Dulce sueño: 03
Capítulo III
- I -
editarEpisodio soñado
Volví de Alcalá con una venda menos en los ojos del alma. El caudal de la experiencia parece completo y siempre es menguado. La sospecha, al confirmarse, nos deja un poso que satura eternamente nuestras horas. Si se conociese la historia íntima de cada persona, ¡qué de acíbares!
La herida me sangra hacia dentro. Me acuerdo de mi madre, negándome no ya su compañía, sino una caricia, un abrazo; empujándome a un claustro por evitarse rubores en la arrugada frente... ¡Miseria todo! Una necesidad de ilusión, de idealismo inmenso, surge en mí. ¡Azucenas, azucenas! Porque me asfixio con los vapores de la tierra removida, del craso terruño del cementerio, en que se pudre lo pasado.
¿Dónde habrá azucenas...? Donde lo hay todo... En nosotros mismos está, clausurado y recóndito, el jardín virginal. Un amor que yo crease y que ninguno supiese; un amor blanco y dorado como la flor misma... ¿Y hacia quién?
No conozco en Madrid a nadie que me sugiera nada... nada de lo que me parece indispensable ahora, para quitarme este mal sabor de acerba realidad. Los que siguen a caballo mi coche, son grotescos. Los que me han escrito inflamadas y bombásticas declaraciones, me enseñaron la oreja. ¿Quién me escanciará el licor que apetezco, en copa pura...?
Retirada como vivo, es difícil; y si anduviese entre gente, acaso fuese más difícil aún. Debo renunciar a un propósito tan raro, y que por su carácter cerebral hasta parece algo perverso. Me bastará una impresión honda de arte. Oír música, tal vez provoque en mi sensibilidad irritada y seca la reacción del llanto. En el teatro Real, que está dando las últimas funciones de la temporada -este año la Pascua cae muy tarde-, encargo a cualquier precio uno de los palcos de luto, desde los cuales se ve sin ser muy vista. Y sola enteramente -porque Farnesio, cuya corbata parece cada día más negra, se niega a acompañarme, hincando la barbilla en el pecho y velando los ojos con escandalizados párpados- me agazapo en el mejor sitio y escucho, extasiada ya de antemano, la sinfonía de Lohengrin.
Nunca he oído cantar una ópera. Mi frescura de sensación tiende un velo brillante sobre las mil deficiencias del escenario. No veo las tosquedades del coro, las coristas en la senectud, imponentes de fealdad o preñadas, en meses mayores; los coristas sin afeitarse, con medias de algodón, zurcidas, sobre las canillas garrosas: todo lo que, a un espíritu gastado, le estropea una impresión divina. Tengo la fortuna de poder abstraerme en las delicias del poema y de la música. He leído antes opiniones; ¿quién fue el verdadero autor? ¿Se puede, sí o no, atribuir la tercera parte de la trilogía a Wolfrango de Eschenbach...? Nada de esto recuerdo, desde los primeros compases del preludio. Con sugestión misteriosa, la frase mágica se apodera de mí. «No intentes saber quien soy... No preguntes jamás mi nombre...». Así debe ser el amor, el gran adversario de la realidad. De países lejanos, de tierra desconocida, con el prestigio de los sortilegios y los encantos, ha de venir el que señorea el corazón. Deslizándose por la corriente sesga de un río azul, su navecilla císnea le traerá, a luchar nuestra lucha, a vencer nuestras fatalidades. Le tendremos a nuestro lado sólo una noche, pero esa noche será la suprema, y después, aunque muramos de dolor, como Elsa de Brabante, habremos vivido.
El preludio acentúa su magnífico crescendo. Saboreo el escalofrío del tema heroico que vibra en sus notas. Se alza el telón. El pregón del heraldo anuncia la esperanza de que llegue el caballero. Y... aparece la barquilla, con su fantástico bogar. Espejea en la proa un deslumbramiento relampagueante de plata. El caballero desembarca, entre la mística emoción de todos, de Elsa palpitante, de Ortruda y Telramondo estremecidos de pavor. Avanza hacia la batería, y yo me ahínco en la barandilla del palco para mejor verle.
Es una especie de arcángel, todo encorazado de escamas, en las cuales riela, culebreando, la luz eléctrica. La suerte ha querido que no sea ni gordo, ni flaco de más, ni tenga las piernas cortas o zambas, ni un innoble diseño de facciones. ¡Qué miedo sentía yo a ver salir un Lohengrin caricaturesco! No, por mi ventura grande. Llámase Cristalli, y hasta el nombre me parece adecuado, retemblante y fino como el choque de dos copas muselina. ¿Su edad? Rasurado, con los suaves tirabuzones rubios de la peluca, simulando el corte de cara juvenil, se le atribuirían de veintidós a veinticinco años, pero la viril muñeca y el cuello nervudo acusan más edad. Y todo esto de la edad, ¡qué secundario! Lohengrin no es el héroe niño, como Sigfredo. Es el paladín; puede contar de veinte a cuarenta.
