apego, sus labios en la efusión del alma, sus manos en la gracia del don, su actitud en la gentileza del señorío. Y de tal suerte, gesto, ademán, postura, glorificaban en ella el Perfecto Amor, aquel arte caballeresco que eternizaba la beldad, transfigurándola en expresión de la cortesía.

La limpidez de su hermosura así lograda era tal, que engañaba como un frescor de salud. Ella misma olvidábase hasta el desvarío, en la propia ilusión que extenuaba su delgadez de luna menguante. y no era sino mayor elegancia la holgura, excesiva ya, de las túnicas que ideaba, rebuscando con aguda susceptibilidad la molicie del matiz y la tela: de terciopelo negro, que fué su color aquella primera tarde de los amores, y que permitía descubrir con garbo tan nítido la garganta fulgurada de pedrería; de rosa tenue que encendía en claridad más sutil los brillantes; de ingenuo celeste que fantaseaba la noble fatalidad de las turquesas y de los ópalos; de lila delicado que enternecía el ensueño de las perlas; de verde luz en que, sobre el tierno pecho, sangraban los rubíes palpitante paloma; de blanco perfecto, que en la principalía del candor, pedía, único, el imperio de la esmeralda.

Cuando niña—recordaba dichosa—mientras en la reja de la ventana abierta sobre la noche, fingíase corona de hierro y de estrellas, parecíale verse ataviada como entonces en una antigua cámara de muros formidables. Absurda coquetería que la tornaba indiferente a las modas y atractivos de su edad.

Su deslumbramiento arrastraba al mismo amante en una especie de mística anulación.

Después de todo, por qué no iba a sanar? Por qué no la curaría aquel régimen adoptado con tanta fe por un médico tan sabio y adicto? Su médico desde la infancia... Cómo iba a equivocarse o fracasar así! Siendo ella, además, tan joven...

Y de pronto, sorprendíase incrédulo, despreciable de bajeza consigo mismo, temblándole en una lágrima, absurda quizá, la medrosa fragilidad de su engaño.