Dulce sueño
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo IV

Capítulo IV

El de Farnesio



- I - editar

Los soplos primaverales, con su especie de ilusoria renovación (todo continúa lo mismo, pero al cabo, en nosotros, en lo único que acaso sea real, hay fervorines de savia y turgencias de yemas), me sugieren inquietud de traslación. Me gustaría viajar. ¿No fueron los viajes uno de los goces que soñé imposibles en mi destierro?

A la primer indicación que hago a Farnesio, para que me proviste de fondos, noto en él satisfacción; mis planes, sin duda, encajan en los suyos. Es quizás el solo momento en que se dilata placenteramente su faz, que ha debido de ser muy atractiva. Habrá tenido la tez aceitunada y pálida, frecuente en los individuos de origen meridional, y sobre la cual resalta con provocativa gracia el bigote negro, hoy de plomo hilado. Sus ojos habrán sido apasionados, intensos; aún conservan terciopelos y sombras de pestañaje. Su cuerpo permanece esbelto, seco, con piernas de alambre electrizado. No ha adquirido la pachorra egoísta de la cincuentena: conserva una ansiedad, un sentido dramático de la vida. Todo esto lo noto mejor ahora, acaso porque conozco antecedentes...

-¿Viajar? ¡Qué buena idea has tenido, Lina! Justamente, iba a proponerte...

-¿Qué? -respingo yo.

-Lo que me ha escrito, encargándome que te lo participe, tu tío don Juan Clímaco. Dice que toda la familia desea mucho conocerte, y te invita a pasar una temporada con ellos en Granada. Ya ves...

-Ya veo... No era ese el viaje libre y caprichoso que fantaseaba... Pero Granada me suena... ¿Y qué familia es la de mi tío? No lo sospecho.

La cara de Farnesio, siempre sentimental, adquirió expresión más significativa al darme los datos que pedía. Hablaba como el que trata de un asunto vital, de la más alta y profunda importancia.

-Por de pronto, tu tío, un señor... de cuidado, temible. Desde que le conozco ha duplicado su fortuna, y va camino de triplicarla. Está viudo de una señora muy linajuda, procedente de los Fernández de Córdoba, y que tenía más de un cuarterón de sangre mora, ¡tan ilustre en ella como la cristiana! Descendencia de reyes, o emires, o qué sé yo... Le han quedado tres hijos: José María, Estebanillo y Angustias.

-¿Solteros?

-Todos. El mayor, José María, contará unos veintinueve a treinta años...

-¡Entonces ya entiendo el mecanismo del viaje, amigo mío! ¿A que sí, a que sí? No guarde usted nunca secretillos conmigo, Farnesio; ¡si al cabo no le vale! Don Juan Clímaco Mascareñas debía ser el heredero de mi... tía, y yo le he quitado esa breva de entre los dientes. Según usted me lo pinta, codicioso, el buen señor lo habrá sentido a par del alma. Como además es inteligente, ha tomado el partido de callarse y trazar otro plan, a base de hijo casadero... Y como usted tiene la desgracia de tener... buena conciencia... se cree en el deber de auxiliar a don Juan en el desquite que anhela... y de aproximarme al primo José María o al primo Estebanillo...

-¡Oh! Lo que es el primo Estebanillo..., ese...

-¡Ya! Se trata de José María...

Farnesio calla conmovidísimo, con el respiro anhelante. No se atreve a lanzarse a un elogio caluroso; tiembla y se encoge ante mis soflamas y roncerías.

-Sea usted franco...

Se decide, todo estremecido, y habla ronco, hondo.

-No veo por qué no... En efecto, opino que tu primo José María puede ser para ti un marido excelente, y creo que, en conciencia, ya que de conciencia hablaste, Lina... ya que piensas en la conciencia... ¡porque en ella hay que pensar...!, mejor sería que, en esa forma, los Mascareñas no pudiesen nunca... nunca...

-¿Era o no doña Catalina dueña de su fortuna? -insisto acorralándole y descomponiéndole.

-¡Dueña! ¡Quién lo duda...! Sin embargo... En fin...

Y, cogiéndome las manos, con un balbuceo en que hay lágrimas, don Genaro añade:

-No se trata sólo de la conciencia... ni del daño y perjuicio de tus parientes... Es por ti... ¿me entiendes?, por ti... Cuando un peligro te amenace, cuando algo pueda venir contra ti... oye a Farnesio... ¡Qué anhela Farnesio sino tu dicha, tu bien!

Mi corazón se reblandeció un momento, bajo la costra de mis agravios antiguos, del injusto modo de mi crianza, que casi hizo de mí un Segismundo hembra, análogo al anarquista creado por Calderón.

-Lo creo así, don Genaro. Y como con ver nada se pierde... Iré a Granada. Será, por otra parte, cosa divertida. ¿No le agradaría a usted acompañarme?

Se demuda otra vez.

-No, no... Conviene más que me quede... ¿Por qué no buscamos una señora formal...?

-¡Déjeme usted de formalidades y de señoras! Me llevaré a Octavia, la francesa.

-Buen cascabel.

-Va para limpiarme las botas y colgar mis trajes. Para lo demás, voy yo.

Se resigna. Él escribirá, a fin de que me esperen en la estación...

Empieza mi faena con Octavia. Es una doncella que he pedido a la Agencia, y que parece recortada de un catálogo de almacén parisiense. A ninguna hora la sorprendo sin su delantal de encajes, su picante lazo azul bajo el cuello recto, níveo, su tocadito farfullado de valenciennes, divinamente peinada. Trasciende a Ideal, y está llena de menosprecio hacia lo barato, lo anticuado, les horreurs. La vieja Eladia, a quien he relegado al cargo de ama de llaves, aborrece de muerte a la «franchuta».

Prepara Octavia genialmente mi equipaje, pensando en ahorrarme las molestias de las pequeñeces, los petits riens, lo que más mortifica, la hoja de rosa doblada. ¡Friolera! ¡Hacer noche en el tren! Hay que prevenirse...

-¿Cuándo es la marcha, madame?