Sabe andar grave y pausado; sabe apoyarse en su espada fadada; sabe permanecer quieto, esbelto, majestuoso. Sobrio de movimientos, es elegantísimo de actitudes. Y me extasío ante el blancor de su vestimenta de guerra. El tema del silencio, del arcano, vuelve, insistente, clavándose en mi alma. «No preguntes de dónde vengo, no inquieras jamás mi nombre ni mi patria...». ¡Así se debe amar! Mi alma se electriza. Mi vida anterior ha desaparecido. No siento el peso de mi cuerpo. ¿Quién sabe? ¿No existe, en los momentos extáticos, la sensación de levitación? ¿No se despegará nunca del suelo muestra mísera y pesada carne?
La necesidad de Elsa, empeñada en rasgar el velo, me exaspera. ¿Saber, qué? ¿Una palabra, un punto del globo? ¿Saber, cuando tiene a su lado al prometido? ¿Saber, cuando las notas de la marcha nupcial aún rehílan en el aire?
Yo cerraría los ojos; yo, con delicia, me reclinaría en el pecho cubierto de argentinas escamillas fulgurantes. «Sácame de la realidad, amado... Lejos, lejos de lo real, dulce dueño...». Y, en efecto, cierro los ojos; me basta escuchar, cuando el raconto se alza, impregnado de caballeresco desprecio hacia el abyecto engaño y la vileza, celebrando la gloria de los que, con su lanza y su tajante, sostienen el honor y la virtud... Lentamente, abro los párpados. Los aplausos atruenan. Dijérase que todo el concurso admira a los del Grial, sueña como yo la peregrinación hacia las cimas de Monsalvato... Quieren que el raconto se repita. Y el tenor complace al público. Su voz, que en las primeras frases aparecía ligeramente velada, ha adquirido sonoridad, timbre, pasta y extensión. Satisfecho de las ovaciones, se excede a sí mismo. La pasión ínfima que late en el raconto, aquel ideal hecho vida, me corta la respiración; hasta tal punto me avasalla. Anhelo morir, disolverme; tiendo los brazos como si llamase a mi destino... apremiándole. Imantado por el sentimiento hondo que tiene tan cerca, Lohengrin alza la frente y me mira. Fascinada, respondo al mirar. Tordo ello un segundo. Un infinito.
«Brabante, ahí tienes a tu natural señor...».
Lohengrin ya navega río abajo en su cisne simbólico. Le sigo con el pensamiento. Vuelve hacia la montaña de Monsalvato, al casto santuario donde se adora el Vaso de los elegidos, la milagrosa Sangre. Allí iré yo, arrastrándome sobre las rodillas, hasta volver a encontrarlo. Yo no he sido como Eva y como Elsa; yo no he mordido el fruto, no he profanado el secreto. A mí podrá acogerme el caballero de la cándida armadura y murmurarme las inefables palabras...
Me envuelvo en mi abrigo, despacio, prolongando la hora única, entre el mosconeo de los diálogos y el toqueteo de las sillas removidas al ir vaciándose la sala. Bajo poco a poco las escaleras. Me pierdo en un dédalo de pasillos mugrientos, desalfombrados, inundados de gentío que me estorba el paso, me empuja y me codea impíamente, obligándome a defenderme y profanando mi elevación espiritual. Al fin, huyendo del foyer; de las curiosidades, llego a la salida por contaduría, donde me esperará mi berlina. Y mientras el lacayo corre a avisar, me recuesto en la pared y desfilan ante mí grupos comentando la victoria de Cristalli. «Ni este divo, ni aquel, ni el otro... Frasear así, tal justeza de entonación...». Estallan aplausos... ¡Es el divo que pasa!
Subido el cuello del abrigo, a pesar de lo avanzado de la estación, por miedo a las bronquitis matritenses, terribles para los cantantes; mal borrado el blanquete, corto el cabello en la fuerte nuca, algo saliente la mandíbula, riente la boca, que delata la satisfacción de una noche triunfal, cruza mi ensueño de un instante; el muñeco sobre cuya armazón tendí la tela de un devaneo psíquico...
Y, con mi facultad de representarme lo sensible del modo más plástico y viviente, casi de bulto se me muestra lo que hará Cristalli ahora, terminada la faena artística: le adivino invitado a una cena con admiradores, masticando vigorosamente los platos sin especias, encargados ad hoc para que no raspen su garganta, absorbiendo Champagne, reluciéndole las pupilas de orgullo, no por ser el paladín del Grial, sino porque ha justificado sus miles de francos de contrata, pagaderos en oro; y, a fin de que no se le tenga por afeminado, propasándose con las flamencas que forman parte del agasajo y caracterizan el ágape de los apasionados del divo.
Exhalo un suspiro que ahogo en mi boa, de negro, sutilísimo marabú, y, despierta, salto dentro del coche, oyendo que de una piña de curiosos sale un cuchicheo.
-¿Quién es?
-No la conozco.
-¡Buena mujer!
- II -
editarEl de Polilla
Una mañana, ¡sorpresa! Se aparece en mi casa el bueno de don Antón, pidiéndome familiarmente de almorzar.
Le acojo alegre, y, desde el primer momento, abordo la cuestión de los cuerpos de los niños mártires...
-Ya sabe usted que corre de mi cuenta imprimir la disertación, Polillita. Con grabados, si usted quiere. Y muchas notas. ¿Qué se creía Carranza? También por acá se es erudito.
