Dulce sueño
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo II

Capítulo II

Lina


¡Como una bomba, el notición! Cuando traen el telegrama, estoy aseando mi cuartito, porque mi única sirviente apenas sabe pasar una escoba antipática, abarquillada de puro vieja. Desgarro el misterio del cierre, extraigo, y leo: «Ha fallecido repentinamente tía Catalina. Tú, instituida heredera universal. Vente. Farnesio».

¡Tía Catalina! ¡Yo su heredera única! Y ni siento vértigo, ni tampoco efusión de gratitud. Lo encuentro curioso; la extrañeza vence. ¿Por qué me instituye heredera la que en vida me pasaba una miseria de pensión, no perdonaba medio de inducirme a que fuese monja, y me tenía relegada al destierro de Alcalá de Henares? Me prometo averiguarlo, aunque sé que los muertos se llevan consigo la verdadera clave de sus actos (por lo cual me río de la historia).

Mi viaje a Madrid se arregla pronto. Respondo al telegrama de Farnesio, me pongo el vestidito negro de paño, la toca de fieltro, felizmente, negra también, y, a pie, por la pulcra acera enladrillada, me dirijo a la estación. El tren pasará a las siete. Me siento en un banco, ante la puerta de la sala de espera; no se oyen ruidos; una acacia, muy cerca, columpia su ramaje, desprendiendo hojuelas doradas; una chiquilla mocosa, chata y curtida, me observa como si me fuese a retratar. Por primera vez me doy cuenta de que soy opulenta, poderosa. Revuelvo en mi saco de gamuza marrón, usado y de rota cadenilla, y alargo a la chica una peseta. La mira, me mira, y, escamada, suponiendo burla, en vez de tomarla, echa a correr. La riqueza asusta, por lo visto...

Iré en primera, por primera vez. Voy sola. El departamento está rancio de carbonilla y olores viejos de comidas grasientas. Los vidrios, embutidos y crujientes de porquería, no se abren sin esfuerzo titánico. Me siento, eligiendo un cojín que no esté salpicado de manchas equívocas.

¿Viajan así los ricos? ¡No vale la pena! Yo me procuraré el mejor auto... Y, al mismo tiempo que hago esta reflexión, se me ocurre otra, y un sudor frío me rezuma en la sien. ¿No podría el telegrama ser broma de un chusco? Paso tan mal cuarto de hora, porque si la cosa no es verosímil, aún resulta más inverosímil lo otro. Tan grande es mi angustia que, ansiando respirar, forcejeo y logro abrir una ventanilla.

El aire entra, me consuela y me replantea en la realidad. Las márgenes del Jarama son un primor de delicadeza vegetal, un paisaje exquisito, a la sepia, porque estamos en otoño. Mimbrales delgados, cañas de idilio, marañas de arbustos de hoja ya enferma, se diluyen con tonos de acuarela en la paz rubia, en la claridad muriente de la tarde corta. Los toros pastan, apacibles. El río es una serpiente gris perla, aplastada, inmóvil.

Siento el fervorín de entusiasmo que me produce siempre lo bello. Ahora que soy rica, veré el mundo, que no conozco; buscaré las impresiones que no he gozado. Mi existir ha sido aburrido y tonto (afirmo apiadándome de mí misma). Y rectifico inmediatamente. Tonto, no; porque soy además de inteligente, sensible, y dentro de mí no hay estepas. Aburrido... menos; aburrido equivale a tonto. Sólo los tontos se aburren. Contrariado, sí, ¡oh, cuánto! Mezquino, también. Cohibido, sujeto por una mano invisible. Valdría más que me hubiesen dejado en el arroyo, descalza, porque a los dos meses de mendigar, ya no mendigo, ya he resuelto mi problema. Lo malo fue que me dieron un puñado de alpiste y las obligaciones de «señorita decente». Arrinconada, sólo pude vegetar... Rectifico otra vez: ha vegetado mi cuerpo; que mi espíritu, ¡buenas panzadas de vida imaginativa se ha dado!

Entregada a mí misma, en un pueblo decaído, pero todavía grandioso en lo monumental y por los recuerdos, no hice amistades de señoras, porque a mi alrededor existió cierto ambiente de sospecha, y no atendí a chicoleos de la oficialidad, porque, a lo sumo, podrían conducirme a una boda seguida de mil privaciones. Mis únicos amigos fueron dos canónigos, encargados de catequizarme para el monjío, y un viejecito maniático, muy volteriano, y muy simple, don Antón de la Polilla, que desde luego se declaró abogado del diablo, contando horrores de los conventos, cuando no estaban delante los que él llamaba el Inquisidor mayor y el menor, y aun a veces en su misma cara. Yo no le hacía caso sino cuando hablaba de historia y de antigüedades; en este terreno, algunas veces recobra el sentido común, prenda desde tiempo atrás perdida. De los dos canónigos catequistas, uno, el pobre Roa, murió tres años hace, el otro, el Magistral, es C. de varias Academias, y sospecho que tiene escritas muchas cosas que nunca verán la luz, a no ser que ahora, siendo yo millonaria... La biblioteca del señor Carranza me la he zampado; por cierto que encierra muy buenos libros. Así es que estoy fuertecita en los clásicos, casi sé latín, conozco la historia y no me falta mi baño de arqueología. Carranza lamenta que haya pasado el tiempo en que las doctoras enseñaban en la Universidad Complutense. Se consolaría si yo fuese una de esas monjas eruditas, cuyos retratos grabados las representan pluma de ganso en mamo, tintero al margen, y sobre el fondo de una librería de infolios de pergamino.

Por haber tenido yo la curiosidad de leer algunos manuscritos del Archivo, las hijas del juez, que son las lionnes de Alcalá, y que me tienen tirria, me han puesto de mote la Literata. ¡Literata! No me meteré en tal avispero. ¿Pasar la vida entre el ridículo si se fracasa, y entre la hostilidad si se triunfa? Y además, sin ser modesta, sé que para eso no me da el naipe.

Literatura, la ajena, que no cuesta sinsabores... ¡Cuánto me felicito ahora de la cultura adquirida! Va a servirme de instrumento de goce y de superioridad.

En la estación me aguarda Farnesio, don Genaro Farnesio en persona, con cara lúgubre y circunstancial. Se sorprende y hasta me figuro que se indigna ante mis ojos secos, deshinchados y brillantes, mi aplomo de heredera franca, que no se tampona la faz con el pañuelo, ni se suena cada tres minutos.

-¿Qué dices de esto? -suspira hondamente al cogerme las manos.

-¿Qué he de decir? -contestó-. ¡Pobre tía! Que le llegó la suya.

