El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo III

III


Carlos Suárez Vallejo debió a la a notoriedad de algunos romancillos filosóficos elogiados por la prensa de su ciudad natal, el puesto de ayudante en el archivo de Relaciones Exteriores y la amistad de los Almeidas, familia distinguida, en cuyo salón era tradicional el culto de la buena literatura.

Si el dueño de casa, don Tristán, a quien por su estampa señoril solían llamar don Tristán de Almeida, era mejor letrado de bufete que cultor de las bellas letras, sin perjuicio de estimarlas en su justo valor, doña Irene Larrondo, su esposa, de los Larrondos de Mauleon, como ella advertía siempre, jugueteando con su guardapelo decorado por el blasón alusivo—un león de su color, rampante en oro—amaba la literatura y la aristocracia con verdadera devoción, remachándole al apellido marital aquel de que su propio dueño no usaba, y conservando una enternecida predilección por los nombres románticos que desde luego llevaban sus dos hijos, aun cuando nada satisficiera dicha ocurrencia el gusto ya menos exuberante de ambos jóvenes.

Es así que el primogénito, Efraim, para eludir su afiliación novelesca, firmaba con la inicial de su nombre, a gran despecho de la sensible mamá, quien atribuía esa resolución, por darle en cara, a imitación de la extravagancia pueril con que su hermana hiciera lo propio, desdeñando el nombre de Eulalia que inmortalizaba en ella a la marquesa de Rubén Darío.

Capricho infantil, en efecto, aunque sostenido con genialidad precoz, la chicuela de ocho años saolióle un día con que su nombre no le gustaba, por lo cual resolvía llamarse Luisa desde entonces.

Vanas las reflexiones y las órdenes, nunca se consiguió que dier a el motivo de aquel cambio.

—Pero, vamos—había concluído cien veces la desconcertada señora—por qué no quieres llevar tu nombre?

—Porque no me gusta, mamá. Y nunca variaba de respuesta ni de tono.

Don Tristán que, naturalmente, no daba importancia a la nimiedad, intervino una vez por condescendencia con su esposa.

Mas, como sus apelacion es a la obediencia y al cariño, sólo obtuvieran pertinaz silencio, preguntó con ligera incomodidad:

—Por qué diantre quieres llamarte Luisa?

Entonces la criatura afirmó dulcemente, alzando sin pestañear sus ojos serenos:

—Porque ese es mi nombre, papá.

Lo curioso era que ni entre las relaciones, los parientes o la servidumbre, había ninguna Luisa.

Durante algún tiempo, los más allegados de la familia y de la amistad, entretuviéronse en procurar sorprenderla, llamándola de repente Eulalia, cuando se hallaba de espaldas o distraída. Nunca respondió ni dió señal de que oyera.

Cuatro años después, habiendo impuesto ya su nombre adoptivo, Efraim que le llevaba cuatro también, decidía firmarse con la inicial solamente, para disimular así, dijo, la cursilería novelesca del homónimo. Su apodo escolar de Toto generalizóse con ello; y por consentimiento o por ignorancia, viejos y jóvenes olvidaron al fin la realidad nominativa y romántica...

Sólo la desolada doña Irene obstinábase en su fiasco literario.

Y precisamente una tarde, a la tercera o cuarta visita de Suárez Vallejo, que no obstante su pobreza y su insignificancia social, entró de confianza, por ser literato, había sacado la conversación con buena maña.

Suárez Vallejo supo así el verdadero nombre de Luisa, que consideró, a su vez, insignificante, fuera de los versos donde correspondía sin duda al "aire suave" de la melodía evocada; y aquel capricho de niña, que le causó cierto interés.

—El nombre adoptado así—concluyó deja a mi ver de ser vulgar.

—Pero cállese, Suárez—insistió la señora con risita sarcástica—si es la vulgaridad misma. Ni las lavanderas se acuerdan ya de semejante nombre. Lo más ridículo es que esta chica insísta en esa tontería de la niñez.

Luisa sonrió vagamente, como alejándose en la larga mirada que atardó sobre la puerta del salón, donde la vislumbre crepuscular encuadraba su estañadura de espejo.