-Dentro de una semana, ma fille... Cuando nos entreguen todo lo encargado...

-¿La señorita no tiene prisa?

-Maldita... ¡Figúrate que voy en busca de novio!

Se ríe; supone que bromeo. Es una mujer de cara irregular, tez adobada, talle primoroso. Ni fea ni bonita; acaso, por dentro, ajada y flácida; llamativa como las caricaturas picarescas de los kioscos. Tal vez no muy conveniente para servir a una dama. Pero tan dispuesta, tan complacedora... ¡Se calza tan bien... lleva las uñas tan nítidas!

Al disponer este viaje, advierto más que nunca la falta -en medio de mi opulencia- de lujos refinados. De doña Catalina, que nunca viajaba, no he heredado una maleta decorosa. Encuentro un amazacotado neceser de plata, de su marido, con navajas de afeitar, brochas y pelos aún en ellas. Octavia lo examina. «¡L’horreur!» Recorro tiendas: no hay sino fealdades mezquinas. No tengo tiempo de encargar a Londres, único punto del mundo en que se hacen objetos de viaje presentables... En Madrid -deplora Octavia- no se halla rien de rien... A trompicones, me provisto de sauts de lit, coqueterías encintajadas, que son una espuma. Ya florezco mi luto de blanco, de lila, de los dulces tonos del alivio. Batistas, encajes, primavera... Y seda calada en mis pies, que la manicura ha suavizado y limado como si fuesen manos.

-¿Todo esto, por el primo de Granada, a quien no conozco?

No; por mi autocultivo estético. Es que el bienestar no me basta. Quiero la nota de lo superfluo, que nos distancia de la muchedumbre. Lo que pasa es que procurarse lo superfluo, es más difícil que procurarse lo necesario. No se tiene lo superfluo porque se tenga dinero; se necesita el trabajo minucioso, incesante, de quintaesenciarnos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea. La ordinariez, la vulgaridad, lo antiestético, nos acechan a cada paso y nos invaden, insidiosos, como el polvo, la humedad y la polilla. Al primer descuido, nos visten, nos amueblan cosas odiosas, y el ensueño estético se esfuma. ¡No lo consentiré! ¡Mejor me concibo pobre, como en Alcalá, que en una riqueza basta y osificada, como la de doña Catalina Mascareñas, mi... mi tía!

Por otra parte, como no soy un premio de belleza, y lo que me realza es el marco, quiero ese marco, prodigio de cinceladura, bien incrustado de pedrería artística, como el atavío de mi patrona, la Alejandrina, que amó la Belleza hasta la muerte.

En cuanto al proco... ¡bah! Ni sé si me casaré pronto o tarde, ni si lo deseo, ni si lo temo. ¿Qué duerme en el fondo de mi instinto? Es aún misterioso. Casarse será tener dueño... ¿Dulce dueño...? El día en que no ame, mi dueño podrá exigirme que haga los gestos amorosos... El día en que mi pulmón reclame aire bravo, me querrá mansa y solícita... La libertad material no es lo que más sentiría perder. Dentro está nuestra libertad; en el espíritu. Así, en frío, no me seduce la proposición de Farnesio.

Hago memoria de que en Alcalá, leyendo las comedias antiguas, me sorprendía la facilidad con que damas y galanes, en la escena final, se lanzan a bodas. «Don Juan, vos casaréis con doña Leonor, y vos, don Gutierre, dad a doña Inés mano de esposo... Senado ilustre, perdona las muchas faltas...». Y recuerdo que en una de esas mismas comedias, de don Diego Hurtado de Mendoza, hay un personaje que dice a dos recién casadas:


Suyas sois, en fin; más ved
que ya en nada quedáis vuestras...



Pocos maridos recuerdan la advertencia del mismo personaje:


Y vos, don Sancho y don Juan,
estad cada uno advertido
que el entrar a ser marido
no es salir de ser galán...



En resumen, mi caso no es el frecuente de la mujer que repugna el matrimonio porque repugna la sujeción. Hay algo más... Hay esta alta, íntima estimación de mí propia; hay el temor de no poder estimar en tanto precio al hombre que acepte. El temor de unirme a un inferior... La inferioridad no estriba en la posición, ni en el dinero, ni en el nacimiento... Este temor, ¡bueno fuera que lo sintiese ahora! Lo sentía en Alcalá, cuando barría mi criada con escobas inservibles... Acaso me ha preservado de algún amorcillo vulgar.

¿Habrá proco que me produzca el arrebato necesario para olvidar que «ya en nada soy mía»? No sé por dónde vendrá el desencanto; pero vendrá. Soy como aquel que sabe que existe una isla llena de verdor, de gorjeos, de grutas, de arroyos, y comprende que nunca ha de desembarcar en sus playas. No desembarcaré en la playa del amor. Y, si me analizo profundamente, ello es que deseo amar... ¡cuánto y de qué manera! Con toda la violencia de mi ser escogido, singular; como el ciervo anhela los ocultos manantiales...

¿Por qué lo deseo? Tampoco esto me lo defino bien. En tantos años de comprimida juventud y de soledad, he pasado, sin duda, mi ensueño por el tamiz de mi inteligencia; he pulido y afiligranado mi exigencia sentimental; he tenido tiempo de alimentarla; la he alquitarado, y su esencia es fuerte. Mi ansia es exigente; mi cerebro ha descendido a mi corazón, le ha enlorigado con laminillas de oro, pero en su centro ha encendido una llama que devora. Y, enamorada perdida, considero imposible enamorarme...



- II - editar

En la estación de Granada me aguardan los Mascareñas.

Desde una hora antes, hemos trabajado Octavia y yo en disimular las huellas de la noche en ferrocarril. Y me he tratado, a mí misma, de estúpida. ¿Por qué no haber venido en auto? Pero un auto de camino, decente, tampoco se encontraría en Madrid, de pronto.