Ríe el hombrezuelo, y le noto una especie de trepidación azogada, propia de su naturaleza ratonil. A la hora del café, que le sirvo en la serre, al retirarse los criados, se espontanea.
-¡Oye, Nati... Digo, Lina! ¡La costumbre! ¡Ya sabes que temo por ti!; temo que te envuelvan en redes tupidas y te me casen con un intrigante o con un beato. Tú eres una joya, un tesoro, y debes emplearte en algo grande y elevadísimo. Si no se adoptan precauciones, serás víctima de solapados manejos, criatura. No sé de qué recónditos y tenebrosos antros saldrá la orden de apoderarse de ti, que tanta fuerza puedes aportar; pero que saldrá, es seguro. Digo mal, ya habrá salido. Sólo que yo velo. ¡Vaya si velo! Y la casualidad hace que este modesto pensador, arrinconado en un pueblo, lejos del bullicio y hervidero intelectual, pueda, no sólo labrar tu dicha, sino prestar a la humanidad un servicio eminente.
-¿Chartreuse verde o amarilla?
-Verde, verde... En cuanto conozcas al sujeto, te va a impresionar. Porque, a pesar de cierto escepticismo de que a veces alardeas, en tu corazón residen los gérmenes de todo lo noble y entusiasta. Él y tú os comprenderéis: habéis nacido para eso. ¿Lo dudas?
-No por cierto, don Antón. Lo juraría. Ardo en deseos de conocer a mi proco. ¿No es así como se llamaban los pretendientes de mi patrona?
-¡Valiente patochada, la historia de tu patrona! Carranza es un iluso... o un pillo muy largo. Me inclino a la última hipótesis.
-Polillita, mi impaciencia es natural. ¿Cuándo voy a conocer a ese gran pretendiente?
-Cuando quieras. No he venido más que a eso; a poneros en contacto. Te advierto que es un tipo... vamos, una cabeza de estudio.
-Me saca usted de quicio. Ea, muéstreme siquiera un retrato, tamaño como un grano de centeno.
-Retrato... ¡Hombre, qué descuido el mío! Debí provistarme... En fin, mañana verás al original.
-Anticípeme detalles. Su cacho de biografía. No extrañaría usted esta exigencia...
-Si tú debes de conocer su nombre. Yo te habré hablado de él, más de una vez, por incidencia. Figúrate que es hijo de mi mayor amigo, compañero de estudios, que se casó con una prima mía, y en su casa, en el pueblo, he pasado largas temporadas. A este muchacho le vi nacer. ¡Ya, desde chiquitín...! No tiene la fama que merece, pero así y todo, y aun contando con el indiferentismo de España hacia los que valen...
-¿Se llama?
-Atención... Haz memoria... ¡Hilario Aparicio, el autor de la Gobernación colectiva del Estado, del Sudor fecundo, de Los explotadores, y de otras muchas obras que permanecen inéditas, por nuestros pecados y por la desidia y la desgana de leer que aquí se padece! No te ocultaré que el candidato es pobre, hija mía.
-Me lo sospechaba. Ya sabe usted que a mí la codicia no me ciega.
En un arranque de verdadera sensibilidad, Polilla se levantó, sin concluir de apurar el globito truncado donde la había servido el aceitoso licor, y, tiernamente, me tomó las manos.
-¡No he de conocer tu corazón, Lina! En ti hay algo que te hace superior al vulgo de las mujeres. Tu inteligencia es de águila. Y en ti debe de fermentar una indignación generosa contra los que, no bastándoles relegarte a un poblachón, intentaban saciar su fanatismo dándote por cárcel las verdinegras paredes de un convento. Tú tienes que ser del partido de los oprimidos, y anhelar venganza. Entendámonos: no una venganza vil y ruin. Una venganza como la practicaría el filósofo Jesús. Redimiendo a las que, cual tú, sean víctimas de esos sicarios. Abriéndoles la puerta de la vida y de la maternidad; haciendo que el niño se eduque en la conciencia de sus derechos. ¡Qué misión la tuya!
-¿Y qué tiene que ver eso, don Antón, con lo del noviazgo?
-¡Boba! ¡Que unida a Hilario Aparicio, juntos realizaréis tan bello ideal!
Tardé en dar la réplica. Miraba con interés la orilla flotante de mi traje de interior, de crespón de la China, bordado de seda floja, y guarnecido de Chantilly. Había relajado ya bastante la severidad de mi luto. Un gramófono de precio, algo distante, nos enviaba, sin carraspeo metálico, las notas de la Rêverie de Manon, cantada por Anselmi.
-Misión, en efecto, sublime. Y dígame, Polilla, ¿no podría yo desempeñarla sin unirme a don... a don Hilario?
-¡Oh! No, criatura. Las mujeres necesitan apoyo, sostén. Tengo respecto a las mujeres mis ideas especiales. No digo que seáis inferiores al hombre; pero sois diferentes... muy diferentes. La sagrada tarea maternal, por otra parte, os impide a veces dedicaros...
-Pero si no me caso... ya la sagrada tarea maternal...
-Sí; pero casándote..., como lo manda la ley de la vida... serás discípula del hombre a quien ames, y tu ciencia y tu alto papel en la historia, te los dictará el amor: amor, ¡cuidadito!, no sólo al esposo, sino a la humanidad entera.