Un lacayo correcto recoge mi humilde saco, me precede respetuoso, y, alzando el enlutado sombrero de librea, abre la charolada portezuela de una berlina, acolchada como un estuche de joya. Es mi berlina, es mi lacayo. ¡Qué sensación punzante! Lo que no pudo el anuncio del fortunón, lo puede el detalle de conforte y lujo... Cerrando los ojos, me reclino. Farnesio entra y da una orden. Arrancamos, al elástico trote de los bayos fogosos.

El intendente de doña Catalina me mira a hurtadillas, me estudia. Don Genaro Farnesio es esa persona «de toda confianza» que surge indefectiblemente al margen de las señoras viudas y con caudal. Mestizo de amigo y administrador, misterioso y enfático, don Genaro Farnesio pasa por mejor enterado de lo que atañe a la casa de Mascareñas, ¡retumbante apellido!, que su dueña lo estuvo nunca. Es el duende familiar del palacio ya mío, y su actitud cautelosa y la mirada que siento apoyarse sobre mi perfil, sin duda tienen por origen la zozobra egoísta: «¿Habrá cambio de ministerio? ¿Perderé la breva disfrutada tantos años?».

Llegamos... En el momento de bajarme en el zaguán y de cuadrarse el solemne portero -de levitón largo, cara lunar entre dos chuletas negras bien lustradas- ante la soberana nueva, recuerdo las pocas veces que he venido aquí, siempre acuciada por fon Genaro para que me reintegrase a Alcalá cuanto antes. Me asalta otra vez la inquietadora extrañeza. ¿Por qué me lega sus millones la que casi no me ha visto? Evoco memorias.

Cuando era introducida a la presencia de doña Catalina Mascareñas y Lacunza, viuda de Céspedes, medio se alzaba del sillón; las mejillas se le encendían, bajaba los ojos, como para no verme, y con voz un poco ronca me preguntaba:

-¿Cómo te va, Natalia? ¿Qué tal de salud?

-Muy bien, tía...

-¿Careces de algo? ¿Te falta alguna cosa, vamos, para tu vida?

-No señora -respondía, mortificada y altanera-. Tengo lo suficiente.

-¿Eres buena? ¿Te portas bien?

-Se me figura que sí...

Brevemente, como deseosa de cortar la conferencia (tres fueron en once años) la señora se levantaba, abría un armario, revolvía en él un poco, y me ponía en las manos un objeto, diciendo: «Para ti». La primera vez, un rosario de oro y perlas barrocas; la segunda, un reloj-saboneta de esmalte; la tercera, una sortija-semanario, de ensaladilla. Este último regalo me gustó mucho. No he tenido otra joya, y por las joyas siento pasión magdalénica.

-Bueno, bueno -farfullaba la señora al murmurar yo las gracias-. Cuidado, no nos des disgustos...

Farnesio, presente a la entrevista, me hacía seña. «Adiós, tía Catalina...».

-Adiós, hasta la vista, Natalia, avisa si te ocurre algo... -Y me retiraba, con la cabeza gacha y el andar tímido, oblicuo, de los parientes pobres, de los protegidos humillados.

-¡Ahora!

Hinco la planta en la alfombra que trepa por la escalinata de mármol, con la energía violenta de una toma de posesión. Farnesio me coge por la muñeca, y, en voz baja, balbuciente:

-¿Quieres verla?

Me escalofrío como si me soplasen en los abuelillos del cogote... ¡Verla! ¡Está de cuerpo presente! ¿Y qué? ¡No me conviene mostrarme pueril, ni medrosa!

-Voy. Muy justo que rece un Padre nuestro.

La capilla ardiente es el salón, fastuoso y anticuado, con profusión de doradas tallas y espejos, magníficos tibores, cuadros de mérito y colgaduras de una estofa brochada que se tiene de pie. Han armado en el fondo el altar donde mañana se dirán las misas; un crucifijo de marfil lo preside; al pie del altar, entre blandones, el féretro. Las ventanas están abiertas, los cirios arden. Huele a lo que huelen las flores a la media hora de contacto con un cuerpo muerto, y cuando su aroma se mezcla con efluvios de cera y cloruro. Siento otro escalofrío chico: los ojos se me han ido directamente, atraídos sin resistencia, a la cara de la difunta, dorada al oro verde por la luz de los cirios tristes. La han amortajado con hábito del Carmen, y el cerco de la toca presta a su fisonomía una nobleza y una austeridad que en vida no tuvo. A todo el que entra en una cámara mortuoria le pasa lo que a mí: la cara del muerto imanta la vista. Dos siervas de María velan sentadas, leyendo en un libro de negra cubierta; un criado antiguo, Mateo el jardinero, de rodillas, marmonea una oración, comprimiendo sobre el pecho, con ambas manos, un sombrero blando muy raído. Las siervas, al verme, se levantan, me saludan en sordina, me acercan un almohadón rojo, para que me arrodille con comodidad. ¡Soy la heredera! Con el espíritu pegado a la tierra, murmuro rezos. Farnesio se queda en pie detrás de mí. Con esa agudeza de percepción que poseo, todo el tiempo que dura mi plegaria noto los ojos del intendente que escrutan mi nuca y mis hombros, y reprueban lo superficial de mi plática con Dios. Me incorporo, y dentro de mí zumba un acento apremiante, venido no sé de dónde. «Hay que besarla... Tienes el deber de darla un beso... Será muy feo que no se lo des...». Desoigo la voz. «Desde hoy no conozco más ley que mi ley propia...» decido, al retirarme con tranquilo paso, no sin haberme persignado e inclinado al modo ritual. Al encararme con Farnesio, noto que algo semejante al rastro de baba de un caracol espejea en sus mejillas. ¿Llanto? ¿La quería de verdad a esta señora tan pava, tan poco interesante? (En el momento actual, lo de pava será irreverente, pero ¿existen irreverencias interiores?)

-¿Mi dormitorio, mi tocador? -pregunto imperiosamente. No conozco la distribución de la vivienda; pero supongo que no se les ocurrirá indicarme la habitación donde doña Catalina exhaló su postrer aliento.

Me precede Farnesio, por ancho pasillo, hasta una estancia lujosa, como toda la casa. Me tranquilizo. Se ve que no está habitada desde hace tiempo. Ostenta aparatosa cama de ébano, con colcha de raso rosa, velada de guipur, y muebles de ébano, también macizotes.

-¿Mi doncella?

Sorprendido al pronto, parpadeó don Genaro. ¿Por qué? ¿Pues no voy a tener doncella, y también doncellas, teniendo millones? ¿Puede que crea Farnesio que he de seguir con mi maritornes alcalaína? Al fin toca el timbre, y aparece una sirvienta añeja, especie de dueña azorada, prevenida contra mí (es visible) desde antes de conocerme.

-¿Es usted la primer doncella?

-Sí, señora... Para servir a la señora.

-Llame usted a la segunda.

-No... no está.

-¿Cómo se entiende? ¿No está?

-Ha salido a recados... don Genaro sabe...