Por fortuna he dormido, y no presento la máscara pocha del insomnio. Mi hálito no delata el trastorno del estómago revuelto. Lo impulso varias veces hacia las ventanas de la nariz, y me convenzo de su pureza. Por precaución, me enjuago con agua y elixir y mastico una pastilla de frambuesa, de las que encierra mi bombonerita de oro, cuya tapa es una amatista cabujón, orlada de chispas. En joyería, está Madrid más adelantado que en confort.

Refresco mi tez, mi peinado, mi traje. Me mudo la tira blanca del cuello. Renuevo los guantes, de Suecia flexible. Atiranto mis medias de seda, transparentes, no caladas (lo calado, para viaje, es mauvais genre). Y bien hice, porque al detenerse el tren y precipitarse el primo José María a darme la mano para bajar, su mirada va directa, no a mi cara, sino al pie que adelanto, al tobillo delicado, redondo.

El rostro, verdad es, lo llevo cubierto con un velo de tupida gasa negra, bajo el cual todavía nuba las facciones un tul blanco. Entrevista apenas, yo veo perfectamente a mis primos. José María es un moro; le falta el jaique. Estebanillo un mocetón, rubio como las candelas. La prima, igual a José María, con más años y declinando hacia lo seco y lo serio meridional, más serio y seco que lo inglés. El tío Juan Clímaco... De este habrá mucho que contar camino adelante.

Hay saludos, ceceos, ofrecimientos, cordialidades. Dos coches, a cual mejor enganchado, nos aguardan. En uno subimos las mujeres, el tío Clímaco -así le llamo desde el primer momento- y el hijo mayor. En el otro, Octavia y las maletas. Estebanillo lo guía.

La casa es un semipalacio, en una calle céntrica, antigua, grave. ¡Qué lástima! Un edificio nuevo, bien distribuido, vasto, sustitución de otro viejo «que ya no prestaba comodidad». En el actual, obra de mi tío, nada falta de lo que exigen la higiene y la vida a la moderna. Se han conservado muebles íntimos, viejos -bargueños, sillerías aparatosas, cuadros, braseros claveteados de plata- pero domina lo superpuesto, la laca blanca, el mobiliario a la inglesa. Estebanillo me lo hace observar. Angustias -a quien llaman sus hermanos Gugú, transformación infantil de un nombre feo- se siente también orgullosa de la educación recibida en un convento del Yorkshire, de que «el niño» se haya recriado en Londres, de los baños y los lavabos de porcelana que parece leche, de esa capa anglófila que reviste hoy a tanta parte de la aristocracia andaluza. Me conducen a mi cuarto, me enseñan el tocador lleno de grifos, de toda especie de aparatos metálicos para llamar, soltar agua hirviendo o fría... Me advierten que se almuerza a las doce y media. Y el lánguido, fino ceceo del primo José María, interviene:

-No cean uztez apuronez; la verdá, siempre nos sentamo a la una.

Lo agradezco. Octavia prepara el baño, deshace bultos, y a las dos horas de chapuzar y componerme algo, salgo hecha una lechuga, enfundada en tela gris ceniza, y hambrienta.

Me sientan entre el tío y el primo, que así como indiscretamente escudriñó el arranque de mi canilla, ahora registra mi nuca, mi garganta, hunde los ojos en la sombra de mi pelo fosco. Me sirve con aire de rendimiento adorador, y a la vez con suave cuchufleteo, burlándose de mi apetito. Él come poco; al terminar se levanta aprisa, pide permiso, saca accesorios muy elegantes de fumador y enciende un puro exquisito, de aroma capcioso, que mis sentidos saborean. Es la primera vez que a mi lado un hombre fuma con refinamiento, con manos pulidas, con garbo y donaire. -Carranza, al fumar, resollaba como una foca-. La onda del humo me embriaga ligeramente.

José María tiene el tipo clásico. Es moreno, de pelo liso, azulado, boca recortada a tijera, dientes piñoneros, ojos espléndidamente lucientes y sombríos, árabes legítimos, talle quebrado, ágiles gestos y calmosa actitud. Su habla lenta, sin ingenio, tiene un encanto infantil, espontáneo. No charla; me mira de cien modos.

Reposado el café, surge lo inevitable.

-¿Tú querrá ve la Jalambra, prima?

¡Sí quiero ver la Alhambra! Pero no así; yo sola, sin que coreen mi impresión. Pecho al agua. Lo suelto.

-¡Ah! -celebra Estebanillo-. Como las inglesas...

-Has tu gusto, niña -sentencia el tío Clímaco-. Es la cosa más sana...

También el tío Clímaco se parece a su hijo mayor; pero evidentemente la sangre de la señora que descendía de reyes moros, ha corregido las degeneraciones de la de Mascareñas, en este ejemplar muy patentes. Mientras el perfil de José María tiene la nobleza de un perfil de emir nazarita, el de su padre es de rapiña y presa y se inclina al tipo gitanesco. No veo en él el menor indicio de ilustre raza. ¿Quién será capaz de adivinar los cruzamientos y los injertos de un linaje? ¿No sé yo bien que hay sus fraudes? Y que me maten si no está harto de conocer la novela secreta de mi nacimiento don Juan Clímaco... De otra novela más popular aún procederán tal vez los rasgos, más que avillanados, picarescos, de este señor, que afecta cierta simpática naturalidad, y bajo tal capa debe de reservar un egoísmo sin freno, una falta de sentido moral absoluta. ¿Que cómo he notado esto en el espacio de unas horas? La intuición...

El tío Clímaco opina que haga mi gusto. Me excuso de mi falta de sociabilidad; me ponen el coche; ofrezco volver para un paseo al caer de la tarde, al laurel de la Zubia, y sin más compañía que la que nunca nos abandona, a la Alhambra me encamino.

Voy a ella... no a satisfacer curiosidades irritadas por lecturas, sino porque presiento que es el sitio más adecuado para desear amor. Y mi presentimiento se confirma. El sitio sobrepuja a la imaginación, de antemano exaltada.

No creo que en el mundo exista una combinación de paisaje y edificios como esta. Ojalá continúe solitaria o poco menos. Ojalá no se le ocurra a la corte instalarse aquí. Recóndita hermosura, me estorban hasta tus restauradores. Vivieras, semiarruinada, para mí sola, y desplomárase en tierra tu forma divina cuando se desplome mi forma mortal.