-¿No será demasiado amor? ¡Tantos millones de hombres como componen la humanidad! ¿Más chartreuse?
Y, notando la emoción del filántropo, transijo.
-Su doctrina de usted, Polilla, es realmente cristiana.
-Como que este es el verdadero cristianismo, y no lo que pregonan los de la vestidura negra. Más cristiano que el astuto zorro de Carranza, soy yo cien veces.
-¿En qué quedamos? ¿No es usted librepensador?
-Si por librepensador se entiende no admitir cosas que repugnan a mi razón...
-Y yo, don Antoncito, ¿debo someterme a lo que mi razón no ha aceptado? Porque eso del amor a la humanidad... Vamos, para hablar sin ambages...
Sintió el floretazo y se aturdió.
-Según, niña, según... Si lo que llamas razón es, al contrario, preocupación... ¡estarás en el deber estricto de buscar la luz! Y nadie para alumbrar tu inteligencia como Aparicio.
Yo prestaba oído al célico, «¡oh, Manon!», deshecho en llanto con que termina la sentimental rêverie. Me estorbaba, en aquel instante, Polilla, con su mosconeo. Me volví, encruelecida, planeando malignidades.
-Venga Aparicio, pues.
-¡Venir...! Y ¿cómo? Si le digo que te haga una visita, tal vez se acorte, tema representar un mal papel... ¡qué sé yo! Hilario no se ha criado en los salones. Su talento es de otro género; género superior. ¿Por qué no revestir de un tinte poético vuestra primer entrevista?
Batí palmas.
-Eso, eso... ¡El tinte poético! Estos amores basados en la filantropía, no pueden asemejarse a los amores del vulgo. Mañana usted lleva a su ilustre amigo a dar un paseíto por la Moncloa, a eso de las seis de la tarde. Yo voy allá todos los días: con mi luto... Paso en coche; ustedes se cruzan conmigo; yo ordeno al cochero que pare; don Hilario, al pronto, se queda discretamente en segundo término; le dirijo una sonrisa, hago que le conozco de fama y pido presentación... Lo demás corre de mi cuenta.
Polilla trepidaba.
-¡Qué lista eres! ¡Qué bien lo arreglas todo! ¡Mira, Lina, como se trata de una persona tan diferente de las demás... hay que esmerarse! Y eso es muy bonito...
Acordados sitio y hora. Serían las seis y cuarto cuando me hundí en las nobles frondas seculares. La primavera las enverdecía, el cantueso abría sus cálices de amatista rojiza, y olores a goma fresca se desprendían de los brezos. ¡Lástima de amor! El marco reclamaba el cuadro...
Recostada, con una piel velluda y ligera sobre las rodillas, aunque no hacía frío, con Daisy, el gentil lulú, acurrucado en el rincón del coche; paladeando aquella tarde tibia que anunciaba un grato anochecer, yo había mirado con ojos de poeta el pintoresco aspecto de las márgenes del Manzanares, la fisonomía especial de los tipos populares que en ellas hormiguean, bullentes y voceadores. La gente también me escudriña, ávida de acercarse, con hostil e irónica curiosidad chulesca. Todos ellos -mendigos, arrapiezos, golfería, lavanderas, obreros aprestándose a dejar con deleite el trabajo, hecho de mala gana y entre dos fumaduras- me apuñalan con los ojos, sueltan chistes procaces, sobre base sexual. Su impresión es malsana y torpe; la mía, de repulsión y tedio infinito. ¡He aquí la humanidad que debo, según Polilla, amar tiernamente y redimir!
Los pordioseros, reptando o cojitranqueando; los golfillos claqueando sus rotas suelas contra el polvo de la calzada, se llegaban a mí y al coche cuanto podían. En el gesto de los pilluelos al agarrarse a los charoles relucientes del vehículo, al sobar mi lujo con engrasadas manos, leo una concupiscencia sin fondo, el ansia ardiente de tocarme, de enredar los dedos entre las lanas de Daisy, el aristocrático perrillo, que al recibir las punzantes emanaciones de la suciedad y la miseria, mosquea una orejilla y gruñe en falsete. Después de implorar «medio centimito», los comentarios.
-¡Tú, qué chucho! ¡Andá, un collarín de plata!
Y los dedos atrevidos se alargan, buscan el contacto... Es el movimiento del enfermo que intenta palpar la reliquia. El padecimiento de estos consiste en no tener dinero. El signo del dinero es el lujo. Quieren manosear el lujo, a ver si se les pega.
Y acaso por primera vez -al salvarme de la turba entre las arboledas- medito acerca del dinero. ¡Extraña cosa! ¡Qué vigor presta la riqueza! ¡Qué calma! Don Antón de la Polilla me asegura que puedo redimir a esclavos sin número. ¿Qué esclavos son esos? Sin duda los mismos que acaban de comentar lo espeso de mis pieles y el collarín de mi cusculetillo; los que, entre chupada y chupada de fétido tabaco, trocaron, al verme pasar, una frase aprendida en algún teatro sicalíptico. Son personas que no amo, como ellos no me aman, ni me amarían si estuviesen en mi lugar. Entonces...
Y don Hilario, por su parte, ¿les ama? Poco he de tardar en saberlo...