-Bueno; en lo sucesivo, no se sale sin mi autorización.

-Muy bien, señora. Yo no salgo nunca.

-Prepáreme usted un baño... ¿Habrá cuarto de baño, verdad?

-Ya lo creo.

-Ponga usted en el baño un frasco entero de colonia... ¿Habrá colonia?

-Sí, señora, sí.

-¿Y toallas finas, y jabón de violeta?

-De violeta no sé si habrá. De todos modos, será buen jabón. ¿Pediremos el de violeta a la perfumería?

-Es tarde. Estará cerrada. Es igual. Cualquier jabón. Deseo bañarme pronto.

-¿No cena la señora?

-Después del baño...

-Que te aproveche -pronunció Farnesio-. Yo no cenaré: me encuentro algo indispuesto. Mañana tenemos mucho que hablar, pero no por la mañana, puesto que... -Se le quebró el acento: sobrevino carraspera.

-Ya, ¡el entierro! -dije con naturalidad-. ¡Y yo sin manto de luto para las misas! ¿Cómo se llama usted? -pregunté vuelta hacia la dueña.

-Eladia, para servir a la señora.

-Ocúpese usted de que yo tenga manto mañana a primera hora. Y muy tupido.



- II -

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Hasta la tarde del día siguiente, no se celebró la anunciada conferencia. Todavía el salón conservaba el olor dulzaino y repulsivo de los desinfectantes y las flores, envenenadas, en descomposición, desde el punto mismo en que las depositamos sobre un cadáver. Mandé abrir las ventanas de par en par; ordené que a nadie se recibiese, pues los contados íntimos de la tía ya habían asistido a las misas, devorándome a miradas de curiosidad frenética; y recorrí la casa. Magnífica, concedido... pero apelmazada, de pésimo gusto. Ya la airearé también. Las casas envejecen con sus dueños. Daré juventud... Mi juventud, reconcentrada por el aislamiento y llena ya de una experiencia amarga y sabrosa cual la aceituna.

Conversamos don Genaro y yo en el gabinete inmediato a mi dormitorio. Por él se puede bajar al jardín. Un macizo verde, al través de los vidrios, me halaga. Estoy chancera y afectuosa con el sesentón.

-¿Sabe usted, don Genaro que esta mañana, al despertarme en una habitación desconocida, creí que era un sueño lo de la herencia?

-¡Ojalá! -gimió él.

-¡Muchas gracias, mala persona!

-Ya comprendes por qué lo digo.

-Bueno, don Genaro; usted siente sobre todo la muerte de la pobre tía, pero, además, sospecho que opina que no debí heredar estos caudales. Le advierto que yo tampoco me explico la chiripa. ¿Soy la pariente más cercana? ¿Me equivoco, o existen allá en Córdoba los hijos de su hermano don Juan Clímaco?

-En efecto, existen, no en Córdoba, sino en Granada.

-¿Y no soy yo hija de un primo hermano de la señora? ¿De un Mascareñas de la rama menesterosa, de la rama infeliz?

-Es la verdad, Natalia... Pero -añadió como alegando disculpa- por lo mismo; tú eras pobre, y los hijos de don Juan Clímaco tienen bien cubierto el riñón. La señora era libre, y te dejó lo suyo, porque te quería.

Me recosté en la butaca de seda fresa rameada de verde, y canturreé:

-¿Me que-que-quería? ¿Sabe usted que lo disimulaba?

La barbilla de Farnesio tembló; se inmutó su cara, y el reflejo dorado del aro de sus quevedos zigzagueó un instante.

-Eso es cruel -tartamudeó-. No sabes lo que estás diciendo. ¡Si lo supieses!

-Don Genaro -respondí-, razonemos. No me pinte usted lo que no ha existido. ¿Es querer a una muchacha tenerla recluida, darle una mesada que sólo por la baratura de Alcalá me permitía no morir de hambre, y tramar una conjura para meterla en un convento?

-Que no sabes lo que te dices -terqueó él-. Cuando se trató de que abrazases ese estado, el más feliz para una mujer, aún vivía Dieguito, el hijo de doña Catalina. ¿Quién pensara que aquel buen mozo, en lo mejor de su edad, iba a sucumbir del tifus, en pocos días?

Medité un instante, cogiéndome la barba.

-Y... ¿qué tiene que ver? ¿Viviendo Dieguito, yo monja? ¿Es que temían que Dieguito se enamorase de mí?

-¡De absurdo en absurdo! -violenta indignación soliviantaba a Farnesio.

Yo insistí, pesada:

-Pues no entiendo, señor. Y como se trata de mí, de mí misma, tengo derecho a entender.

-Y yo a que respetes lo que no te importa... ¿Qué más quieres? Cualquiera, en tu caso, se hubiese vuelto loco de alegría. Por otra parte, Natalia, mi papel no es censurar los actos de la señora, sino ponerte en posesión de tu fortuna, que es de las más saneadas y cuantiosas que habrá en España en bienes territoriales y en acciones del Banco. ¡Hace treinta y dos años que la administro, y tengo el orgullo de decir que ha crecido en mis manos y se ha redondeado bien! Si quieres cambiar de apoderado general, no haya reparo, me sobra con qué vivir; de mi sueldo poco he gastado, y soy solterón...

Volviéndose súbitamente hacia mí, con transición incomprensible, con ansiedad, me interrogó:

-¿Por qué no la diste un beso?

Mi soledad y mi género de vida me han hecho independiente. Tengo a veces la espontaneidad de gestos y movimientos de una fierecilla. No sé cómo -pero con mímica expresiva-, manifesté la repulsión a la hipótesis del ósculo en las mejillas heladas. Y hablé duramente:

-¡Qué ocurrencia! La he dado los mismos besos que ella me dio a mí...

Le vi tan consternado, que, con igual viveza, cogí su diestra desecada, rasposa y senil, y la apreté afectuosamente. Bajo la presión, la mano parecía remozarse: la sangre afluía y la piel se hacía flexible.

-Usted se queda toda la vida conmigo. ¡Pues no me hace usted poca falta! No le suelto. Que lo crea o no, le tengo ley. Al fin, el único que se ocupó un poco de mí, fue el señor de Farnesio... por más que usted, pícaro, también estaba en el negro complot para que yo... ¿No es verdad?

Con mis dos índices alzados dibujé alrededor del óvalo de mi cara (es muy perfecto, que conste) el cerquillo de una monástica toca... Mi risa timbrada contrastaba con los crespones ingleses de mi atavío, que acababan de traerme -¡milagro de rapidez!- de la Siempreviva, especialidad en lutos precipitados. Noté que se le caía la baba a Farnesio... ¿Me querrá este vejete, o es un solapado enemigo? Él callaba, extático.

-¿De modo que soy poderosa? -pregunté.

-¡Ya lo creo!

