El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo X

X


Durante seis semanas las lecciones progresaron, gratísimas, con intermedios de charla y de música, dando a las tardes de viernes y domingos tan imprevisto encanto, que de común acuerdo agregaron una reunión la noche del miércoles. Así no recargaba Suárez Vallejo sino una tarde por semana su que hacer de oficina, aun cuando él consideraba ameno descanso aquella larga hora entre seis y ocho; al paso que podía participar, pues bien lo deseaba, doña Irene, demasiado ocupada por sus asociaciones pías y benéficas. La tía Marta, entregada a las atenciones domésticas, exagerábalas un poco, tal vez, para dejar mayor libertad a la gente joven; y don Tristán estimaba poco los versos. Así, Suárez Vallejo, invitado a comer algunos miércoles, no hablaba con él más que de legislación y diplomacia, reprimiendo con jovial disciplina de "profesor", cualquier conato tendiente a proseguir o anticipar el tema literario.

—Cada cual su gusto y provecho—sentenciaba—y el mío consiste ahora en escuchar.

De sobremesa, solía recordar con el doctor, que era aficionado, algún certamen de esgrima:

—Lo que no me explico, decíale Sandoval, es cómo, siendo tan fuerte, nunca quiere usted figurar en ninguno.

—Es que no hago sino esgrima de combate.

—Y lo que me explico menos, intervino una vez Efraim, es cómo se da tiempo para todo. Porque me dijo el maestro de armas que nunca deja de tirar...

—Es la voluntad, Tato, afirmó Luisa.

—Sí, pues; la disciplina que te falta, completó el doctor, y que te haría tanto bien. Porque a despecho de tu buena constitución, eres más bien un poco endeble...

Efraim se encogió de hombros con displicencia.

—... O demasiado nervioso si quieres... y con esto, bastante impulsivo.

—Razón de más! Razón de más!—sentenció don Tristán, apoyándolo con los tres golpecitos de costumbre.

Suárez Vallejo calló, ganándose con ello la simpatía de Efraim.