Mil veces me describirían esta arquitectura y no habría de entenderla, pues aislada de su fondo adquiere, en las odiosas, y, sin embargo, fieles reproducciones que corren por ahí, trazas de cascarilla de santi-boniti. Lo que dice la Alhambra es que no la separen de su paisaje propio, que no la detallen, que no la vendan. El Partenón se puede cortar y expender a trozos. La Alhambra de Alhamar no lo consiente.

No me sacio del fondo de ensueño de la Alhambra. Baño mis pupilas en las masas de felpa verde del arbolado viejo, en las pirámides de los cipreses, en el plateado gris de las lejanías, en las hondonadas densamente doradas a fuego, recocidas, irisadas por el sol. No niego el encanto de las salas históricas, alicatadas, caladas, policromadas, de los alhamíes, cuyo estuco es un encaje, de los ajimeces y miradores, de los deliciosos babucheros, donde creo ver las pantuflas de piel de serpiente de la sultana; pero si colocamos estos edificios sobre el celaje de Castilla, sobre sus escuetos horizontes, sus desiertos sublimes y calcinados, ¡adiós magia! Son los accidentes del terreno, es la vegetación, y, especialmente, el agua, lo que compone el filtro.

A ellos atribuyo el sentimiento que me embargó -no sólo el primer día, sino todos- en la Alhambra. Sentimiento para mí nuevo. Disolución de la voluntad, invasión de una melancolía apasionada. Quisiera sentarme, quedarme sentada toda mi vida, oyendo el cántico lento, triste y sensual del agua, que duerme perezosa en estanques y albercas, emperla su chorro en los surtidores, se pulveriza y diamantea el aire, se desliza sesga por canalillos antiguos, entre piedras enverdecidas de musgo, y forma casi sola los jardines, ¡extraños jardines sin flores apenas! Y se desliza como en tiempo de los zegríes, como cuando aquí se cultivaba el mismo estado de alma que me domina: las mieles del vivir lánguido, sin prosa de afanes. Es agua del ayer, y en el agua que corre desde hace tantos siglos hay llanto, hay sangre; aquí la hay de caballeros degollados dentro de los tazones de las fuentes, cuyo surtidor siguió hilando, sobre la púrpura ligera, sus perlas claras. Y los pies de la historia, poco a poco, bruñeron los mármoles, todavía jaspeados de rojo.

Me dejan pasarme aquí las tardes, sin protestar, aunque Gugú -lo leo en su cara- encuentra chocante mi conducta. Si yo hubiese nacido en la Gran Bretaña, ¡anda con Dios! Ya sabemos que son alunadas las inglesas. A una española no le pega la excentricidad. Sin embargo, al cuarto día de estancia en Granada, observo que Gugú sonríe franca y amena al saber que también iré, después de almorzar, al mismo sitio. Y, cuando sentada en un poyo del mirador de Lindaraja, contemplo la gloria de luz rubia y rosa en que se envuelven los montes, suena cerca de mi oído una voz baja, intensa:

-¿En qué piensa la sultaniya?

Sonrío al primo. Ni se me ocurre formalizarme. Él, previsor, se excusa.

-Tú quisiste venir sola. Venir sola, no es tanto como está sola toa la tarde. Si estorbo...

-No estorbas. Siéntate en ese poyo, y no hables.

Obedece con graciosa y festiva sumisión. El imán de sus negras miradas, al fin, me atrae. Aparto la vista del paisaje y la poso en él.

-¿Sabes lo que pienso?

-¡Qué má quisiera!

-Me gustaría que estuvieses vestido de moro.

-¡Cosa má fásil! Aquí alquilan lo trahe; y tú puede vestirte de reina mora también, y nos hasen la fotografía. Verá que pareja. Saide y Saida...

-He dicho mal -rectifico-. Lo que quisiera no sería que te vistieses de máscara, sino que fueses moro hecho y derecho.

-Pue, niña, moro soy. Moro bautisado, pero moro, créeme, hata el alma. Me guta lo que gutó a lo moro: flore, mujere, cabayos. Los que andan de mácara son lo granadino como mi señó hermano Estebaniyo, que me gata uno trahe a cuadro que parten el corasón, y se atisa a la sei un yerbajo caliente porque lo hasen así en Londre a la sinco. ¡Por vía de Londre! Ahora les ha entrao ese flato a lo andaluse... Nena, nosotro no hemo nasío para eso. Yo me quise educá aquí, y no soy un sabio e Gresia, pero lo señorito como Estebaniyo aún son má bruto. Aqueya tierra donde lo novio van del braso y no se ven la cara por causa e la niebla... hasle tú fu, como el gato al perro. La vía es corta, hechiso... y el que tiene a Graná... ¿pa qué quiere otra cosa?

Las palabras coincidían de tal modo con mi impresión, que mi cara lo descubrió.

-Y a ti te pasa iguá. Si somo para en uno...

Desde aquel día, invariablemente, mi primo vino a cortejarme en el palacio de las hadas. Y yo no resistía, no exigía que se respetase mi soledad. No acertaba a sacudir mi entorpecimiento delicioso, ritmado por el fluir del agua secular, que había visto caer imperios y reinos, bañado blancos pies, tobillos con ajorcas, y que susurraba lo eterno de la naturaleza y lo caduco del hombre. Reclinada, callaba largos ratos, complaciéndome en el musical ¡risssch! de mi abanico al abrirse. Según avanzaba la tarde, los arrayanes del patio de la Alberca, donde nos instalábamos, exhalaban amargo aroma y el gorgoriteo del agua era más melodioso. José María ha llegado a conseguir -¡no es poco!- no echarme a perder estas sensaciones. Le admito: él cree que le aguardo...