-Y diga usted... -¡Diga usted!-. ¿Tenía joyas doña Catalina?

Sacó Farnesio del bolsillo un reluciente llavero y me lo entregó con dignidad.

-Son las de sus armarios... las de su cuarto. Las recogí cuando entró en la agonía, por orden anterior que me tenía dada. Recuerdo que hay joyas magníficas. Desde la desgracia de Dieguito, ya no se las puso. Tú, hasta quitarte el luto, no debes lucirlas tampoco.

El consejo frunció mis cejas. ¿Consejitos a mí? Tomé el llavero y resueltamente penetré en la cámara mortuoria. No era alcoba, sino dormitorio amplio, con tres balcones al jardín, un cuarto de tocador contiguo y un ropero. Cambié de opinión: este departamento, convenientemente refrescado, será el mío.

El retrato al óleo de Dieguito ocupa el lugar preferente, en el tocador, sobre el sofá. Alrededor del marco, una tira de tul negro, ajado, cogida con un ramo de violetas artificiales. Yo no conocí a Dieguito. ¿Cómo ni dónde había de conocerle? Así es que miro muy despacio su imagen. Es un muchacho guapo, elegante, lleno al parecer de robustez y vigor. Sus ojos me siguen cuando doy vuelta. Es un retrato que parece hablar, salirse del cuadro. ¡Atención! Se me parece... No cabe duda; ¡se me parece! La forma de la nariz, el corte de cara... ¿Qué tiene de particular? Bien cercanos parientes somos.

Conservo en la mano el llavero, y los enormes armarios de palosanto me atraen con su misterio suntuoso; pero otro enigma me ha salido al paso con esta imagen de mi primo, a cuya muerte debo la fortuna. La idea retorna. ¿Por qué, viviendo él, tenían que abrirse para mí las puertas melancólicas de algún monasterio? Vuelvo a fijarme en la pintura, como si en ella, en su mudo lenguaje, estuviese la explicación; después observo que enfrente, encima de la chimenea, hay otro lienzo, doña Catalina, jamona, vestida de raso azul obscuro, escotada, muy peripuesta.

Yo la conocí ya decadente. Aquí conserva buen ver; es linfática, de blancas carnes, de ojos enamorados, con ojera mazada y párpado luengo. Su óvalo de cara, todavía puro, es idéntico al mío y al de Dieguito. Lleva un estupendo aderezo de perlas como garbanzos y brillantes como habas: aderezo que me impulsa a abrir los armarios inmediatamente. En el primero, ropa blanca en hoja; mucha, muy rica, sin gracia, la lingerie elegante no debe de ser así... Mantillas de blonda, abanicos, chales de Manila, pieles, frascos enteros de esencia, cajas de sombreros. En el segundo -hay cuatro seguidos formando un costado de vasta habitación-, un deslumbramiento de plata repujada y sin repujar. Plata de arriba abajo, como en las alacenas de las catedrales. Una vajilla espléndida, que da indicios de no haberse usado apenas; sería doña Catalina de las que adquieren la argentería para legársela a los sucesores sin abolladuras. Bandejas, mancerinas, vinagreras, salvillas, jarras, palanganas, saleros, hasta... lo que no puede decirse... de plata maciza. Los cubiertos, por docenas, y los platos, en rimeros, blasonados con el león atado a un árbol, de Mascareñas.

Aquí no están las joyas. Estarán de fijo en el último armario que registre. No... En el tercero. Muchos estuches, muchas cajas. Lo saco todo y lo extiendo sobre la mesa, ante el sofá. Me siento. Una ligera fiebre enrojece mis mejillas; me late aprisa el corazón... ¡Las joyas! La ilusión de tantas mujeres, y yo me cuento entre ellas. ¡Y nunca las he poseído! En mis viajes a Madrid -tan cortos, de horas- me paraba ante los escaparates, fascinada, embobada... ¡Las piedras, y sobre todo, las perlas! Lo primero que encuentro en el estuche, forrado de felpa rosa, en forma de garganta y escote de mujer, donde se escalona el collar de cinco hilos. Me lo pruebo, temblorosa sobre el negro de la blusa; lo acaricio; trabajo me cuesta quitármelo. ¡Ah! Al acostarme, haremos otra prueba más convincente...

¡Qué redondas, qué oriente, qué igualdad la de estas perlas! Farnesio es todo un hombre de bien, para tener en su poder las llaves y que yo encuentre tales preseas en su sitio. Hay un caudal aquí. ¿Cómo no lo resguardó en el Banco doña Catalina? Acaso, anticuada, temía a los Bancos. Hay una diadema de hojas de yedra, de brillantes; hay el soberbio aderezo del retrato; hay brazaletes, medallones, broches, sortijas, sin hablar de rosarios, relicarios de oro y pendientes colgantes. ¡Las joyas! Piel virginal de la perla; terciopelosa sombra de la esmeralda; fuego infernal del rubí; cielo nocturno del zafiro... ¡qué hermosos sois! Al fin os tengo entre las yemas de los dedos. Yo, la señoritinga de Alcalá, que por necesidad ha dado tantas puntadas, sin gozar nunca de un dedalito de oro bien cincelado.

Río de gozo a solas, y lo registro, lo revuelvo todo para cerciorarme de que es mío. Un momento, la curiosidad se sobrepone. Dale; me zumba el moscón... Si viviese Dieguito, yo estaba condenada a ganguear en un coro... Olvido los esplendores y busco las confidencias de las joyas. Profano los medallones. Hay tres: uno cuajado de diamantes, a tope, otro de oro liso con enorme solitario en el centro, otro con cifras, de rosas y rubíes -C. M., Catalina Mascareñas-. Todos encierran retratos, fotografías ya pálidas. Un niño -será Dieguito- un señor de levita, sin barba-, el marido de doña Catalina, don Diego de Céspedes; hay otro retrato suyo en el salón, al óleo, con cruces y bandas.

En el tercer medallón, el de cifras, en forma de corazón, una niña... ¡Jesús! ¡Yo, yo misma! ¡No cabe duda! Como que poseo otro ejemplar de esta fotografía, con peinado de bucles, y vestido blanco muy almidonado... ¡Yo! ¡Me guardaba la tía con tanto afecto, en su joya más personal! ¿Sería verdad que, como afirma Farnesio, me quería mucho? Suspensa, vuelvo a cogerme la barbilla, medito... Y no acostumbro a meditar en balde.

¿Habrá papeles en el armario número cuatro? ¿De esas cartas limadas por los dobleces, en que dijérase que se ha consumido de añoranza la tinta, en que el papel se pone sedoso y rancio como el pellejo de una anciana aristócrata? ¿Encerrarán esas epístolas una revelación, o sólo indicios, que para mí serían bastantes?

