El Angel de la Sombra/LXXVIII

El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXVIII
LXXVIII


Por disimulo y desgano a la vez, Suárez Vallejo no concurría al desfile de la explanada. Su presencia en el balneario pasaba, pues, casi inadvertida.

Ocupábase en hojear entonces los libros heredados del viejo profesor, obras raras, por cierto, pero que debía substraer a la curiosidad de Luisa, conforme la doctoral prescripción. Había sobre todo un volumen que lo tentaba.

Formábanlo dos veintenas de pergaminos truncos, que contenían leyes del Consulado marsellés pertenecientes a los siglos XIV y XV; varias actas condales del Rosellón; y la sentencia de una Corte de Amor, celebrada en Narbona a fines del siglo XII. Pero esta última era un manuscrito provenzal que le resultaba muy arduo leer, por el entrelazamiento y las abreviaturas góticas. Su curso de paleografía consular servíale, con todo, más de lo que supuso.

Algunas tardes húmedas o ventosas, Luisa quedábase, prolongando la lección, mientras los demás acudían al consabido paseo. La tía Marta acompañábala como siempre; mas, ahora, recobrando su actividad musical, abstraíase en estudios de piano, con gratísima oportunidad para los amantes.

Forzados a una indiferente actitud, consumaban aquel encanto del coloquio amoroso que habían apenas probado en sus escasas entrevistas, y que para mayor delicadeza, tornaba casi místico la intimidad del susurro.

Era en boca del amado aquella fineza con que había sabido enamorarla, ínsita ahora con su propio ser, como el son en la cuerda tendida; aquella elocuencia gentil, en la que había tanto suyo, que la misma alabanza parecíale natural, como el modo propio de decir el amor, por la suavidad con que se le iba a lo hondo del alma.Y era en sus labios de amada un silencio de perfección: —un silencio suspirado y sonreído.

Encantados, a sí, por la palabra, el desposorio de sus ojos era una transfiguración en la Luz Suprema. ¡Tan leve que sentía ella su alma, mecida al infinito en el vuelo de las golondrinas de la tarde! Mientras él, al acendrársele en adoración clarísima el reprimido afán, sobrepujaba todo gozo terreno, como alzado en el aire por su llama cautiva.

Apenas, al disimulo fugaz, serenábalos en belleza la decorosa posesión de las manos o la noble caricia de alisar el cabello.

Una vez de esas que se quedaron solos, recordaron ante la ventana, ancha de quieta luz, aquel terrible episodio de la cortina, cuando ella, dominante el riesgo con su alteza de lirio, vió la prosternación del amado, que asido a su talle imploraba la gloria del beso de sus pies. Entonces ella recordó los versos de Las Mpntaños del Oro:


Que mis brazos rodeen tu cintura,
Como dos llamas pálidas, unidas
Alrededor de una ánfora de plata
En el incendio de una iglesia antigua.


El ocaso era un cráter de anaranjado rescoldo.

Y en el reflejo que la envolvía desde la inmensidad, sonroseando su cándida muselina, pareció transparentar la suavidad de una larga perla.