No niego la gentileza de su sentenciosidad, que no degenera nunca en charla insípida, y, no obstante, hay a su lado el fantasma de un moro, contemporáneo de Muley Hazem, a quien pido que me descifre los versículos árabes, las suras del Korán inscritas en los frisos y en las arquerías elegantes. Y el fantasma murmura, con la voz del agua llorosa, lastimera: «Sólo Alá es vencedor. Lo dicen esas letras de oro, en el alicatado. Soy Audalla; mi yegua alazana tiene el jaez verde obscuro, color de esperanza muerta; una yegua impetuosa, toda salpicada de la espuma del freno. Soy el amante de Daraja. No diga que sirve dama quien no sirve dama zegrí. Y enójense norabuena las damas gomeles y las almoradíes...».

-¿En qué piensa la sultaneja...?

-En Audalla pienso... ¿No has leído tú el Romancero?

-¡He leío tanta cosa tonta! Ahora quisiera leé en ti. Tú eres un libro de letra menúa. Tú no ere como las demá mujere. Contigo estoy acortao, palabra.

-¿Sabes que deseo ver la Alhambra a la luz de la luna? Y creo que no permiten, por lo del incendio.

-¿No permití a este moso? Con una propina...

En efecto, los obstáculos se allanan. Llevamos una lamparita eléctrica de mano para los sitios obscuros. El patio de los Leones, a esta hora, sobrepuja a cuanto me hubiera forjado imaginándolo. Las filigranas son aéreas. Todo parece irreal, porque, desapareciendo el color, queda la fragilidad de la línea, lo inverosímil de las infinitas columnillas de leve plata, la delicadeza y exquisitez de los arquitos, que, lo observo con placer, tienen el buen gusto de no ser de herradura. Dijérase que todo es luz aquí, pues las sombras parecen translúcidas, de zafiro claro. Nos domina el encanto voluptuoso de este arte deleznable, breve como el amor, milagrosamente conservado, siempre en vísperas de desaparecer, dejando una leyenda inferior a sí mismo. No se siente la pesadumbre de esta arquitectura de silfos, que acaso no existe; que es el decorado en que nuestro capricho desenvuelve nuestra vida interior. Libres estamos aquí de la piedra agobiadora, como en los jardines del palacio lo estamos de la tierra, y no vemos sino agua y plantas seculares. Y siempre la impresión de irrealidad. ¿Existieron las sultanas que dejaban sus babuchas microscópicas en los babucheros de oro, azul y púrpura? Seguramente son un poético mito. ¿Brotaron y se difundieron alguna vez perfumes de estos pebeteros incrustados en el suelo? ¿Se bañó alguien en estas cámaras de cuyo techo llovían, sobre el agua, estrellas luminosas? No, jamás... Se lo aseguro a José María, que se ríe, acercando cuanto puede su rostro al mío.

-Todo ensueño y mentira, primo... Un ensueño viejo, oriental, de arrayanes, laureles y miradores, bajo la caperuza de nieve de una sierra... ¿Por qué me gusta Granada? Porque estoy segura de que no existe.

-Niña, tú debe de ser poetisa. La verdá. ¿No te has ganao algún premiesiyo, vamo, en los Juego Florale? Sigue, sigue, que yo, cuando te oiho, me parese que esa cosa ya se me había ocurrío a mí. Y no crea: he leío hase año los verso de Sorriya.

-¡No soy poetisa, a Dios sean dadas gracias! Conste, primo. La Alhambra no existe. En cambio, esos leones, esos monstruos están vivos. Les tengo miedo. Me recuerdan unas esfinges de Alejandría que persiguieron a una santa... Los versos entallados al borde de la fontana dicen que están de guarda, y que el no tener vida les hace no ejecutar su furia... Vida, yo creo que la tienen esas fieras.

-¡Que me gusta to lo que dises! -balbucea, en tono de adoración, el moro bautizado-. Sigue, sigue, Saida...

-Calla, calla... Miremos sin hablar...

-Miremo -responde, y me toma una mano, iniciándome en las lentas, semicastas delicias de la presión...

Es algo sutil, insidioso, que no basta para absorberme, pero me hace ver la fontana de los terribles monstruos al través de un velo de gasa argentina con ráfagas de cielo, como rayado chal de bayadera. La Alhambra, al través del amor... de una gasa tenue de amor, flotando, disuelta en el rayo lunar... Y los versos que para entallar en el pilón compuso el desconocido poeta musulmán, se destacan entre el ligero zumbido de mis oídos. El agua se me aparece como él la describe, hecha de danzarín aljófar y resplandeciente luz, y que, al derretirse en profluvios sobre la albura del mármol, dijérase que también lo liquida...

¡Y el silencio! ¡Un silencio sobresaturado de vida ideal, de suspiros que se exhalaron, de ciertas lágrimas de que habla la inscripción, lágrimas celosas, que no rodaron fuera de los lagrimales; un silencio morisco, avalorado por el susurro sedoso de los álamos y por el soplo del aire fresco de la Nevada, que desgarró sus alas en los nopales!

¡Y el perfume! ¡Perfume seco de los laureles asoleados, resto de los pebeteros que se agotaron, brisa ajazminada, y tal vez, vaho ardiente de sangre vertida por trágicos lances amorosos!

Cuando existen sitios como la Alhambra, tiene que existir el amor. ¿Por qué no viene más aprisa? ¿Por qué no me devora?



- III - editar

En casa de mi tío no saben qué pensar de mí. Soy una maniática; soy una casquivana; soy una hembra «de cuidado», con la cual hay que mirar donde se pisa? Gugú no me entiende. Se afana en obsequiarme, insegura del resultado. Estebanillo, el mocetón anglófilo, de labio rasurado, aunque afecte frialdad y superioridad, me teme un poco. José María, que no es ningún patán, pero cuyo pensamiento no va más allá del sensualismo de su raza, está desconcertado: con otra mujer hubiese él pisado firme... ¡Vaya! Su olfato sagaz en lo femenino le aconseja que conmigo no se aventure, no se resbale... Y, sobre todo, el tío, el gitano-señor, anda receloso: empieza a consagrarme un estudio excesivo, una atención disimulada, de todos los momentos. ¿Por dónde saldré? Es sobrado ladino para no conocer que José María y yo, a pesar de las apariencias, todavía no... vamos, no... En el mismo acostumbrado tono, de galantería chancera, picante, popular y señoril, el tío Clímaco me analiza, quiere desentrañar mis aspiraciones, saber de qué pie cojea esta sobrina millonaria y extravagante, que se va de noche a la Alhambra, con un guapo mozo, a mirar realmente correr el agüilla... ¿Seré de mármol, como los leones? ¿Seré una romanticona...? ¡Qué de hipótesis! La verdad, no es dable que la interprete el de las grises patillas, el marrajo que me ha señalado por suya, a fin de que no prevalezca la superchería y vuelva la rama a la rama y el tronco al tronco...