Gira la llave dulcemente. El armario número cuatro guarda mil objetos, cajas, cintas, guantes, gemelos de teatro, calzado nuevo, sombrillas, medicinas, todo sin un átomo de polvo, todo en orden... Me fijo. Los otros armarios, más bien se encontraban revueltos. En este, donde podrían estar los papeles, es evidente, se ha limpiado, se ha practicado un registro. Un pupitre incrustado, donde la señora escribiría, está también en frío y meticuloso orden: el papel timbrado forma pirámides con los sobres; no hay un renglón de manuscrito, no hay un apunte. Esto no ha podido hacerlo doña Catalina, porque la sorprendió la enfermedad, un derrame. La idea toma cuerpo. Levanto la placa de la chimenea. Allí atrás, limpieza absoluta. Sin embargo, en una esquina, mis dedos se tiznan ligeramente, no de hollín, sino de ese tizne como alado que forman las pavesas del papel. Allí se han quemado cartas... Reciente, hecho antes de que viniese yo. Y, en la dificultad de escoger, en la premura de aprovechar el tiempo, no se han quemado sólo los peligrosos, sino todos. No se me avisó a mí hasta tomar la precaución. Doña Catalina murió ayer, a las seis de la mañana. Recibí el telegrama a las cinco de la tarde. El precavido, ¡quién ha de ser sino Farnesio!, dispuso de bastantes horas. Es inútil pescudar en los muebles, ni en los demás rincones de la casa, porque nada hallaré.

Llamo a don Genaro, que acude solícito. Noto que, tras los quevedos, rojean los inflados ojos.

-¿Qué tal? -me dice-. ¿Te has enterado bien de lo que te pertenece?

-¿Sabe usted que hay cosas soberbias? Pero he notado algo que me extraña. Esos armarios no contienen ningún papel.

Farnesio se estremeció. Sin duda no contaba con este ataque.

-¿Ningún papel? -murmuró, en voz que trataba de aclarar y serenar-. Naturalmente que no hay papeles ahí. Yo soy quien te los entregaré, y en toda regla. La documentación del archivo de la señora, es de las mejores. ¡No se ha trabajado poco al efecto! Mi vida entera se consagró a esa tarea, puede decirse. No temas cuestiones ni pleitos. Ya se te comunicará también oficialmente el testamento. Los inventarios de la plata y alhajas, están hechos en vida de la señora, y legalizados. Creo que algún legado deja a los hijos de don Juan Clímaco...

-¿No me entiende, o me entiende demasiado? -cavilo, recelosa. Y en voz alta, preparando el floretazo-: ¿Qué dirá usted que he encontrado en este medallón?

Se inmutó tanto, que ni contestar podía. En su inquisición de papeles, no había pensado en las joyas, en que las joyas pueden guardar secretos. Le vi afligido de una especie de disnea, y pensé si estaría yo cometiendo el sacrilegio de los violadores de tumbas. Quizás temía Farnesio que el medallón guardase otra cosa. Respiró, cuando vio mi retrato.

-¿A ver? ¡Calle! ¡Tu retrato de niña!

Se enterneció. Y, con aquella flemita en la garganta que ya le había yo notado, en instantes de emoción, salió por esta inocentada:

-¡Ya lo ves, ya lo ves, si te quería tu bienhechora!



- III -

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Me instalo en el bienestar -no en el lujo- de mi gran fortuna. El bienestar es práctico, y el lujo, estético. El lujo no se improvisa. El lujo, muy intensificado, constituye una obra de arte de las más difíciles de realizar. Yo tengo un ideal de lujo, hambre atrasada de mil refinamientos; ahora comprendo lo que he sufrido en la prosa de mi vida alcalaína. Otra mujer quizás hubiese encontrado hasta dulce aquel escondido vivir, pero mi fantasía y el culto que profeso a mi propia persona, me hicieron a veces llorar ante un puchero desportillado o unos zapatos cuyo tacón empezaba a torcerse...

No está todavía depurado mi gusto para formarme mi envolvente lujosa, y, por ahora, me limito a la comodidad, a alegrar esta casa suntuosa que trasuda aburrimiento.

La mentalidad de doña Catalina, sus burgueses instintos, iban reflejándose en el mobiliario. Llamo a un prendero y le vendo un sin fin de cachivaches. Comprendo que Farnesio se horripila; cree que hago una locura. Respiro al verme libre de estos espejos de tan mal gusto, de estos entredoses con bronces falsos, de estas butacas rellenas, recercadas, que parecen acericos de monja. Lo vuelvo todo patas arriba; no dejo cosa con cosa; el jardincillo pierde su aspecto terroso, secatón, y arreglo en él una serre en miniatura, provista de calorífero. Allí almuerzo casi todos los días. Mi departamento lo alhajo a la moderna, de claro, y salpico alguna antigualla fina.

He comisionado a un prendero de altura para que me busque cuadros que no representen gente escuálida ni martirios; retratos de señoras muy perifolladas, y porcelanas del Retiro y Sajonia. Las vitrinas empiezan a llenarse.

Vivo retirada; he pagado las tarjetas con otras, y no tengo amiga alguna, porque las de doña Catalina son viejas apolilladas, gente de su tiempo, y me he negado formalmente a recibirlas. Sin embargo, a pesar de este recogimiento que complace a Farnesio, cuando salgo por las tardes en coche abierto a la Moncloa, a la Casa de Campo o a las soledades del Hipódromo, mi coche suele llevar escolta. Hay dos «muchachos», hijo el uno de la condesa de Páramos, sobrino el otro de la generala Mansilla, que me rondan. Ambas señoras fueron tertulianas y compañeras de Juntas de Beneficencia de doña Catalina, y, sin duda, saben lo que yo valgo... Son los primeros pretendientes que asoman en el horizonte. Les veo pasar haciendo corbetas, obligando a sus monturas, mientras yo, envuelta en pieles de zorro negro y astracán, las únicas que permite mi luto, y acariciando el friolero lulú de Pomerania Daisy, que se refugia al calor de mi manguito y parece otro manguito viviente, me fijo en que el sobrino de la generala tiene las piernas un poco arqueadas, y el hijo de la condesa, al sol, los ojos rojizos y sin cerco de pestañaje...

Farnesio me ha indicado reiteradamente que necesito una dama de compañía. Le he contestado que, así como viví largos años en Alcalá sin ese apéndice, y no me ocurrió cosa digna de contarse, pensaba seguir en Madrid sin dueñas doloridas.

En efecto, me he habituado en mi soledad, en mi abandono, a ser libre. Este único bien no pudieron quitármelo; mejor dicho, ni aun creyeron que merecía la pena de querérmelo quitar. Sin duda Roa y Carranza, los dos canónigos, me observaban y enviaban notas tranquilizadoras. Yo no cometía irregularidad alguna, y no abría la puerta a ningún galán. Farnesio cree que debo ingresar en la cohorte de la gente víctima de los formulismos. ¡Es tarde, es tarde!