Casi enteramente de espaldas a la gran lámpara familiar puesta sobre el piano, en cuya banqueta había girado al entrar el visitante, la luz vaporizaba con ambarina fluidez su crencha castaña, aclaraba en gota rosa el lóbulo de la oreja, enternecía con transparencia de lirio el largo cuello y la delicada mejilla que una leve enjutez excavaba con lóbrega profundidad en la órbita, palpitada misteriosamente por pestañas larguísimas. Su blusa de seda blanca cobraba un tono de sonrosado marfil; y soslayada así en esa vislumbre que de ella misma parecía emanar, confirmó a Suárez Vallejo la impresión de una hermosa muchacha.

No pudo menos de compararla entre sí a la madre, tan distinta en su belleza criolla, espléndida todavía y de mucha raza también, aunque con ese tipo de ojos aterciopelados y tez morena que parece traslucir el oro rosa de la granada. Sólo se asemejaban por el perfil, particularmente en el corte de la boca.

—Entonces nunca pudieron averiguar por qué no le gustaba su nombre...—concluyó él bromeando a Luisa.

Hubo un breve silencio de conversación decaída... Desde el inmenso patio solariego, que tenía algo de plaza y de jardín, pareció suspirar la ya entrada noche... Oyóse en el zaguán el paso de alguien que volvía.

—Efraim ...—murmuró la señora.

Cuando, inesperadamente, la joven, dirigiéndose a ella, contestó la pregunta en que se había interrumpido la conversación:

—Por eufonía, mamá: Eulalia Almeida es un verdadero trabalenguas. Parece, añadió con irónica suavidad, el cloqueo de un pavo sorprendido.

—Ahi tiene usted, repuso doña Irene dirigiéndose al visitante; la comparación, la eterna comparación de mal gusto. Pero—añadió por Luisa—si quisieras llevar tu nombre como es, verías qué armonioso resulta: Eulalia de Almeida... Si es todo un verso!...

Y acto continuo, con ternura orgullosa de madre:

—No es verdad, Suárez, que parece una marquesita?

—Una marquesita de raza y de poema, contestó aquél con cierta extrañeza, al no haberle oído la consabida protesta: Por Dios, mamá!...—de todas las muchachas alabadas en tal forma.

Lejos de eso, la joven iba a sorprenderlo, recitando con cierto mimo impertinente en su propia gracia natural:

Mahaud est aujourd'hui marquise de Lusace.
Dame, elle a la couronne, et, femme, ene a la gráce.


—De quién son esos versos?—preguntó Suárez Vallejo, complacido por el acierto de la cita.

—Pero de Víctor Hugo...en Eviradnus.

—Es que esta señorita, dijo riendo Efraim que en ese momento entraba, no lee sino poemas formidables.

—Lo que yo admiro es la memoria para retenerlos, afirmó el otro. Eso andará por los mil alejandrinos.

—Pero yo no me lo sé de memoria. No retengo de lo que leo sino algunos versos, que se me quedan como si los hubiera sabido. En ésos habrá sido, tal vez, por lo curioso del nombre, añadió dirigiendo a doña Irene una sonrisa intencionada.

—Cómo se dirá Mahaud en castellano?—preguntó la aludida.

—Creo que Mafalda, dijo Suárez Vallejo. O Matilde, que es lo usual.

—Pero Toto, insistió Luisa, es injusto con eso de los poemas formidables. De leer, claro, me gusta elegir lo mejor...

—En el género heroico.

—No, Toto, no exageres. Ayer, no más, me viste entusiasmada con aquellos preciosos versos de Francis Jammes...

—Es verdad; pero porque hablaban de la muerte: el otro tema preferido:


...la mort aux paleurs d'aube,
Qui dans ses mains de cire a des légers lilas.

Sin saber por qué, Suárez Vallejo notó repentinamente que las manos de Luisa, cruzadas sobre la falda obscura, eran de una palidez extraordinaria...

Pero su amigo interpelábalo en eso:

—A propósito: la te de "mort" ¿se liga o no con la palabra que sigue? Ayer discutíamos eso con Luisa.

—Nunca se liga, salvo en la frase mort ou vif, contestó Suárez Vallejo levantándose.

—Pero usted posee admirablemente el francés, comentó la señora.

—Tanto como admirablemente... Lo perfeccioné un poco cuando fuí escribiente del jefe de ingenieros en el ferrocarril de la compañía francesa.

—Y estuvo ya en Francia?

—Todavía no, aunque pienso ir, como es natural.

—Pronto?—interrogó Luisa.

—Ni pronto ni tarde. Es un proyecto en postergación permanente, añadió Suárez Vallejo chanceando.

Y se despidió.