Debe de correr por Granada una leyenda a propósito de mí. Lo noto en la aguda curiosidad que me acoge, en los eufemismos con que se me habla. ¡Lo que más ha contribuido a dar cuerpo a la leyenda, es mi originalidad de no querer ver, en la ciudad, absolutamente más que la Alhambra! El primer día me llevaron al Laurel de la Reina. Después, me negué rotundamente. Ni Catedral, ni Cartuja, ni sepulcro de los Católicos, ni Albaicín, ni Sacro Monte... Nada que pudiese mezclar sus líneas y sus colores y sus formas con las de la Alhambra.

-Se acabó, prenda: que la Jalambra te ha embrujao...

Para desembrujarme, el tío propone unos días en Loja. Tiene allí asuntos; hay que ver aquellos rincones, donde posee dos palacios y un cortijo, hacia la Sierra.

-Capás eres de que te gusten más aquellos caserones que este de aquí.

-Si son antiguos, de seguro.

-¡Pero qué afisioná a las antiguayas! -susurra el proco, dando a lo inofensivo intención-. Voy a pedí a la Virgen e la Victoria, de Loha, que me haga encanesé...

Y, en efecto, el palacete de Loja me cautiva tanto como me deja fría la cómoda vivienda de Granada, y su inglés «conforte». Es un edificio a la italiana, con vestíbulo y ático de mármol serrano, y columnas de jaspe rosa. No está en Loja misma: de la posesión al pueblo media un trayecto corto, entre sembrados y alamedas. No tiene el palacio, de las clásicas construcciones andaluzas, sino el gran patio central, pero sin arcadas. En medio, la fuente, de amplio pilón, se rodea de tiestos de claveles, y el surtidor canta su estrofa, compañera inseparable de la vida granadí.

Al entrar en la residencia, dueñas ceceosas y mozas de negros ojos me dirigen cumplimientos. Mi habitación cae al jardín, donde toda la noche cantan los ruiseñores. Jazmines y mosquetas enraman la reja de retorcidos hierros. Al amanecer, salgo a tomar aire, y desde el parapeto veo, en un fondo de cristal, el panorama de Loja, la mala de ganar, la que dio que hacer al cristiano, por lo cual, los Reyes pusieron a su Virgen la advocación de la Victoria. Diviso los dos arcos del puente sobre el Genil, el blanco caserío, las densas frondas, las ruinas, las montañas, las torres de las iglesias, descollando la redonda cúpula de la mayor... Y José María se aparece, saliendo no sé de dónde.

-¿Te gusta el poblachón? Yo te llevaré a ver sitio... Esto lo conosco... Aquí me crié...

Voy con él a recorrer los tales sitios. Gugú tiene que hacer en casa; tío Clímaco se pasa la vida sentado en el patio, escuchando a los lugareños, que vienen a hablarle de cosechas, arriendos y labores; Estebanillo allá se ha quedado, en Granada, con unos amigos ingleses, que acaso se lo lleven a dar una vuelta por Biarritz, en automóvil... Y yo pertenezco a José María, pero le tengo a raya: sigue presintiendo en mí enigmas psicológicos, no comprendidos en su ciencia femenina. Me lleva a la Alfaguara o fuente de la Mora, torrente que brota, al parecer, de un inmenso paredón inundado de maleza, y mana límpido por veinticinco caños. ¡El agua! ¡Siempre el agua misteriosa, varias veces centenaria, que habrán bebido los que murieron! Si subimos por los abruptos flancos de la Sierra, hacia algún cortijo, a comer gachas y a cortar albespinas silvestres, el agua rueda de las laderas, surte de los pedruscos, retostados, candentes... Si seguimos la llanura, al revolver de un sendero, nos sale al paso la extraña cascada de los Infiernos, oculta en un repliegue, delatada por ser fragor espantable, saltando espumeante, retorcida y convulsa. Y si visitamos, en la falda de la Nevada, la fábrica de aserrar mármoles, el agua es lo deleitoso. Trepamos por las suaves vertientes, sembradas de fragmentos de mármol amarillo, con vetas azules y blancas, y de un ágata roja, en la cual serpentean venas de cuarzo. El cielo tiene esa pureza y esos tonos anaranjados, que hicieron que Fortuny se quedase dos años donde había pensado estar quince días, y que extasiaron a Regnault. No sin protestas de José María -¡estropear las manitas de sea!- alzo un trozo de piedra y hallo impresa en él la huella fósil, las bellas volutas del anmonites primitivo. Mi primo lo mira enarcando las cejas.

-¿No se te ha ocurrido subir a los picos de la Sierra? -le pregunté.

-No... ¿Pa qué? ¡Pero si e antoho, te acompaño! Se buscan mulo, y por lo meno hata el picacho de Veleta... Porque despué, se pué, se pué... ¡pero sólo en aeroplano, hiha!

-¿Quién sabe, primo, si te cojo la palabra?

-Contigo, al Polo.

Bajamos a la serrería; nos enseñan los pulimentados tableros de mármol; seguimos hasta un recodo que forma el riachuelo, donde en la corriente remansada se mecen las plumeadas hojas de culantrillos y escolopendras. Un zagal se acerca, tirando de la cuerda que sujeta a una hermosa cabra fulva, de esas granadinas, cuya leche es deliciosa. A nuestra vista la ordeña y mete la vasija dentro del remanso. De la serrería nos traen pestiños, alfajores, miel sobre hojuelas, rosquillas de almendra, muestras de la golosa confitería de Loja, donde se venden más yemas y bollos que carne de matadero. Riendo, bebemos la leche: en el baño se ha helado casi. Es una hora divina, un conjunto de sensaciones fluidas, livianas como el agua, rosadas como el cielo, que vierte ráfagas lumbrosas sobre las nieves de los picos.

