​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXVI

LXXVI


Ante la meseta que acababa a pico sobre la playa arenosa, festoneada de espuma, abríase, como suspendido del cielo, el mar tranquilo de la mañana. La mitad del agua era perfectamente azul bajo el cristal sin mancha del firmamento. La otra se obscurecía con lustre oleoso de cetáceo. Entre ambas zonas caía, relumbrando al través, vibrante riel de sol rebullido en oro. Encaminada por aquel reguero sin fin, la contemplación serenábase, conforme, en un embeleso de inmensidad desierta.

La brisa insinuábase asimismo con doble soplo, pasando por la cara como una cinta fresca si venía del mar, difundiendo en languidez de abandonada pluma, si llegaba del campo, la tibieza fragante de los tréb oles que socarraba el sol.

Allá abajo, en la ribera sordamente atxxx de pleamar, Toto y Adelita, buscando ocasión de aislarse, extremaban su afición al espectáculo del olaje rompiente.

Precaviéndose de la humedad demasiado penetrante, Luisa quedábase en la ceja del acantilado, acompañada por Suárez Vallejo, y algunas veces, también, por doña Irene que conseguía levantarse temprano.

Reinaba una soledad deliciosa, porque los bañistas matinales preferían la playa del lado opuesto, más cercana a la población, mientras la gente mundana dormía aún su escasa noche de sarao y de juego.

Las Almeidas no figuraban en dicho grupo sino durante el paseo vespertino por la explanada del kursaal, pues Luisa debía recogerse temprano; y las Foncuevas, rindiendo el consabido homenaje al inminente noviazgo de Adelita, hacían lo propio. Doña Encarnación era intransigente al respecto.

Podían así los jóvenes disfrutar aquellas nítidas mañanas de oro ligero como la flor de la retama; hasta que a eso de las diez salía el viento del mar, cuajando las primeras nubes.

Luisa adoraba esas horas de felicidad perfecta, en que a solas con su amante y tan apartados del mundo que la pitada de un tren lejano o la aparición de una gaviota remontada hasta allá, maravillábanlos como por primera vez, sentía vivir en ella el prodigio de la doble alma, embellecida de gracia, de silencio y de luz. Aquella impresión era tan intensa en su propia quietud, que la agobiaba como una dichosa convalecencia. Mecíala en una especie de adormecimiento lúcido la brisa de la soledad. Quitábase entonces bajo la sombrilla su capota pastoril, para gozar más benéfico el doble soplo, que ya lavaba su frente con salina frescura, ya le avivaba las mejillas con su llama ligera. Habia allá romero y menta silvestre con que solían llenar como un cesto la quitada capota. Sonreían entonces con ternura sobre su propio romanticismo, juntas las manos en la misma mata que olvidaban arrancar por mirarse. En el magnífico silencio trinaba al sol algún pajarillo.

A la parte opuesta, el pueblo medio enterrado en el follaje de quintas y jardines, donde entreveraban recortes de acuarela los muros blancos y los tejados rojos, animábase con el eco de tiroteo de los rodados matinales, que cortaba a bruscos tijeretazos algún ladrido de mastín. Dando fondo al paisaje, un horizonte de celestial fluidez, hacia

el cual marchaban dorándose ascendentes praderas, desvanecíase en su propia claridad, rayado de álamos.

Luisa solía descansar allá su mirada, evitando la inmensa luz del mar.

—Me aterra pensar—decía—que alguna vez, sin poder contenerme, empezara a andar sobre ella para no volver más...

Una de esas mañanas, el aire asoleado parecía aligerarse en ebriedad etérea. Menta y romero perfumaban como nunca, colmando la abandonada capota, y la brisa del mar insistía hasta volverse sonora sobre el tenso quitasol, cuya seda escarlata infundía al rostro de la joven su encendido reflejo. Llevaba ella aquel trajecito escocés que Suárez Vallejo prefería por juvenil, en la seriedad colegiala de su rigor simétrico. Cada ráfaga parecía remolinarla en luz, que avivábase, garruleando, en las medias de igual estampa, y punzando con fugaz centelleo en la hebilla del cinturón. Otra chispa volada, pulía instantánea lentejuela en el prendedor de su breve escote. Y bajo la inmensa amapola que el quitasol fingía, su aflojada crencha oxidábase de oro bermejo, mientras la pasión ahondaba sus ojos en una sombría transparencia de topacio.

Resaltábanle en los pómulos, acentuando su gracia, dos o tres pecas de albaricoque maduro. Su boca iluminábase con el ansia del mismo beso que estaba viendo palpitar en el ardor de los labios amados. De pronto, una nube sombreó el mar, envolviéndolos un instante en tenue frescura azul.

Suárez Vallejo condújola, callado, hasta una vieja cantera que allá cerca había descubierto. Crecían al borde matorrales y arbustos, y la triple pared formaba como un profundo palco cuyo fondo, toldado por aquéllos, era invisible al exterior.

Cesaba allá de golpe, el rumor del mar. Sobre la húmeda paz ablandada de helechos, agujereaba el cielo un brocal de aljibe. La sombra de las nubes, más frecuentes cada vez, difundía, apagándose, un misterio de anochecido azul.