Cuento veintiocho años; me acerco a veintinueve. Mi carácter se ha templado en las aguas amargas de mi soledad y abandono. El sentimiento de la injusticia cometida conmigo, tan largo tiempo, me ha infundido un ansia de desquite y goce y exaltación de mí misma, que tiene vistas a lo infinito. Yo necesito apurar los sabores de la vida, su miel, su mirra, su néctar. ¡Yo necesito ir a su centro, a su núcleo, a su esencia, que son la hermosura y el amor! En estos meses he podido cerciorarme de que la comodidad, las riquezas, en sí, no me satisfacen, no me bastan. Cuando era menesterosa, y me zurcía mis medias, pensaba tal vez, como en algo inaccesible, en la contingencia de que doña Catalina muriese acordándose de mí con una manda que representase una vida de modesto desahogo. ¡Bah! Ahora me sonrío de las puerilidades del primer día, mi goce físico cuando me recliné en la berlina acolchada, mi soberbia de parvenue al llamar despóticamente a la doncella y exigir el baño... Y, adquirido ya cierto buen gusto, me complazco en salir a pie, vestida sencillamente, en peinarme yo misma. El propio instinto me impulsa a proyectar un viajecillo a Alcalá, para ver a mis antiguos amigos, y unir el pasado al presente.

Todas las noches, a solas, encerrada en mis habitaciones, me doy una fiesta a mí misma. Me despojo de los crespones, visto trajes exquisitos, de color, y me prendo joyas. He hecho transformar y aumentar, a mi capricho, las de doña Catalina. Libres de sus pesadas monturas, ahora los brillantes y las esmeraldas son flores de ensueño o pájaros de extraño plumaje; las perlas salen húmedas de su gruta marina, y algún grueso solitario, pendiente de sutil cadenilla invisible, esmaltada del color de la piel, cuelga lo justo para iluminar como un faro el nacimiento del seno... Antes de todo, he entrado en el baño, preparado por mí, y en el cual he vertido a puñados las pastas suaves de almendra, los espumosos afrechos, y a chorros los perfumes, todo lo que el cuerpo gusta de absorber entre la tibia dulzura del agua. Uno de mis primeros refinamientos ha sido, ¿es esto refinamiento?, colar el agua de mi baño al través de filtros poderosos, para no bañarme en ese légamo en que generalmente se baña Madrid... el poco Madrid que se baña. Encendidas las estufas, radiante de luz eléctrica mi tocador, paso a él envuelta en la tela turca. Lienzos delgados y calientes completan la tarea de enjugarme, y ligera fricción pone mi sangre en movimiento. Me extiendo en la meridiana, enhebrándome en una bata de liberty blanco y encajes. Descanso breves minutos. En seguida procedo al examen detenido de mi cuerpo y rostro, planteándome por centésima vez el gran problema femenino: ¿Soy o no soy, hermosa?

La triple combinación de espejos reproduce mi figura, multiplicándola. Me estudio, evocando la beldad helénica. Helénicamente... no valgo gran cosa. Mi cabeza no es pequeña, como la de las diosas griegas. Con relación al cuerpo, es hasta un poco grande, y la hace mayor el mucho y fosco pelo obscuro. Mi cuello no posee la ondulación císnea, ni la dignidad de una estela de marfil sobre los hombros de una Minerva clásica. Mis pies y mis manos son demasiado chicos ante la proporcionalidad estatuaria, y mis brazos mórbidos y mi pierna nerviosa miden un tercio menos de lo que deben medir para ser aplicables a una Febe.

Empiezo a vestir mi desnudez, y cada prenda me consuela y me reanima. La camisa, casi toda entredoses, nuba mis formas prestándolas vaporoso misterio, y haciendo salir los brazos de entre la espuma, mucho más gentiles que los brazos forzudos de la Palas lancera. Al jugar el calado de sedosas transparencias sobre el tobillo menudo de española que poseo, me figuro que es imposible acordarse de la extremidad inferior de la cazadora. El corsé de raso mate, bordado, guarnecido de valenciennes, se adapta a mi torso, ciñe y recoge mi vientre pequeño, emplaza mis senos vírgenes, y más abajo, la falda de surá complica sus adornos ligeros, ricos sin parecerlo, y diseña la silueta de la flor de la datura, arriba hinchado capullo, abajo despliegue de una campana ondulante. Sospecho que no hay razón para deplorar que el tronco de la Dea de Milo parezca, a mi lado, el de un fuerte púgil.

Labrada la fácil arquitectura de mi moño, de mi tupé sombrío que avanza sobre los ojos haciendo de su expresión un enigma, clavo en él un ave de pedrería, unas espigas que radian diamantes alrededor de mi cabeza, o dos audaces plumas de pavo real que divergen y me flechan de esmeraldas, o un mercurio de roca antigua, cuyas alas picantes dan a la testa la inquietud del vuelo. El traje, sin faralaes, adherido, recamado, cae como veste solemne hasta cubrir enteramente los pies, derrámanse en rebordes artísticamente severos sobre la alfombra. Es el peso de sus bordados bizantinos, de oros rojos, verdosos, apagados, sonrosados, lo que produce esa línea de mosaico de Rávena o miniatura de misal. Sobre el lujo a la vez violento y sobrio del traje, y realzando su curiosidad, la salida de teatro, también pesada, desciende arrastrada por sus flecos de irisado vidrio y sus rebordaduras complicadas, de matices sabiamente combinados. De mi cuello penden los hilos de perlas, que he dispuesto a mi manera y que bajan hasta la cintura. Ninguna otra joya, excepto las sortijas, enormes, en los pulidos dedos. Los dedos de mis manos -y hasta los de mis pies- son para mí objetos de un antiguo culto. En mis escaseces de Alcalá, ¡cuántos sacrificios para no deshonrarme las manecitas! Uso perpetuo de guantes de algodón en las faenas caseras, y derroche de una pasta para suavizar y adobar la piel. Ahora, abuso de los estuches atestados de cachivaches de plata con mis cifras, de las infinitas limas, las tijeras de todas las formas y curvaturas, los bruñidores y pinzas, los botes de cincelada tapa que contienen mudas y blandurillas para acentuar lo rosado de mis uñas, y conservar la sedosidad de mi piel.

Ya revestida de mis galas, me sitúo de nuevo ante los espejos que me reflejan, y trato de definirme. Mi figura es una de tantas como la moda actual, artísticamente pérfida y reveladora, troquela en sus moldes. Tiene trazos graciosos, y la tela, al ajustarse estrechamente a caderas y muslos, marca líneas de inflexión gentil; pero lo mismo les sucede a casi todas las que se visten de este modo, a menos que sean cincuentonas, o su estructura se base en el tocino o la cecina. ¡Ni soy torcida, ni obesa, ni flaca, y esto es todo lo que el espejo me dice!