Volvemos despacio, por las sendas olientes a mejorana y a menta silvestre. José María me lleva del brazo. Su sentido de lo femenil le dice que los momentos van siendo propicios. De súbito, manifiesta entusiasmo por la expedición a la Alpujarra, y me cuenta maravillas del pico de Mulhacén, de los aspectos pintorescos de los pueblos de la sierra, que él jamás ha visto. Penetro su intención, y quién sabe si late en mí una secreta complicidad. Después de la poesía moruna de la Alhambra, la sierra es el complemento, la clave. Allí se había refugiado la raza vencida... Las aguas seculares descendían de allí, de los riscos donde, impensadamente, en oasis, el naranjo cuaja su azahar. José María, para la excursión, se vestiría -y no sería disfraz, pues así suele andar por el campo- de corto, airosamente, con marsellés, faja, sombrero ancho y elegantes botines. Yo llevaría falda corta, y los cascabeles de las mulas, tintineando sonoramente, despertarían un eco melancólico en las gargantas broncas del paisaje serrano. Mientras la noche desciende, clara y cálida, forjo mi novela alpujarreña. José María empieza a producirme el mismo efecto que la Alhambra; disuelve, embarga mi voluntad. Hay en él una atracción obscura, que poco a poco va dominándome.

En eso pienso mientras Octavia me desnuda, escandalizada de los accidentes de mi atavío en estas excursiones; de mi calzado arañado y polvoriento; de mi pelo, en que se enredaron ramillas; de mis bajos, en que hay jirones.

-¡Si c’est Dieu possible! ¡Comment madame est faite!

Ella, que trae revuelta y encandilada a la servidumbre y a los campesinos que acuden a conferenciar con mi tío, y hasta sospecho que a mi propio tío,


que, aunque viejo, es de fuego,
corriente en una broma y mujeriego,



está, en cambio, más emperifollada y crespa que nunca, y ha aprendido de las andaluzas la incorrección del clavel prendido tras la oreja...

Pienso en esta marea que crece en mi interior, en este dominio arcano que otro ser va ejerciendo sobre mí. No puedo dudar de que mi primo me pretende porque soy la heredera universal de doña Catalina Mascareñas, y así como el interés de una familia trató antaño de hacerme monja, el interés de otra decide hogaño que me case... Pero asimismo se me figura que produzco en mi primo el efecto máximo que produce una mujer en un hombre. ¿Se llama esto amor? ¿Hay otra manera de sentirlo? ¿Qué es amor? ¿Dónde se oculta este talismán, que vaya yo a matar al dragón que lo guarda?

He observado que mi primo, cuando me habla, exagera la tristeza; dijérase un hombre muy desdichado, a dos dedos del suicidio por los desdenes de una ingrata. Y cuando habla con los demás, su tono se hace natural y humorístico. Lo gracioso es que las sentenciosas dueñas y las mocitas con flores en el moño, que componen la servidumbre, hablan del «zeñito José María» con acento de conmiseración, como si yo le estuviese asesinando. Y un aperador ha llegado a decirme:

-Zeñita, peaso e sielo... ¿pa cuándo son los zíes?

Los lugares, el coro, conspiran en favor del proco rendido. Y, en medio de ese ambiente, trato de descomponer mis sensaciones por la reflexión. No, el amor no puede ser esto. Sin embargo, ¡menos aún será la comunicación intelectual! Este aturdimiento, esta flojedad nerviosa algo significan... Quizás lo signifiquen todo.

La noche de un día en que no hemos salido a pasear largo, al través de la tupida reja de mi salita, que está en la planta baja, oigo guitarrear. José María me llama, me invita a asomarme a las ventanas del comedor, que caen al patio, para ver el jaleo. Es él quien ha convocado a las contadísimas bailarinas de fandango que quedan en Loja y su contorno, ya todas viejas, cascadas, porque las mocitas ahora dan en aprender otros bailes, de estos a la moderna, achulados, no moriscos. Estas ventanas no tienen reja y nos recostamos en el antepecho el primo y yo. Don Juan Clímaco y Gugú han sacado sillas al patio. La música del fandango es una especie de relincho árabe, una cadencia salvajemente voluptuosa, monótona, enervante a la larga. La luna, colgada como lámpara de plata en un mirrab pintado de azul, alumbra la danza, y el movimiento presta a los cuerpos ya anquilosados de las danzarinas, un poco de la esbeltez que perdieron con los años. Sus junturas herrumbrosas dijérase que se aceitan, y entre jaleamientos irónicos y risas sofocadas de la gente campesina que se ha reunido, bailan, haciéndose rajas, las viejecitas. Baila con sus piernas el Pasado, la leyenda del agua antigua, donde las moras disolvieron sus encendidas lágrimas...

Siento la respiración vehemente, acelerada de José María; el respeto que le contiene le hace para mí más peligroso. Noto su emoción y no puedo reprender la osadía que anhela y no comete. Extiendo, como en sueños, la mano, y él la aprisiona largamente, derritiéndome la palma entre las suyas y luego apretándola contra un corazón que salta y golpea. Al retraer el brazo, nuestros cuerpos se aproximan, y él, bajándose un poco, me devora las sienes, los oídos, con una boca que es llama. Allá fuera siguen bailando, y las coplas roncas gimen amores encelados, penas mahometanas, el llanto que se derramó en tiempo de Boabdil... El balbuceo entrecortado de los labios que se apoderan de mí, repite, con extravío, la palabra mora, la palabra honda y cruel:

-¡Sangre mía! ¡Sangre! Mi sangresita...

Me suelto, me recobro... Pero él ya sabe que del incidente hemos salido novios, esposos prometidos -y cuando don Juan Clímaco vuelve, habiendo mandado que se obsequie con vino largo a los del jaleo-, José María, pasándose la mano bien cortada y pulida por el juvenil mostacho, dice a su padre:

-Esta niña y yo no vamo a la Sierra el lune... Quiere eya ve eso pueblo bonito... del tiempo el moro... Hasen falta mulo y guía.

A solas en mi cuarto, todavía aturdida, el temblor vuelve. ¿Es esto amar? ¿Es esto dicha? Parece como si tuviera amargo poso el licor, que ni aún me ha embriagado. Me acuesto agitada, insomne, y cuando apago la luz, la obscuridad se me figura roja. Enciendo la palmatoria varias veces, bebo agua, me revuelvo, creo tener calentura. Y, convencida ya de que no podré dormir, al primer tenue reflejo del alba que entra por resquicios de las ventanas, salto de la cama en desorden, me enhebro en los encajes de mi bata, calzo mis chinelas de seda y salgo al pasillo apagando el ruido de mis pasos para llamar a Octavia, que me haga en mi maquinilla una taza de tila. El cuarto de la francesa está al extremo del pasillo, frente a mi departamento, que comprende alcoba, tocador, gabinete y salón bajo. No hay en este palacio, al cual sus dueños vienen rara vez, timbres eléctricos. Recatadamente, sigo, entre la penumbra, adelantando. Al llegar cerca, veo que la puerta de Octavia se abre, y un bulto surge de su cuarto, titubea un momento y al cabo se cuela furtivamente por la puerta del salón, el cual tiene salida, por el comedor, al patio central. No importa que se haya dado tal prisa. Conozco la silueta, conozco el andar. Es mi primo. Él también me ha visto, ¡me ha visto perfectamente! ¡Gracias, primo José María! Glacial, serena, retrocedo, me despojo, me rebujo y medito, con bienestar, mi resolución.

Cuando a las diez de la mañana salgo al patio en busca de la familia, él no está. El tío me embroma. ¡Vamos, se conoce que también yo bailé el fandango, quedé rendida y me levanté tarde!

-Puede que haya sido eso...

-Y ¿cómo andamos de ánimo? Joseliyo etará hasiendo milagro para yevarte a la Sierra con má comodidá...

-Tío, no iré a la Sierra. Me siento un poco fatigada, y además, he recibido aviso de que es necesaria mi presencia en Madrid para asuntos. Le ruego que me conduzca hoy a la estación en su coche...

La transformación de la cara del señor, fue algo que siento no haber fotografiado. De la paternidad babosa y jovial dio un salto a la ira tigresca. ¡Juraría que adivinó...! Su instinto, de hombre primitivo, que ha tomado de la civilización lo necesario para asegurar la caza y la presa, le guió con seguridad de brujería, excepto en lo psicológico, que no era capaz de explicarse.

-¿Qué dises, niña? ¿Eh? ¿Mono tenemo? ¿Historia? ¿Seliyo? Mira tú que... ¿Llevarte al tren? ¿Para que Joseliyo me pegase un tiro? Tú no te vas. ¿Estás loca?

Bajo el tono que quería ser de chanza, había la indicación amenazadora. Ocupábamos, bajo la marquesina, mecedoras, y el fresco del surtidor nos halagaba. Adopté el estilo cortés, acerado, la mejor forma de resistencia.

-Tío, supongo que usted no me querrá detener por fuerza. Lo siento en el alma; agradezco la hospitalidad tan cariñosa, pero necesito irme.

-Y yo te digo que no te vas, hata haser las pase. ¿Si conoseré yo a los niños? Sobrina, ¿piensas que el tío Clímaco es siego o es tonto? Como palomitos os arruyasteis anoche en el comedor. Cuanto más reñidos, más queridos. Y esta boda, serrana, te parecerá a ti que no, pero es de necesiá. No me hagas hablar más, que tú tampoco ere lerda, y me entiendes a media habla, y se acabó, y no demos que reír al diablo.

-Ni hay boda, ni arrullos, tío. Al menos, por ahora -transigí-. Dispénseme usted; no cambio yo nunca de resolución. Menos aún cambiaría ante lo violento.

-Qué violento, ni... Si a ti se te ha metido en el corasón el muchacho. Si le quieres. Suerte que sea así, porque te ahorras muchos disgustos que te aguardaban... Yo soy un infeliz, pero eso de que quiten a uno lo que debe ser suyo, no le hase tilín a nadie. Y hay modos y modos de quitar. ¡Nada, que no suelto la lengua! Ni es preciso, porque, al cabo, mi hijo y tú... -y juntó las yemas de los pulgares.

Me levanté tranquila, hasta sonriente, aunque por dentro, un terremoto de indignación me sacudía ante aquel gitano trabucaire, que me exigía la bolsa o la vida, apostado en un desfiladero de la Sierra. Todo el britanismo de cascarilla se le caía a pedazos, y aparecía el verdadero ser... el natural; acaso el más estético y pintoresco. Me propuse burlarle; realicé un esfuerzo, me dominé, me incliné hacia él, y, acariciando con el abanico sus patillas típicas, murmuré sonriendo:

-¡Soniche!

A su vez, se incorporó. Descompuestas las facciones, en sus ojos brilló una chispa mala, venida de muy lejos. La mirada del que asesinaría, si pudiese...

¿A mí por el terror? Resistí la mirada, y con cuajo frío, sentencié.

-Ahora le digo a usted que me voy, no por la tarde, sino inmediatamente, a pie, a Loja. De allí, en un coche, a donde me plazca. Allí queda mi criada, que arreglará el equipaje. Y cuidado con que nadie me siga, ni me estorbe. Adiós, tío Juan. Por si no volvemos a vernos, la mano...

Estrujó iracundo la mía y la sacudió. Logré no gritar, no revelar el dolor del magullamiento.

-¿No vernos? ¡Ya nos veremos! Eso te lo fío yo... -Y cuando rompí a andar, puso el dedo en la frente, como diciendo que no me cree en mi cabal juicio.