El Angel de la Sombra/LXXXIV
Contra lo que pudo temerse, la ruptura del compromiso anunciada una noche por el mismo Toto con su habitual impetuosidad, conmovió poco a Luisa.
Había vuelto aquél, de pronto, hacia la mitad de la velada con que las tres, en compañía de Suárez Vallejo, prolongaban la sobremesa.
Entró, chorreando agua del impermeable, dijérase que al empuje del ventarrón, renovado en eso, y avanzando hasta la cabecera de la mesa, donde asentó sus manos como un orador, dijo con displicencia un tanto burlona:
—He deshecho mi compromiso. —Pero Efraim!—reprochó angustiosamente doña Irene, mirando a su hija.
Suárez Vallejo púsole también cara de reproche.
Mas, Luisa, volviendo hacia él con dulce gravedad sus ojos serenos:
—No me extraña, dijo, y has hecho bien, porque nunca se han querido de veras.
—Tú, sí, que eres inteligente!—alabó Tato, echando sobre una silla el capote y sentándose a los pies de su hermana, en la alfombra, con mimo familiar.
Estaba rosado de frío, brillantes los ojos de infantil travesura.
Restregóse satisfecho las manos; y tomando las de Luisa, las apretó contra su cara helada.
Suárez Vallejo y ella sonrieron enternecidos. La tía Marta abandonó un momento su encaje.
—No te pongas trágica, mamá!—exclamó Tato, aludiendo al ademán con que doña Irene, entreabierta la hermosa boca y alzado el rostro a la vez, había dejado caer los brazos.
Entonces refirió el episodio con pintoresca jovialidad.
Sin exagerar nada, Adelita y doña Encarnación eran ya insufribles.
Al fin, en la muchacha, explicábanse los caprichos, las exigencias... Aunque había acabado por advertir en todo ello, a pesar de los arranques, el plan consabido para asegurarlo más.
Este fué el primer desengaño.
No obstante, Adelita era demasiado linda para que no valiese la pena dejarse embaucar a sabiendas. Su despotismo calculado, sus falsos celos, poníanla deliciosa.
Un poco monótona, si se quería, su seducción. El mismo éxtasis de ojos alzados, el mismo ademán de apoyar en tres dedos el rostro pensativo, de sacar el pie, de volver la cara con la mejilla sobre el hombro... Todo muy ensayadito ante el espejo, muy Priere d'une Vierge...
Pero... —bonito al fin.
En cambio, con la proximidad del cotillón de gala en que por rito social debía formalizarse el compromiso, doña Encarnación intervino en los amores de un modo tal, que parecía ella la novia.
Había acabado por no dejarlo vivir en casa más que para dormir, hasta durante la enfermedad de Luisa.
Lo peor era que Adelita, no obstante su petulancia voluntariosa, obedecía como un alférez.
Muy bonita siempre, muy elegante, muy gentil, justo era reconocerlo, aquella disciplina filial acentuaba demasiado su semejanza con la absorbente señora. Tato había advertido una noche, en el corte de su barbilla, el mismo pliegue que con grotesca placidez inflábasele a aquélla hasta el seno de pujanza monumental. Y eso podía anticiparle lo más cursi que en punto a belleza hubiera para él: una gorda de ojos lánguidos ...
Pues ¿no le daba todavía a la buena señora, por empolvarse, creyendo disimularlo, aquel lunar que le colgaba de la mejilla como una borlita de felpa?... Y si también se heredaba la predisposición a echar lunares?...
Con todo, aunque aburrido ya, habría ido hasta el fin, por no dejar plantada una chica distinguida, amiga de su hermana, cuando la propia suegra le alzó el escrúpulo con una insensatez.
Empeñada en renovarle el elogio de "la joya que se llevaba", aunque sin duda creíalo digno de ella, no sólo aprobaba la debilidad de Adelita por todo cortejo eventual, considerándolo tributo debido a su belleza irresistible, sino que una de las últimas noches había llegado a encarecerle casi como un favor la decisión de quererlo su hija a él solo, hasta concluir, tuteándolo, para mayor impertinencia:
—Porque cuando te prefirió, tenía cuatro festejantes más. Y todos de anillo!
Fué la gota del desborde. No se diría, entonces, que la perjudicaba. Cuatro, nada menos!
Carguen ell os con el perfume Jockey-Club y con la suega de barlita!
Sin embargo, para evitar explicaciones penosas y tentativas de acomodo, iría a reunirse con don Tristán, que quizá estaba necesitándolo.
Partió, pues, al día siguiente; y las Foncuevas, dando por malograda la estación con el temporal, se ausentaron sin despedirse, decididas a completar su veraneo en la montaña.