El Angel de la Sombra/LXXXV
Veinte días llovió casi de continuo; y si bien no enfriaba mucho, la humedad obligó a calentar las habitaciones.
Luisa adelgazaba, aunque sin debilidad aparente, adquiriendo una elegante delicadeza que inducía a confiar. Parecía la natural transformción de adolescencia en juventud, que suelen precipitar las crisis febriles.
Así opinaba por otra parte Sandoval, después de minucioso examen. Insistía en creer benéfico el ambiente marino, fuera de que habría sido imprudente emprender un viaje con tiempo tan desapacible. Mejor estaba, en suma, allá, sólo con mantener uniforme la temperatura interior.
La verdad es que ante el nuevo síntoma, el doctor había sentido un amago de remordimiento. Mas su diabólica tortura indújolo a martirizarse con nueva comprobación, en la intimidad de la consulta:
—Mira, Luchita, no es por entrometerme en tus tiernos secretos, si los tienes, pero debo insistir en preguntarte si no te domina alguna intensa preocupación... Algún sentimiento o contrariedad ...
En el rostro empequeñecido por la característica extenuación, los ojos, alzados hacia él tras largo silencio, dilatáronse con una inmensa y lenta luz. Pero al cabo de un instante, sus párpados, tan solo, abatiéronse afirmando. Su pálida mano buscaba con vago tanteo la frescura de la sábana.
—Preocupación?... Contrariedad?... —insistió él bajando la voz para disimular el ansia.
En la sombra de las pestañas, que desmesuraba hasta lo abismal ojeras fatídicas, tembló fugitiva la levedad de un ala...
—Si es necesario, entonces... Si tengo que sanar por él...
—¡Por él?Ahogóse en la ronca exclamación la desgarradura de un grito.
Pero ella, sin atribuirlo más que a sorpresa:
—Ni preocupación ni contrariedad. Soy enteramente dichosa.
Su voz había recobrado la dulzura y firmeza habituales; pero sus ojos seguían entornados. Sandoval, a su vez, bruscamente endurecido por la certidumbre, insistía con canallesca autoridad:
—Y?...
Mas como Luisa alzara en eso los párpados, evitó su mirada escurriéndo se un poco hacia la cabecera para ocultar la demudación.
—A usted—prometió ella—a usted que ha sido para mí como un padre, se lo diré primero si me decido a hablar. Antes que al mismo papá—añadió resuelta.
Un vahido la descompuso, y la sombra de sus pestañas pareció difundírsele por el rostro como una opacidad de ceniza.
Aquel pasajero desmayo no impidió partir al doctor, tan segura fué la reacción de la enferma.
Sólo que para él empezaba el desenlace... No volvería ya hasta que el nuevo ataque, el último sin duda, requiriera su impostergable asistencia. Su curiosidad desgarradora, desaparecía, por lo demás. Qué le importaba el otro ya, si él era el verdadero dueño? Si ya no sería de ese otro? Si, tal vez, ni verse más podrían? La reclusión que dejaba prescripta era tan rigurosa, y el propio Suárez Vallejo que, a no dudarlo, sólo por condescendencia permanecía allá, no paraba en el chalet. Habíalo visto desde el balcón matar s u aburrimiento, paseando campo afuera bajo la lluvia.