Mi cara... La consulto como se consulta a una esfinge, preguntándola el secreto psicológico que toda cara esconde y revela a un tiempo. Sombreada por el tejadillo capilar en el cual titila un diamante montado en tembleque, mi cara, más bien descolorida, ni es nimiamente correcta, ni irregular de facciones. No tengo un lado de la cara distinto del otro, como sucede a tanta gente. Mi tez es de una vitela sólida, sin granos, pecas, barros ni rojeces. Mis cejas forman doble arco elegante. Mis ojos, color café, al sol, recuerdan una de esas piedras romanas en que parece que hierven partículas derretidas de oro. Mi boca es mediana, no bermeja, pero los dientes, de cristal más que de marfil, la alumbran, y no la sombrea bozo. Los labios tienen un diseño intenso, y gracias a él, siendo carnosos, no llegan a sensuales. Mi faz es larga; la nariz la caracteriza aristocráticamente.

No llamo la atención desde lejos. De cerca, puedo agradar. Nunca he creído en el triunfo de las perfectas. Además, soy de las mujeres de engarce. Lo que me rodea, si es hermoso, conspira a mi favor. El misterio de mi alma se entrevé en mi adorno y atavío. Esto es lo que me gusta comprobar lejos de toda mirada humana, en el tocador radiante de luz, a las altas horas de la noche silenciosa, extintos los ruidos de la ciudad. Las perlas nacaran mi tez. Los rubíes, saltando en mis orejas, prestan un reflejo ardiente a mis labios. Las gasas y los tisúes, cortados por maestra tijera, con desprecio de la utilidad, con exquisita inteligencia de lo que es el cuerpo femenino, el mío sobre todo -he enviado al gran modisto mi fotografía y mi descripción- me realzan como la montura a la piedra preciosa. Mi pie no es mi pie, es mi calzado, traído por un hada para que me lo calce un príncipe. Mi mano es mi guante, de Suecia flexible, mis sortijas imperiales, mis pastas olorosas. Toda yo quiero ser lo quintaesenciado, lo superior, porque superior me siento, no en cosa tan baladí como el corte de una boca o las rosas de unas mejillas -sino en mi íntima voluntad de elevarme, de divinizarme si cupiese. Voluntad antigua, que en mi primera juventud era sueño, y ahora, en mi estío, bien puede convertirse en realidad. Para mí ha de aparecer el amor cortado a mi medida, el dueño extraordinario, superior a la turba que va a asediarme, que empieza a olfatear en mí a la heredera poderosa y a la mujer inexperta socialmente, fácil de cazar. ¡No tanto, señores!- No soy, una heroína de novela añeja. Invariablemente, en ellas, la protagonista, millonaria, se aflige porque sus millones la impiden encontrar el amor sincero. Pienso todo lo contrario. Esta inesperada fortuna me permitirá artistizar el sueño que yace en nuestra alma y la domina. Como el inteligente en arte que, repleta la cartera, sale a la calle dispuesto a elegir, yo, armada con mi caudal, me arrojaré a descubrir ese ser que, desconocido, es ya mi dulce dueño. Y aparecerá. Él también poseerá su fuerza propia. Será fuerte en algún sentido. Algo le distinguirá de la turba; al presentarse él, una virtud se revelará; virtud de dominio, de grandeza, de misterio. Las cabezas se inclinarán, o los ojos quedarán cautivos, o el corazón se descolgará de su centro, yéndose hacia él...

Pensando en él, prolongo mi estación ante el tocador, y las lunas altas, límpidas, copian mi cara expresiva, mis ojos ansiosos, mi busto brotando del escote como un blanco puñal de su vaina de oro cincelado... Y pruebo más trajes; uno azul, del azul de los lagos, bordado de verdes chispas de cristal y largas cintas de seda crespa, y otro blanco, en que se desflecan orlas de cisne, y otro del tono leonado de las pieles fulvas, transparentes, bajo el cual se trasluce un forro de seda naranja, azafranoso... Y me sonrío, y entreabro abanicos, y juego a prenderme flores, y vierto por el suelo esencias, y, por último, rendida, arrojo aprisa mis galas, y estremecida por la horripilación del amanecer, corro con los brazos cruzados sobre el pecho a refugiarme en mi cama, donde me apelotono, me hago un ovillo, encogida, trémula de cansancio, con los pies helados, la cabeza febril...



- IV -

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Al empezar a crecer los días, remanece la idea de irme a Alcalá una semana, a ver a mis viejos amigos. Se combina este propósito con mis maliciosos recelos. Es indudable que esos arrinconados y modestos señores, que no me han hecho en tres o cuatro meses ni una visita, poseen la clave de mi historia, saben lo que yo todavía no comprendo, lo que inútilmente busqué en el armario de papeles. Farnesio es impenetrable; nada le arrancaré; cada día se difumina mejor la verdad en las nieblas de su habla sobria. El secreto, sin embargo, no puede ser verdadero secreto, ya que lo han conocido, por lo menos, tres personas: Farnesio, Carranza y Roa, el fallecido.

Dispongo mi viaje. Nada de aparato; me alojaré en la casa que tantos años habité, y que ahora es mía, y me servirá Sidra, la misma maritornes de antaño... La tengo allí al cuidado de los muebles. ¡Vaya unos muebles! El cocinero, eso sí, enviará todos los días la comida, y un pinche encargado de presentarla.

Invitaré al canónigo; se le soborna por la boca: es amigo de la mesa. Malo será que no se descorra el velo. Una circunstancia, al parecer insignificante, acrece mi curiosidad ardorosa. Con motivo de las formalidades de testamentería, he visto mi partida de bautismo. Fui bautizada en Segovia. Y mis nombres de pila son: Catalina, Natalia, Micaela... He interrogado a Farnesio, como al descuido:

-Si me llamo Catalina, ¿por qué me han llamado Natalia?

Ligera rubicundez, tartamudeo.

-¡Porque Natalia... es más bonito! Es decir, supongo que sería por eso -añade, ya aplomado-, pero es imposible averiguarlo, ¡no habiendo medio de preguntárselo a tus padres!

-Pues desde hoy, Catalina vuelvo a ser.

En mi saco, guardo una maravilla de arte que pretextará mi excursión por el deseo de que mis amigos la vean y estudien. Es una medalla que parece del XV. La descubrí en el oratorio de doña Catalina, churreteada de cera y protegida por un vidrio oval y un marco indecoroso, de coral basto y recargada filigrana.

