​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo II

II


Con todo, mi interlocutor debía resultar más sorprendente que su mensaje, por otra parte incomunicable hasta hoy; aunque el lector habrá comprendido que se refiere a la famosa secta maldita del Oriente, sobre la cual dije todo cuanto puedo publicar sin felonía, en la narración titulada El Puñal.

Empezaré, pues, a referir lo pertinente de la entrevista, desde que habiéndonos instalado en la habitación de mi interlocutor, éste me dijo:

—Aunque estuve, algunos años ha, designado en el Japón, que fué donde conocí a Tablada, el encargo que acabo de cumplir me lo dieron para usted en Londres. Vengo de allá directamente, acreditado también ante otros dos países limítrofes. Pensaba establecerme acá, pero una amenaza fatal acaba de intervenir en mi destino. Aquella señora de... —cómo es?—aquella hermosa mujer que se empeñaba en filosofar conmigo...

—Clotilde Molina?

—La misma—recordó con tranquilidad. Y luego, sin variar de tono:

—Esa dama se enamoraría de mí.

No pude reprimir un movimiento de disgusto ante tan cínica impertinencia. Pero él, comprendiéndolo:

—Cuando sepa usted quién soy—repuso—verá que, además de imposible, eso no tiene para mí ninguna importancia. Sólo me propongo evitar una desgracia que puede ser irreparable. Por lo demás, convendrá usted en que mi fuga, decidida así, no resulta un acto de tenorio.

Permanecí, como es de suponer, impasible ante esa afirmación que no me interesaba discutir ni esclarecer.

—El interés de la historia que va a oir—explicó él entonces—hállase para usted en su vinculación con el mensaje que le he traído. No sé si usted llegará a entender por completo, ahora; aunque sabe muy bien que el destino de los seres contemporáneos, principalmente si son del mismo país y del mismo grupo social o profesional, suele hallarse ligado por antecedentes misteriosos que el instinto revela bajo el nombre de simpatía, o que armonizan desde la sombra ciertas entidades llamadas "ángeles de compasión". Pero lo que usted ignora, quizá, es que dichas criaturas encarnan a veces, o para ser amadas, y entonces truécanse en los "ángeles de adoración" cuyo tipo fué Beatriz, o para amar con amor humano, bajo la noble designación de "ángeles de sacrificio". Y estos seres vienen siempre a la tierra bajo forma de mujer.

—De suerte—insinué—que los ángeles de la guarda...

—Provienen de una confusa generalización teológica. La vinculación humana de aquellos seres, no es común,—y su encarnación constituye un caso extraordinario. Asimismo, no todas las mujeres son ángeles. Pero la condición angelical sólo existe en la mujer.

—Con lo que viene a ser exacta la interpretación, teológicamente herética, de Boticelli.

—Sin duda, porque los ángeles no se hacen visibles sino en figura femenina.

—"Angeles o demonios", recordé, vulgarizando con desacierto.

—Triste lugar común!—refutó como apenado. Hasta para el teólogo más feroz, todo demonio es, al fin, un ángel caído.

Su palidez habíase aclarado con una especie de lejano trasluz, mientras los ojos ahondábansele, más sombríos que nunca. Sentí que en torno suyo formábase una como depresión aérea, o lento desnivel, que sin ser visible, tendía a atraerme con vaga impresión de vértigo. Y esta sensación fué tan nítida, que resistí, asiéndome instintivamente a los brazos del sillón.

Pero mi interlocutor distrájome a tiempo, agregando sin alterar la mesura de su tono:

—La concepción femenina del ángel, pertenece a la más pura alma de artista que haya existido nunca: es del beato Angélico, quien , seguramente, "vió" en un éxtasis, lo que Sandro no haría más que imitar después.

Reaccionando entonces contra aquella situación, tan absurda como el diálogo que la sugería, concluí no sin sarcasmo:

—Fácil era inferirlo por el título popular de "pintor de los ángeles" que daban al dominico.

—Es posible. Pero advierta usted que la creencia en los ángeles es común a todos los pueblos: hecho singular, puesto que no se trata de seres vinculados a ningún interés capital, como la vida y la muerte, la bienaventuranza o la salvación, sino puramente de entidades de belleza. Por lo demás...

—Por lo demás, qué?—interrumpí con descortesía, bajo el incontenible sobresalto de una inminencia fatal.

—Yo he visto un ángel, señor, y asistí a su sacrificio.

Fué así, claro, sencillo, sin un ademán, sin un gesto, sin una frase.

En el silencio de la noche pareció que se acercaba la eternidad...

Pero aquí, para evitar la monotonía de un relato en primera persona, contaré a usanza corriente lo que el protagonista de la historia me refirió: