El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo I


EL ANGEL DE LA SOMBRA

I

Entre los asuntos de sobremesa que podíamos tocar sin desentono a los postres de una comida elegante: la política, el salón de otoño y la inmortalidad del alma, habíamos preferido el último, bajo la impresión, muy viva en ese momento, de un suicidio sentimental.

Muchas personas deben recordar todavía aquel episodio que truncó una de nuestras más gloriosas carreras artísticas: el caso del malogrado D.F., que al pie del nicho donde habían sepultado por la mañana una muchacha con la cual no se le conocía relaciones, se mató al anochecer de un balazo en el parietal. Lo que más interesaba a las señoras de nuestro grupo, era la singularidad de haber conservado D.F. en su mano izquierda, seguramente a modo de ofrenda póstuma, dos tulipanes rojos: extraño recuerdo cuyo sentido debía quedar para siempre incomprensible.

—Los símbolos de amor—había filosofado con sensatez uno de los comensales—no tienen importancia más que para los interesados. Aquellas flores significaban, probablemente, bien poca cosa.

—¡Poca cosa el misterio de una vida, el secreto de una tragedia...—exclamó la más joven de las damas presentes.

—Misterio y secreto vulgarísimos, quizá...

—¡Vulgar D.F., un artista de tanto espíritu!—intervino a su vez la dueña de casa.

Y dirigiéndose a mí con encantadora vivacidad:

—Defienda usted, Lugones, que como poeta lo hará mejor, el honor de su gremio ante este monumento de prosa.

El "monumento" era demasiado respetable por su parentesco con la dama y por su ancianidad, para no imponerme la evasiva de una sonrisa silenciosa.

—Cosas de artistas!—añadió, justificándola, con la tranquilidad satisfecha de una excelente digestión.

Entonces otro de los convidados, un caballero que habíanme presentado al entrar y en cuyo nombre no reparé, opinó suavemente:

—Morir de amor nunca es vulgar...

Inútil añadir que obtuvo, al acto, el sufragio de las mujeres.

Pero advirtiendo, tal vez, que su afirmación era demasiado romántica, la atenuó con un poco de impertinencia psicológica:

—La gente incapaz de amar, que es la inmensa mayoría, desde luego, se caracteriza por dos creencias falsas: la vulgaridad del amor y el egoísmo de la mujer. Es infalible.

—Cuestión de experiencia—objetó un solterón elegante. —"Cada uno habla de la feria..." y siendo así, me parece muy respetable el pesimismo de la mayoría.

—Es que ahi falta la experiencia, precisamente. Tanto valdría la opinión de un millón de ciegos sobre la luz. En cambio, aquellos grandes vidente, que son los iniciados del mundo oculto, consideran los dos mayores obstáculos para alcanzar las puertas de oro de la inmortalidad, al orgullo en el hombre y al amor en la mujer. Porque la mujer no ama sino en la eternidad: victoriosa de la muerte y del olvido.

Aquellas señoras, inclinadas de seguro al ocultismo cuya literatura empezaba a difundirse en sociedad, concentraron visiblemente sobre el defensor su interés y su simpatía.

—Dolorosamente victoriosa—completó él con la desapasionada seguridad de una enseñanza. —Porque el verdadero amor encierra este imperativo terrible: podrá no hallar correspondencia en la dicha, pero siempre la impondrá en el dolor. Y esto basta para explicarse por qué son tan escasos los seres dignos de amar.

—Y el poder de las lágrimas femeninas—concluyó, irónico, el anciano caballero.

—Y el poder de las lágrimas femeninas en que tantas veces, señor, se desangra un alma asesinada.

El tono de aquel hombre mantenía su perfecta discreción. Y acaso por su misma naturalidad, comunicó a la frase un vigor extraño.

Su rostro de nítida palidez, sus ojos obscuros, no delataban la menor emoción. Pero al fijarme en ellos por primera vez, me sorprendió lo impenetrable de su negrura.

Al propio tiempo, la joven dama exaltada, poniendo en él los suyos, preguntó con el desenfado audaz que autorizaba su belleza:

—¿Jugaría usted su inmortalidad al amor o al orgullo...

El interpelado frunció ligeramente las cejas.

—Carezco de orgullo—dijo—como no sea el nacional que oficialmente debo a la representación de mi país. El orgullo personal es un error. Y si no temiera pasar por jactancioso, lo definiría como un estado de desconfianza en nosotros mismos, que concluye cuando ya no abrigamos ningún temor de morir.

—¿...Entonces...—apoyó la interlocutora, insistiendo en su desafío.

—...Sólo queda el amor—aceptó el otro con lisura cortés. Pero la inmortalidad a que se refieren los maestros de la sabiduría, prosiguió, no es la bienaventuranza o la condenación de nuestros teólogos, sino el agotamiento de la necesidad que nos obliga a renacer y a morir otras tantas veces, mientras no logremos extinguir toda pasión.

Y para cortar, seguramente, aquel diálogo, generalizando la conversación, añadió con su mismo tono discreto, en el cual insinuábase, no obstante, una gravedad de advertencia:

—Porque en el amor está el secreto del infierno. O para decirlo con lenguaje más feliz, el secreto de Francesca. El infierno es la pasión insatisfecha que a la otra vida nos llevamos...

Todos habíamos callado alrededor de aquel original. Entonces, como él lo notara:

—Pero yo no soy—dijo riendo—un propagandista de la Doctrina Secreta. Recuerdo lo que afirman sus afiliados, y nada más. Sin contar, agregó, dirigiéndose a la dueña de casa, aquel Nocturno de Chopin que se nos había prometido...

Acabado el Nocturno, la conversación particularizóse en cuatro o cinco grupos. En el mío, formado de hombres solamente, alguien comentaba, con cierto despecho a mi entender, la provocativa insinuación del dilema de amor y orgullo que Clotilde Molina había planteado poco antes al "ocultista".

—Quién es?—aproveché para preguntar en voz baja a mi vecino.

—Un diplomático, embajador de no sé dónde.

En ese momento el hombre dirigíase a mí. Conocía algo de mi obra, por transcripción de revistas literarias, e invocaba la amistad común de José Juan Tablada y de Sanin Cano.

La verdad es que no me fué simpático; pero la cortesía mediante, dado su carácter de forastero mal conocedor de la ciudad por la noche, llevóme en su compañía hasta el hotel donde se alojaba.

—Seguramente va usted a extrañar mi pretensión—díjome de pronto, cuando estábamos a pocos pasos de la puerta. Pero le ruego que suba hasta mi aposento. Tengo que hacerle una comunicación de importancia; pues, no obstante mi propósito de permanecer algún tiempo acá, debo partir dentro de dos días.

Mas, ante mi indecisión asaz displicente:

—Un mandato—afirmó con acento apremiante y sordo. Y estrechándome confidencialmente la mano:

—En nombre de AI-Aziz-Bil'lah!

Vacilé como ante un abismo de misterio y de duda. Todo un mundo inmemorial, absurdo y trágico a la vez, pasó ante mí con este recuerdo:

Al-Aziz-Bil'lah, el último Imán de los Asesinos!