Y ¿a mí? Claro que don Antón no me ha pegado su candidez. Si en estos instantes se le ha alterado el pulso a mi proco, no es que me aguarde; es que aguarda a mi fuerza, a mis millones...
Y, casi en alto, suelto la carcajada. Se me ha ocurrido la idea de que esta es mi primer cita de amor...
- III -
editarApagado el eco sordo de mi risa, absorbida ampliamente la bocanada de fragancia amargosa -tomillo, jara, brezo, menta-, sobre el sendero que alumbra el sol declinando, veo avanzar a dos hombres.
Representamos la comedieta. «¡Usted por aquí, don Antón!». Y lo demás. Autorizado, se acerca el acompañante. La luz poniente enciende su cara, de un tono en que la palidez parece difamada con arcilla. Se descubre, y veo su pelo tupido, rizoso, su frente bruñida aún por la juventud, sus ojos azules, miopes, indecisos detrás de los quevedos, que le han abierto un surco violáceo a ambos lados de la nariz. Es de corta estatura, de pecho hundido, y se ve que viene atusado; no hay peor que atusarse, cuando falta la costumbre. El proco huele a perfume barato y a brillantina ordinaria. Lleva guantes completamente nuevos, duros. Sus botas, nuevas también, rechinan.
Al cabo de un minuto de coloquio, les hago subir al coche, con gran descontento de Daisy, que gruñe en sordina, y de cuando en cuando lanza un ladridillo cómico, desesperado. Si se atreviese, mordería, con sus dientecitos invisibles. Si no tolera el lulú el vaho de miseria, quizás le exaspera doblemente la mala perfumería.
La conversación se entabla, algo embarazosa. El intelectual, sentado junto a mí, disimula la timidez del hombre no acostumbrado a sociedad, con una reserva y un silencio que la hacen más patente. Felina, le halago, para aplomarle. Le sitúo en el terreno favorable, le hablo de sus obras, de su fama, de sus ideas regeneradoras. Al fin consigo que, verboso, se explaye. Todo el mal de la humanidad -según él- dimana de la autoridad, de las leyes y de las religiones...
-¿No se escandalizará esta señorita?
-No, por cierto... Escucho encantada...
-Hay que aspirar a una sociedad natural, directa, que se funde únicamente en el bien... No es que yo no sea, a mi manera, muy religioso; pero mi altar sería un bosque, una fuente, el mar...
Mi aprobación le anima. Dócil, le pregunto qué advendrá el día en que...
-Eso no es fácil adivinarlo. Esta gran transformación no tiene después. No de esos movimientos que duran un día, un mes, un año, y crean algo estable que, por el hecho de serlo, es malo ya. Para que la evolución se realice libremente y sin trabas, toda autoridad habrá de desaparecer de la tierra.
Me conformo, y él prosigue, exaltándose en el vacío, pues nadie le impugna:
-Para destruir el podrido estado social que nos aplasta, necesitamos valernos de iguales armas que ellos... Fuerza y dinero son necesarios. Esto yo no lo he dudado jamás.
-Parece evidente, en efecto -deslizo con suavidad y gracia- ¡Quietecito Daisy! ¿Qué es eso de querer morder?
-Al hablar de fuerza, no me refiero sólo a la fuerza bruta... Se trata de la fuerza de los hechos, la fuerza que conduce al mundo... Y a veces, ¡también la violencia es necesaria!
-¡Incuestionable! ¡Daisy, ojo, que te pego! Y esa violencia... ¿en qué forma...?
-¡En todas las formas! -declara, anudando el entrecejo sobre el brillo de los cristales de los quevedos, que el sol muriente convirtió en dos brasas.
-Por ejemplo... ejércitos... cañones...
-Sí, es probable que convenga apelar a todo eso contra la autoridad y la explotación. Después se les disolverá.
-¿Si hay después...?
-¡Ah! En ese sentido, siempre hay después. ¡Tenemos que disolver tanto, tanto! Tenemos que disolver a los estafadores de la política, que se mantienen en la escena parlamentaria por su completa falta de vergüenza...
-Vamos, no exageres tanto, hijo mío -intervino Polilla, alarmado-, que Lina, por ahora, no es una prosélita muy, convencida...
-Cállese usted, don Antón... ¡Estoy en el quinto cielo! Pues qué, al desear conocer a su amigo -porque yo lo deseaba-, ¿acaso me prometía encontrarme a un cualquiera, con ideas hechas? Expóngame usted su criterio acerca de todo... Por ejemplo... del amor... ¿Cómo lo comprende usted en esa sociedad transformada?
-Yo... Si usted tiene el alto valor de preferir la verdad...
-¡Ah! ¡Bien se ve que usted no me conoce!
-Pues yo creo que el amor, tan calumniado por las religiones oficiales, que han hecho de él algo reprobable y vergonzoso -cuando es lo más sublime, lo más noble, lo más realmente divino-, tiene que ser rehabilitado.
-¿Y cómo, y cómo?
-Para desterrar la idea de que el amor es cosa afrentosa, es preciso un cambio radical en la pedagogía. ¡Es indispensable que en la escuela se enseñe a los niños lo augusto, lo sagrado de ese instinto! Hay que hacer sentir al niño la belleza de las leyes universales de la creación, la transcendencia del misterio sexual, su poderosa poesía... ¿No se va usted a incomodar?
-No señor. Considéreme usted como a uno de esos niños que en la escuela han de aprender todas esas cosas.
-En el momento en que se inicie a la niñez en tan graves problemas habremos destruido el imperio del sacerdote sobre la mujer.
-¡Háblale tú de eso a Linita! -explotó Polilla-. El ciego fanatismo colocó a mi lado a dos sotanas, para hacerla monja contra su voluntad. Y si ella no tiene tanta fuerza de ánimo, a estas horas está rezando maitines. Y si (séame permitido ufanarme) no me encuentro yo allí, a su lado...
-Vamos, uno de tantos crímenes ocultos -asintió Aparicio.
-Eso... Pero, otra pregunta -me atreví a objetar-: ¿No envuelve cierta dificultad para el maestro esa explicación científica hecha a los chicos de la escuela de la... de la...
-Todo está previsto. Lo explico detalladamente en uno de mis libros, que aún no ha visto la luz. ¡Tendré el honor de dedicárselo a usted!, a su espíritu comprensivo, elevado... Verá usted allí... La explicación se verifica por medio de ejemplos tomados de la vida vegetal. ¡Oh! Conviene que la demostración se haga con mucho tacto...
¡Titubeó de pronto y enrojeció!
-Quiero decir, con arte... con dignidad... presentando, verbigracia, las plantas fanerógamas... Del grano de polen, de los estigmas de las flores, se irá ascendiendo a las especies animales... Y, basándose en ello, hay campo para demostrar la ley de sacrificio y de belleza que envuelve la procreación...
-¿De modo que los animales realizan sacrificio...?
-¡Cuidado, Hilario! -precavió Polilla-. A fuerza de inteligencia, Lina es terrible... Un espíritu crítico: a todo le encuentra el flaco...
-La convenceremos... El que conserva y propaga la vida, se sacrifica, señorita, es evidente. Más sacrificio hay en unirse a un hombre, que en recluirse en un monasterio.
-Voy creyéndolo.
-¡Una prosélita como usted! -se extasió Aparicio-. ¡La mujer, atraída a nuestra causa! Y es más: el conocer plenamente la ley de la vida, disminuirá la emotividad nerviosa de la mujer. Todos los males que ustedes sufren, proceden de ideas erróneas, del prejuicio religioso del pecado, del absurdo supuesto de que es una vergüenza...
-¿Qué? -auxilié, candorosa.
-Nada... El amor -rectificó segundos después.
Desplegué una habilidad gatesca para animarle a que se expresase sin recelo. Cuanto más recargaba, mostrábame más persuadida. A mi vez, tomé la palabra, manifestando el anhelo de consagrarme a algo grande, singular y digno de memoria. Este deseo me había atormentado, allá en mi retiro, cuando de ninguna fuerza disponía. Ahora, con la palanca que la casualidad había puesto en mis manos, creía poder desquiciar el mundo... Si alguien me dirigía, me auxiliaba, me prestaba ese vigor mental de que carecemos las mujeres... Supe, con suavidad, hacerle creer que de él esperaba el favor. Yo aportaba lo material, pero mi materia pedía un alma...
Polilla temblaba de júbilo.
-¡Ya lo decía yo! ¡Si tenía que ser! Estabas preparada... ¡Cometieron contigo la injusticia... y la injusticia clama por la venganza y por el acto redentor! ¡Con qué gozo lo veré, desde mi rincón, porque, viejo y pobre, no puedo más que admirarte! ¡Para la juventud son los heroísmos! ¡Lina, Lina!
Anochecía, y empezaba a parecerme pesado el bromazo. La brillantina del proco apestaba y me cargaba la cabeza.
-Voy a dejarles a ustedes en la plaza de Oriente, donde hay tranvía -avisé-. Me agradaría que don Hilario continuase enterándome de sus teorías, que no entiendo bien aún. ¿Por qué no se va usted mañana a almorzar conmigo, don Antón, y el señor Aparicio le acompaña?
-Hija mía -repuso el erudito-, yo no tengo más remedio que volverme mañana a Alcalá. Ya sabes que mi menguado modo de vivir es el destinito en el Archivo...
¡Corriente! Conozco el secreto de esas vidas sin horizonte, que se crean un círculo de menudos deberes y de hábitos imperiosos, tiranos. Por otra parte, me conviene que desaparezca Polilla y me deje en el ruedo frente a frente con el proco.
-A usted le espero... -insinúo, estrechando la mano, tiesa y rígida en la cárcel de los guantes.
Se confunde en gratitud...
-¡A la una! -insisto, al soltarles en la acera.
- IV -
editarChoque, con Farnesio, cuando se entera de que tengo invitado a almorzar a un hombre desconocido, una nueva relación.
Planteo la cuestión resueltamente.
-Amigo mío, le quiero a usted muy de veras, no lo dude, pero pienso hacer mi gusto.
-Vas a desacreditarte... Serás la fábula de Madrid.
-Nadie me conoce en Madrid, Farnesio. Que soy la heredera de doña Catalina Mascareñas, lo saben los cuatro amigos rancios de... mi tía; amistades que no he querido continuar. Mi tía se había obscurecido bastante en los últimos años. Madrid me ignora, como ignoro yo a Madrid. En Alcalá me conocen... Pero, ¿qué importa Alcalá? Cuando yo vegetaba allí, entre viejos, en la antesala del claustro, ¿qué dueña ni qué rodrigón me han puesto ustedes para guardarme? He decidido vivir como me plazca.
Farnesio me oye, amoratado de enojo.
-He cumplido mi deber. No puedo ir más allá...
-¿Quiere usted, de paso que sale, disponer que pongan los dos cubiertos en la serre?
Y recalco lo de los dos cubiertos, porque, a veces, Farnesio almuerza conmigo, y no es cosa de que hoy se me instale allí, de vigilante. Me reservo la libertad de mi tête-à-tête.
El proco, más que puntual. Se adelanta una hora justa. A las doce, ya el gabinete hiede a brillantina. Yo no me presenté hasta un cuarto de hora antes de la señalada, vestida de gasa negra con golpes de azabache, mangas hasta el codo y canesú calado, y las manos, cuidadísimas, endiamantadas, sin una piedra de color. Al saludarle observé que estaba volado. Anestesié su vanidad con excusas y chanzas, y tomé su brazo para pasar a la serre, donde era una coquetería la mesita velada de encaje, centrada de rosas rojas, servida con Sajonias finas, y sombreada por los flábulos de una palmera lustrosa. De puro emocionado, Aparicio no acertaba a deglutir el consommé. Evidentemente recelaba comer mal, verter el contenido de la cuchara, manchar el mantel, tirar la copa ligera donde la bella sangre del burdeos ríe y descansa. Y estaba alerta, inquieto, sin poder gozar de la hora. Para él, yo soy una dama del gran mundo... (De un mundo que no he visto, pero que no me habrá de causar ni cortedad ni sorpresa cuando llegue a verlo.)
Me dedico a serenar el espíritu del intelectual, y alardeo de admiración, de cierto respeto, de cordialidad amena y decente. Con la malicia retozona que siempre tengo dispuesta para Polilla, me entretengo en representar este papel fácil, hecho. Doy al proco un rato de deliciosa ilusión. ¿No es la ilusión lo mejor, lo raro?
El café, las mecedoras, ese momento de beatitud, en que la digestión comienza... Él, ya a sus anchas, acerca su silla un tanto, y yo no alejo la mía. Estoy de excelente humor, y no percibo ni rastro de esa emotividad que, según Aparicio, caracteriza a la mujer. Mi corazón se encuentra tan tranquilo como un pájaro disecado.
-Lina... -se atreve él-, no puede usted figurarse...
-Vamos -calculo-, es el momento... Se decide...
-No puede usted figurarse... -insiste-. Hay cosas que, realmente, tienen algo de fantástico, de irreal... Cómo había de imaginarme yo que... que...
Se adivina lo que añade don Hilario, y se devana fácilmente el hilo de su discurso. Así como se presume mi respuesta, ambiguamente melosa y capciosa. Después de las primeras cucharadas dulces, sitúo mis baterías.
-Hilario, entre usted y yo no caben las vulgaridades de rúbrica... Somos seres diferentes de la muchedumbre. Y nos hemos acercado y nos hemos sentido atraídos, por algo superior a la... a la mera atracción del... del sexo. ¿Me equivoco? No, no es posible que me equivoque. Aquí estamos reunidos para tratar de una idea salvadora...
-Para eso... y para algo quizás mejor -objeta él, soliviantado.
-¿No habíamos quedado en que el amor era un sacrificio?
-Según... según -tartamudeó-. Lina, hay horas en que olvida uno lo que piensa, lo que diserta, lo que escribe. La impresión que se sufre es de aquellas que... ¡Sea piadosa! ¡No me obligue a recordar ahora mi labor dura, incesante, mi acerba lucha por la existencia!
-Sí, recordémosla -argüí-, pues aquí estoy yo para que fructifique. Ese es mi oficio providencial. Poseo una fortuna considerable, y usted me ha enseñado cómo invertirla.
Hizo un gesto, como si el hecho fuera desdeñable, mínimo.
-No, si adivino su desinterés. Me he adelantado a él. La fortuna no será para nosotros: entera se consagrará al triunfo de los ideales. Ni aun la administraremos. Eso se arreglará de tal manera, que ni la más viperina maldad pueda atribuirnos, y a usted sobre todo, vileza alguna. Nosotros, unidos libremente, claro es, renunciaremos a todo, viviremos de nuestro trabajo, en nuestro apostolado... ¡Qué divertido será! ¿Por qué se queda frío, Aparicio...? ¿No he acertado? ¿Es una locura de mujer entusiasta? ¿No es eso lo que usted pretendía, la realización de su ensueño?
-Sí, sí... Es que, de puro esplendoroso, así al pronto, el plan me deslumbra... Déjeme usted respirar. ¡Es tan nuevo, tan inaudito lo que me pasa! ¡Desde ayer creo que vivo soñando y que voy a despertarme rodeado, como antes, de miseria, de decepciones! ¡Que se me aparezca el ángel de salvación... y que tenga su forma de usted! ¡Una forma tan hermosa! Porque es usted hermosísima, Lina. No sé lo que me pasa...
-Cuidado, Aparicio -y simulo confusión, rubor, trastorno-, no perdamos de vista que el objeto... el objeto...
La brillantina se me acerca tanto, que debo de hacer una mueca rara.
-No, no lo pierdo de vista... El objeto es la felicidad de muchos seres humanos. Si empezamos por la nuestra, cuánto mejor. Así caminaríamos sobre seguro.
-¿No es usted altruista?
-Altruista... sí... y también, verá usted... también soy Kirkegaardiano...
-¿Cómo? ¿Cómo?
-Ya, ya le explicaré a usted ese filósofo... No hay ética colectiva... La moral debe ser nuestra, individual...
-Eso me va gustando -sonreí.
-Es claro... No puede por menos. Tiene usted demasiada penetración. Y por eso, aun en nuestra obra redentora de apostolado, debemos partir de nosotros mismos.
-Y prescindir de Polilla -observo, infantilmente.
-Y prescindir de Polilla. Nosotros lo arreglaremos perfectamente. No hay que ir al extremo de las cosas. Nadie mejor que nosotros para administrar... administrar solamente, bueno... las riquezas que usted posee... y que, en otras manos, tal vez serían robadas, dilapidadas... Y en cuanto a nuestra unión... Lina, por usted... por usted, por su respetabilidad... yo me presto, yo asiento a todas las fórmulas, a todas las consagraciones... Una cosa es el ideal, otra su encarnación en lo real...
No pude contenerme. Solté una risa jovial, victoriosa. Aquel toro, desde el primer momento, se venía a donde lo citaban los capotes revoladores y clásicos. Un marido como otro cualquiera, ante la iglesia y la ley. Porque así, yo le pertenecía, y mis bienes lo mismo, o al menos su disfrute.
-No se sobresalte, Hilario... Si no me río de usted. Me río de nuestro inmejorable Polilla. Figúrese mi satisfacción. Es que le he ganado la apuesta. Aposté con él a que, a pesar de las apariencias, era usted un hombre de talento. ¡Espere usted, espere usted, voy a explicarme...! Perdóneme la inocente añagaza, la red de seda que le he tendido. Las apariencias le presentan a usted como un teórico que devana marañas de ideas, basándose en el instinto que sienten todos los hombres de exigirle a la vida cuanto pueden y de adquirir lo que otros disfrutan. Pero usted reclama todo eso para el individuo, y el individuo que más le importa a usted, es naturalmente, usted mismo. ¡Cómo no! Si dentro de las circunstancias actuales su individuo de usted puede hallar lo que apetece, ya no necesita usted modificar en lo más mínimo esas circunstancias. Ninguna falta le hace a usted la transformación de la sociedad y del mundo. Para usted el mundo se ha transformado ya en el sentido más favorable y justo... ¿Acierto?
No me respondía. Abierta la boca, fijos los ojos, más pálido que de costumbre, aterrado, me miraba; no se daba cuenta de cómo y por dónde había de tomar mi arenga. ¿Era burla escocedora? ¿Era originalidad de antojadiza dama? ¿Qué significaba todo ello?
-Acierto de fijo -adulé-. Usted, persona de entendimiento superior, tiene dos criterios, dos sistemas; uno, para servirle de arma de combate, en esa lucha recia que adivino, y en la cual derrochó usted la juventud, la salud y el cerebro, sin resultado; otra, para gobernar interiormente su existir y no ser ante sí propio un Quijote sin caballería... y sin la gran cordura de Don Quijote, ¡que a mí se me figura uno de los cuerdos más cuerdos! Vuelvo a preguntar. ¿Me equivoco?
-En varios respectos... -barbotó indeciso-, no... Todo eso... Mirándolo desde el punto de vista... Sin embargo... ¿Por qué...?
-Atienda, Hilario... Yo veo en usted a un hombre superior, que patrulla en un pantano donde se le han quedado presos los pies. Le saco a usted de ese pantano... con esta mano misma.
Se la tendí. Resucitado, enajenado, besó los diamantes, a topetones, y los dedos, ansioso.
-Le saco del pantano. Créame. Va usted a donde debe, al Congreso, al Ministerio, a las cimas. Y acepta usted cuanto existe, desde el cedro hasta el hisopo. Como que, dentro de usted, aceptado estaba. ¡Ni que fuera usted algún sandio! ¿Conformes? Si yo se lo decía a don Antón: «Seré su ninfa, su Egeria... si resulta que tiene talento, a pesar de semejantes teorías y semejantes libros...». ¿Digo bien? Pues a obedecerme...
Hizo una semiarrodilladura.
-Me entrego a mi hada...
Cuando se fue -obedeciendo a una orden, porque su brillantina ya me enjaquecaba fuertemente- sentí algo parecido a remordimiento. Y escribí a Polilla algunos renglones; esto, en substancia: «Cuando necesite Aparicio protección, dinero, avíseme usted. Y así que pueda, y me haga amiga de algún personaje político, he de colocarle, según sus méritos, que son muchos. Tiene facultades extraordinarias... Agradezco a usted altamente que me haya facilitado conocerle...».
Llamé a un criado.
-Esta carta al correo. Y cuando vuelva este señor que ha almorzado aquí, que le digan siempre que he salido.