​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXVII

LXXVII


El efecto del mar había sido tan prodigioso, que cuando algunos días después llegó a su turno Sandoval, agobiáronlo las felicitaciones. Luisa destellaba realmente belleza y juventud, como si en su delicia floreciese el granado.

Pero aquello no hizo más que atenebrar todavía el alma siniestra. Un dolor de hierro la hendió con recóndita trizadura. Tajo seco en cuyos labios de vibrante aridez parecía persistir el doble filo de la daga.

Su convicción renacía ante ese esplendor de flor abierta.

Ama!—decíase, enloquecido de tortura hasta astillarse los dientes en el espasmo de su desesperación. —Ama y es amada!

Por la tarde, en el desfile del kursaal, donde era atendisísima y coqueteaba un poco, más que por gala gentil, por irradiación natural de su propia dicha, el doctor sospechaba de todos sin decidir su juicio sobre ninguno.

—Debe ser—engañábase un momento—ese período de la adolescencia en que el alma indecisa ama el amor...

La mirada honda de luz, la boca venturosa, la elegancia como aérea del andar, desvanecían su vacilante ilusión.

Entonces revertíale en el dejo de sangre de su ebriedad, la gloria del crimen.

—Se está quemando!... —pensaba, al verla como luminosa de vida, en aquella inflamación triunfal que iba a consumirla, atizada desde la sombra por su horrendo designio.

El apego más infantil que Luisa le mostraba, su alegría de verlo allá, la vivacidad de su agradecimiento, emponzoñábanlo con mayor torcedura. Cuán apartadas, cuán inexorablemente apartadas de él aquellas manos, poéticas de generosidad, que parecían ir deshojando sobre todos los senderos del dolor una inacabable azucena! Cuán distantes aquellos ojos, aterciopelados de piedad sobre las miserias de la vida! Cuán remotos aquellos labios, en que se distraía como de regreso una sonrisa misteriosa y lejana!...

...A quellas manos que le entregaban, no obstante, en su pulsación, el profundo ritmo de la vida. Aquellos ojos que le imploraban con tanta inocencia la luz temprana del pájaro y del rocío. Aquellos labios cuyo soplo sentía en sus cabellos al auscultar la fatídica lesión.

Y ajeno todo! Ajeno el tiern o herido pecho que le exhalaba su pureza de jazmín! De otro, de otro para siempre!

Ah, no! Siempre, es decir la eternidad, es decir también Jamás—eso era suyo !

El sería también el único. El supremo evocador de aquellos nombres del abismo: Nadie, Nada, Nunca...