Dulce sueño de Emilia Pardo Bazán
Capítulo V

Capítulo V

Intermedio lírico


Llego a Madrid de sorpresa, y la alarma de Farnesio es indecible.

-¿Pero qué ha sucedido? ¿No te encontrabas bien? ¿Algún disgusto?

-Nada... Convénzase usted de que yo estoy donde me lo dicta mi antojo.

-Es que tu tío me escribió que te quedarías con ellos hasta el otoño, y que ibais a dar una vuelta por Biarritz y París.

-Esos eran sus planes. Los míos fueron diferentes.

La cara de don Genaro adquirió una expresión de ansiedad tal, como si viese abrirse un abismo.

-¿De modo que... lo de José María...?

Hice con los dedos el castañeteo elocuente que indica «Frrrt... voló».

Violento en la mímica, por su origen italiano, Farnesio se cogió la cabeza con ambas manos, tartamudeando:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué va a pasar aquí!

-¡Nada! -respondo al tuntún, puesto que en sustancia desconozco lo que puede pasar, aunque sospecho por dónde van los terrores de mi... intendente.

-¡Sea como tú quieras! -suspira desde lo hondo don Genaro.

-Así ha de ser... Oiga usted: es preciso remitir hoy mismo a mi prima Angustias, los pendientes y el broche de esmeraldas que fueron de mi... de mi tía, doña Catalina, que en gloria... ¡Ah! Deseo preguntar por teléfono al conserje del Consulado inglés si pueden encargar para mí a Inglaterra una buena doncella, lo que se dice superior, sin reparar en precio. Lo mejor que se gaste. Propina fuerte para el intermediario...

-Ya me parecía a mí que la tal francesita... ¡Qué fresca! Bien me lo avisó Eladia... Hasta a mí me hacía guiños... Tuve que tomar con ella un aire... ¿Dónde se ha quedado semejante pécora?

Sonrío y me encojo de hombros.

-Llegará en el tren de la tarde con mis baúles. Me hace usted el favor de ajustarle la cuenta, gratificarla y despacharla. Es que deseo practicar un poco el inglés.

A solas, repantigada en mi serre diminuta, recuerdo el breve episodio granadino. No para exaltar mi indignación contra lo demás, sino para zampuzarme en mí misma. ¿Cómo me dejé arrastrar por el instinto? Al rendirme -porque moralmente rendida estuve- a un quidam, pues José María no es un infame, como diría una celosa, pero es el primero que pasa por la acera de enfrente -yo también me conduje como cualquiera... ¿Fue malo o bueno ese instinto que por poco me avasalla? Quizás sea únicamente inferior; una baja curiosidad. ¿Y no hay más amor que ese?

Si eso fuese amor, yo me reiría de mí misma, y con tal desprecio me vería que... Y si fuesen celos, la repugnancia que me infunde la hipótesis de Octavia abrochándome mi collar de perlas, de su mano rozando mi piel; si fuesen celos estos ascos físicos, me encontraría caricaturesca. De todos modos, he descubierto en mí una bestezuela brava..., a la cual me creía superior. A la primer mordida casi entrego mi vida, mi alma, un porvenir, a cambio...

¿A cambio... de qué? ¿De qué, vamos a ver, Lina?

¡Es gracioso, es notable! Lo ignoro. Nada, que lo ignoro. ¿Será ridículo? ¡Pues... lo ignoro, ea!

Soy una soltera que ha vivido libre y que no es enteramente una chiquilla. He leído, he aprendido más que la mayoría de las mujeres, y quizás de los hombres. Pero ¿qué enseñan de lo íntimo los libros? Mis amigos de Alcalá han tenido la ocurrencia de llamarme sabia. ¡Sabia, y no conozco la clave de la vida, su secreto, la ciencia del árbol y de la serpiente!

¡De esas analfabetas que en este momento atravesarán la calle; modistuelas, criadas de servir, con ropa interior sucia y manos informes..., pocas serán las que, a mi lado, no puedan llamarse doctoras! Y lo terrible para mí, lo que me vence, es el misterio. ¡Mi entendimiento no defiende a mi sensitividad; ignoro a dónde me lleva el curso de mi sangre, que tampoco veo, y que, sin embargo, manda en mí!

Cierro los ojos y vuelvo a oír el balbuceo de José María, que halaga, que sorbe golosamente mis párpados con su boca...

-¡Sangresita mía...!

¡Ah! ¡Es preciso que yo indague lo que es el amor, el amor, el amor! Y que lo averigüe sin humillarme, sin enlodarme. ¿Pero cómo?

¿Adquiriendo ciertas obras? Entre lo impreso y la realidad hay pared. ¿Disfrazándome a lo Maupín...? No, porque, yo no busco aventura, sino desengaño. Quiero viajar, y antes, como se traga una medicina, tragar el remedio contra las sorpresas de la imaginación.

Asociando la idea de la lección que deseo a la de una droga saludable, me acude la memoria de una lectura, la del Médico de su honra. La intervención del doctor en un asunto de honor y celos; la ciencia médica como solución de los conflictos morales, me había sorprendido. No podía ser un verdugo cualquiera el que «sangrase» a doña Mencía de Acuña, sino Ludovico, el médico. Y evocaba también a los personajes y reyes que del médico se sirvieron en críticos trances, para las eficaces mixturas deslizadas en un plato o en una copa... El médico, actor en el drama físico, como el confesor en el moral...

El médico... ¿Pero cuál? Doña Catalina había tenido varios: algunos, eminentes; otros, practicones. Ninguno de ellos, sin embargo, me pareció a propósito para recurrir a su ciencia. ¡Ciencia! Me reí a solas. ¡Si eso lo sabe el mozo del café de enfrente, el tabernero de la esquina! ¡Vaya una ciencia, la de la manzana paradisíaca...!

Supuse, no sé por qué, que la explicación me sería más fácil con un doctor desconocido del todo. Decidí fiar a la casualidad la elección del que había de batirme las cataratas. Y una tarde salí al azar, recordando unas señas, un anuncio, leído la víspera en un diario. No eran señas de especialista -¡oh, qué anticipada repugnancia!- sino de quien solicita clientela; probablemente, un joven... En tranvía, luego a pie, hago la caminata. Calle retirada, casa mesocrática, portera de roja toquilla. He aquí el templo de los misterios eleusiacos...

Trepo al tercero, con honores de segundo, en que vive tanta gente de medio pelo. Una cartela de metal -Doctor Barnuevo, de tres a cinco...-. La suerte me protege; no hay nadie en la consulta. Es probable que esta suerte frecuente la antesala del doctor Barnuevo...

Una criada moza, lugareña, me hace entrar; el médico me mira impresionado por mi aspecto de mujer elegante, vestida en París, que lleva un hilo de perlas medio escondido bajo la gola de la blusa. Todo esto, quizás no lo analiza el doctor al pronto, pero lo nota en conjunto; y, respetuoso, me adelanta una silla.

El doctor es todavía joven, efectivamente, pero calvo, precozmente decaído, de sonrisa forzada, de ojos entristecidos, de barba obscura, en que ya hay sal y pimienta. Se le nota la juventud en los blancos dientes, en la voz, en todo -a pesar del desgaste y de la fatiga tan visibles-. Inicia un interrogatorio.

-No, si no padezco de nada... Vengo a pedirle a usted un servicio... extraño. Muy grande.

Una zozobra, un recelo repentino, hacen que se enrojezca un poco la tez de marchita seda del doctor. Sonrío y le tranquilizo.

-Señora...

-Señorita...

-Bien, pues señorita...

-No se trata sino de que usted me explique algo que no entiendo...

Y me explayo, y manifiesto mi pretensión y la razono y la apoyo y argumento: es probable que me case pronto, es casi seguro...

-¿Quién se puede comprometer a lo que desconoce? ¿No lo cree usted así, doctor? Y de estas cosas no se habla tranquilamente con un novio... ¿A que soy la primera mujer que dirige a un médico tal pregunta?

En la sorpresa de Barnuevo creo percibir una especie de admiración. Insisto, intrépida, redoblando sinceridades. Refiero lo de Granada sin muchas veladuras. Y, según crece mi franqueza, en el espíritu del médico se derrumban defensas. Voy apoderándome de él.

-No sé si lo que usted me pide es bueno o malo... De fijo es singular...

-Arduo, ¿por qué? Malo, ¿por qué? ¿Es usted un esclavo del concepto de lo malo y lo bueno? Nosotros, a nosotros mismos, nos cortamos el pan del bien; nosotros nos dosificamos el tósigo del mal.

-Seguramente es usted una señora...

-¡Señorita!

-¡Ah, claro! ¡Naturalmente! -sonrió-. Una señorita excepcional. Por eso me prestaré a lo que usted quiera. ¿Hasta qué límite han de llegar mis lecciones?

-Hasta donde empieza mi decoro... el mío, entiéndame usted bien, el mío propio, no el ajeno. Y mi decoro no consiste en no saber cómo faltan al decoro los demás. El límite de mi decoro no está puesto donde el de otras; pero, en cambio, es fijo e inconmovible; creo que usted, doctor, entiende a media palabra.

Abozalada así la fatuidad inmortal del varón, avancé con más desembarazo.

-Alguna observación personal, señor Barnuevo, ha sustituido ya en mí a la experiencia... que acaso no tendré nunca.

-Debo advertirle a usted que la experiencia, en la plena acepción de la frase, es algo quizás insustituible... al menos en este terreno que pisamos. Todas mis... enseñanzas, no romperán cierto velo...

-Puede que sea así; pero ya, al través de ese velo, la verdad resplandece. ¡Si casi diría que ha resplandecido, aun antes de oír sus doctas explicaciones de usted! Permítame, doctor, que le entere de lo que he percibido yo, profana... Pues he notado que el sentimiento más fijo y constante que acompaña a las manifestaciones amorosas es la vergüenza. ¿Me equivoco?

-No le falta a usted razón... ¡Es una idea...!

-¿Y no encuentra usted que esa vergüenza tan persistente, tan penosa, tan humillante, es como una sucia mosca que se cae en el néctar de la poesía amatoria y lo inficiona, y lo hace, para una persona delicada, imposible de tragar?

-Señor... ita, ¡hay quien no conoce ni de nombre la vergüenza! -arguyó festivo.

-¡Ay, doctor, voy a contradecirle! Perdone; en cuanto me explique, usted va a estar conforme, porque es más observador que yo, pobrecilla de mí... Excepto algún caso que será ya morboso, esta dolorosa vergüenza no se suprime ni en medio de la abyección. Se ocultará bajo apariencias, pero existe, y a veces ¡se revela tan espontánea!

-¡Pues lo confieso! -asintió-. ¡Hay cinismos, en ciertas profesiones, que no son sino vergüenza vuelta del revés!

-¿Y eso, no significa...? Doctor, ¿se avergüenza nadie de lo hermoso?

-La función, señorita, no será hermosa; pero es necesaria. Por necesaria, la naturaleza la ha revestido de atractivo, la ha rodeado de nieblas encantadoras. La especie exige...

-Yo no quiero nada con la especie... Soy el individuo. La especie es el rebaño; el individuo es el solitario, el que vive aparte y en la cima. Y, a la verdad, me previene en contra esa vergüenza acre, triste, esa vergüenza peculiar, constante y aguda. Por algo pesa sobre ello la reprobación religiosa; por algo la sociedad lo cubre con tantos paños y emplea para referirse a ello tantos eufemismos... No se coge con tenacillas lo que no mancha.

-Tal vez hipocresía... Usted, señorita, antes de entrar en los infiernos adonde voy a guiarla, ¡acuérdese del paraíso! ¡De la maternidad! ¡La sagrada maternidad!

Una ironía cruel me arrancó una frase, cuyo alcance el doctor no pudo medir.

-¡También yo he tenido madre... madre muy tierna!

El médico, de una ojeada, me escrutó.

-¿Está usted de prisa?

-Nadie me aguarda...

Tocó un timbre, y la criada lugareña se presentó, clavándome unos ojuelos zaínos, de desconfianza.

-Cipriana, no estoy en casa. Venga quien venga, que no entre.

Se acerca a sus estantes, hace sitio en la mesa, trae un rimero de libros gruesos, en medio folio. Empieza a volver hojas. Los grabados, sin arte, sencillos en su impudor, atraen y repelen a la vez la mirada. La explicación, sin bordados, escueta, grave, es el complemento, la clave de las figuras. Bascas y salivación me revelan el sufrimiento íntimo; el médico, a la altura de las circunstancias, sin malicia, sin falsos reparos, enseña, señala, insiste, cuando lee en mis turbias pupilas que no he comprendido.

A veces, la repulsión me hace palidecer tanto, que interrumpe, me da un respiro y me abanica con un número de periódico...

¡Qué vacunación de horror! Lo que más me sorprende es la monotonía de todo. ¡Qué líneas tan graciosas y variadas ofrece un catálogo de plantas, conchas o cristalizaciones! Aquí, la idea de la armonía del plan divino, las elegancias naturales, en que el arte se inspira, desaparecen. Las formas son grotescas, viles, zamborotudas. Diríase que proclaman la ignominia de las necesidades... ¿Necesidades? Miserias...

-Siento náuseas -suspiro al fin. ¿A dónde cae esta ventana, doctor?

-A un patio interior... No soy rico... Mi sueño sería tener mi jardín del tamaño de un pañuelo... Espere usted, abriremos la puerta...

De mi saco de malla entretejida con diamantitos, extraigo el frasco de oro y cristal de las sales. Respiro.

-Adelante... El mal camino, andarlo pronto...

-Creo, señorita, que está usted haciendo una locura. Tengo escrúpulos.

Adelante he dicho... No va usted a dejarme a la mitad de la cuesta.

Y me acerco al libro, rozando el brazo de este hombre que no es viejo, ni antipático, y con el cual me siento tan segura, como pudiera estarlo en compañía del sepulturero.

Él vuelve a echar paletadas de tierra más fétida. Agotadas las láminas corrientes, vienen otras, y tengo que reprimir un grito... También son de colores... ¡Qué coloridos! ¡Qué bermellones, qué sienas, qué lacas verduscas, qué asfaltos mortuorios! ¡Qué flora de putrefacción! ¡Y el relieve! ¡Qué escultor de monstruosidades jugó con sus palillos a relevar la carne humana en asquerosos montículos, a recortarla en dentelladuras horrendas!

-Esto está mal -insiste Barnuevo, cerrando un álbum de espantos-. ¡Me estoy arrepintiendo, señorita!

-¡Doctor, lo que usted siente, y yo también, no es sino la consabida vergüenza! ¡Vergüenza, y nada más! Nos avergonzamos de pertenecer a la especie. ¡A beber el cáliz de una vez! ¿Falta algo, doctor...? No omita usted nada. ¿Las anormalidades?

-¿También eso?

-También.

-¡Qué brutalidad... la mía!

-La mía, si usted quiere. Pronto, por Dios, señor de Barnuevo.

Y se descubre el doble fondo de la inmundicia, en que la corrupción originaria de la especie llega a las fronteras de la locura; las anomalías de museo secreto, las teratologías primitivas, hoy reflorecientes en la podredumbre y el moho de las civilizaciones viejas; los delirios infandos, las iniquidades malditas en todas las lenguas, las rituales infamias de los cultos demoníacos...

Por mis mejillas ruedan lágrimas, que me salvan de un ataque nervioso. El doctor, conmovido, interroga:

-¿Basta?

-Basta. Deme usted la mano, con...

Él encuentra la frase delicada y justa.

-Con el sentimiento más fraternal.

-¡Y quién podrá jamás cultivar otro! -grito, en un arranque-. Doctor, debo a usted gratitud... Permítame... que no le envíe nada por sus honorarios.

-No voy para rico, señorita; tengo mala suerte en mi profesión... ¡Pero si usted me enviase algo..., créame que soy capaz de... no sé..., de sentir mayor vergüenza aún, de esa que a usted tanto la mortifica! ¡Y de llorar... como usted!

-¿No aceptaría usted un retrato mío? ¿Para acordarse de una cliente tan... insólita?

-¡Siempre me acordaría...! El retrato lo espero con ansia. Y perdón, y... nada de vergüenza. ¿Puedo ofrecerla un sorbo de Málaga? Está usted tan desencajada... Acaso tenga fiebre.

-Gracias... Se me hace tarde.

Era uno de esos anocheceres rojizos, cálidos, de la primavera madrileña. Al llegar a las calles concurridas, el gentío me hostigaba con contactos intolerables. Me codeaban. Sentí impulsos de abofetear. Corrí, huyendo de las vías céntricas. Me encontré en el paseo de la Castellana, donde empezaban a encenderse los faroles. El perfume de las acacias exasperaba mi naciente jaqueca. Ni me daba cuenta de lo imprudente de pasear sola, a pie por un sitio que iba quedándose desierto, con un hilo de perlas sobre el negro traje. Un coche elegante cruzó, con lenta rodadura. El cochero me miraba. Comprendí.

-¿Puede usted llevarme a casa?

-Suba la señora...

La portezuela estaba blasonada, el interior forrado de epinglé blanco, y olía a cuero de Rusia. ¡Qué chiripa, haber dado con un cochero particular que se busca sobresueldo! Un simón me sería insufrible, hediondo...

En casa, me bañé, me recogí... La frescura de las sábanas me desveló. El ventilador eléctrico, desde el techo, me enviaba ondas de aire regaladamente frío. Mi calentura aumentaba. Después he comparado mi estado físico al de una persona que asiste por primera vez a una corrida de toros. Toda la noche estuve volviendo a ver los grabados, y abochornándome de haber nacido. He aquí lo que sugerían los árboles viejos de la Alhambra, el romanticismo del agua secular en que se disolvieron lágrimas de sultanas transidas de amores, la gentileza de los zegríes, el olor de los jazmines, el enervamiento de las tardes infinitas, el cántico de los surtidores y el amargor embrujado de los arrayanes.

Y dando vueltas sobre espinas, repetía:

-¡Nunca! ¡Nunca!