Visto un luto sencillo, y me voy a la estación completamente sola. Saboreo la confusa sorpresa de encontrar que un cambio tan capital en mi suerte no altera mis impresiones. Como siempre, me embelesa el paisaje, que la primavera empieza a realizar con tímidos y blanquecinos toques verdes, con idealidades de acuarela (la primavera es acuarelista). La sensación tranquila y señorial de Alcalá es la misma, igual la impresión de limpieza de sus aceras de ladrillo y su caserío claro. A pie voy desde la estación a mi casa. Cerca del bulto de bronce de Cervantes, ¡castizo bulto!, me cruzo, casi a la puerta de mi domicilio, con las hijas del juez, las que me ponían motes. De sorpresa, se inmovilizan. Me devoran, con mirar hostil. Luego, con aire de sufrimiento, vuelven la cara. Voy ataviada sin pretensiones ningunas, pero mi toca negra es parisiense, mi sotana de casimir, del gran modisto, mi luto una apoteosis. Mi bolsita de cuero negro luce inicial de chispas. El dinero es tan difícil de ocultar como la pobreza. ¡Qué de envidias! ¡Qué de charlas chismosas! ¡Cómo rabiarán!

Vuelta a ver mi casita, me hace el efecto de uno de esos lugares donde estuvimos de niños, y que juzgábamos mucho mayores. Sidra me acoge con una mezcla de resabios familiares y terror respetuoso. ¡Su señorita, la que la regañaba por diez céntimos mal administrados! ¡Y ahora, no saber adónde llega mi fantástica fortuna!

-Bueno, Sidra, cállate, barre mucho, friega mucho... Traerán la comida de Madrid; tú enciende el fogón, para que la calienten... Y manda un chiquillo a avisar al señor Doctoral y a don Antón. ¡Que almuerzan conmigo! Y si le estorbase al señor Doctoral almorzar, por las horas de coro, que le aguardo a las tres para el café, y que cenará aquí.

Ninguno pudo acudir a almorzar. A las tres, llegaron radiantes. Intentaron un retrasado pésame, que sonaba a enhorabuena.

-Déjense de niñerías. Ya sabemos que esto es motivo de felicitación -advertí-. No lo oculten, puesto que lo piensan.

Se rieron. Leí en sus caras la satisfacción de verme, y de verme tan dichosa, sin género de duda. Yo también reía. Fue un momento sabroso, en que revivieron los tibios afectos y las intimidades apagadas del pasado.

Empecé a hartarles de café extraordinario, de ron muy viejo, de licores primera marca. ¡Bastante agua chirle les había dado en mi vida!

-¿Se acuerda usted, Carranza, de cuando me regalaba usted, de tiempo en tiempo, una librita de molido, porque mis recursos...? ¿Buen cambiazo, eh? ¿Qué tal, si le hago a usted caso y entro monja? No, no se excuse; su intención era buena, de fijo, las circunstancias mandan en nosotros. Viviendo Dieguito Céspedes, yo estaba mejor emparedada...

El canónigo sonreía de un modo pacato, mirándose los rollizos pies, que asomaban, calzados de vaca reluciente, con plateada hebilla.

-Sin embargo -añadí-, Dieguito y yo cabíamos en el mundo. ¿Qué estorbo le hacía esta infeliz? Mi pensión, de dos mil pesetas, no mermaba su caudal. Y usted sabe que yo era incapaz de pedir más, de molestar a mi...

-A tu respetable tía doña Catalina -atajó el ladino y erudito eclesiástico-. De sobra conocemos tu delicadeza. Pero, Nati, eso del monjío y la mesada son viejas historias. Casi prehistoria, niña. Doña Catalina Mascareñas te ha dado una prueba bien estupenda de su cariño, y nosotros, contentísimos de que lo haya heredado nuestra Natalita, porque supongo que nos permites llamarte así.

Lo dijo con tono ahidalgado, con esa seca y grave cortesía castellana, que rebosa dignidad.

-Lo único que no permito es que me llamen Natalia. Catalina me pusieron en la pila. Llámenme Lina, ¿eh? ¿Convenido?

-Corriente... ¡Lina, consejo de amigo antiguo! Yo intenté, hace tiempo, darte un esposo sin tacha. Ahora, escógetelo bien tú... Mira lo que vas a hacer...

-¡Esto ya no se puede sufrir! -grité afectando indignación-. Ayer me quería usted meter entre rejas, hoy casarme. ¿De dónde saca usted...?

Desde su rincón, don Antón de la Polilla me hacía misteriosos guiños.

-No te vas a quedar vistiendo santos... No es bueno para el hombre vivir solo. ¿Qué diremos de la mujer?

-La mujer que posee un capital, debe considerarse tan fuerte como el varón, por lo menos -sentencié.

-A veces -arguyó el magistral- el dinero es un peligro. ¡Expone a tantas cosas!

-A mí, no -respondí tranquilamente-. A ustedes les consta que he cursado en las aulas de la necesidad. No hay doctora complutense que me pueda enseñar esta asignatura. Y he visto que las pobres no infunden pasiones.

-De todos modos... Polilla, déjese usted de hacer morisquetas, y ayúdeme. ¿No cree usted también que Nati... digo, Lina..., debe casarse?

-Hay -enfatizó el volteriano- una ley imperiosa, grabada por la naturaleza en nuestros corazones, que nos manda amar.

-¿Ha recogido usted alguna estela donde se inscriba esa ley? -pregunté malignamente-. ¿Y se ha enterado usted de que no hablábamos de amor, sino de matrimonio?

-Hija mía -baboseó el vejete-, eres pesimista de sobra. Dices que tu pobreza... Yo he visto a más de un teniente pasear esta plaza mirando hacia tus balcones.

-Era un deber, como las guardias. ¿Qué hace un teniente aquí, si no mira a los balcones? Me miraban... como se mira al mar cuando no hay propósito de embarcarse.

-Insisto, Lina -decretó Carranza-. Necesitas sombra.

-Tengo a Farnesio... Me sombreará, como sombreó a doña Catalina.

El golpe era traicionero. Estudié la fisonomía de Carranza, aquella faz de medalla romana, de papada redondeada y labios irónicos a fuerza de inteligencia. Juraría que se alteró un poco.

-¡Farnesio no es... pariente ni deudo tuyo!... Se necesita familia...

-Se necesita querer -mosconeó Polilla, sentimental.

-¡Tiene gracia! Usted, Carranza, sin familia vive, y hecho un papatache... Y usted, don Antón, no supongo que haya sido un Amadís... Pero, en fin, si a querer vamos, le querré a usted. Capaz soy de ofrecerle mi blanca mano.

¡Ridiculez humana! Polilla se emocionó. Su cráneo pequeño, raso y satinado como manzana camuesa madura -excepto el cerquillo gris que orla el cogote y trepa hasta la sien-, se sonrojó como el camarón cuando lo echan en el agua hirviendo. Y el caso es que comprendió la chanza y la devolvió.

-Aceptado, Linita... Carranza, bendíganos, aunque eso en mis principios no entra.

Le miré con afecto, con dejos de añoranza... Los dos señores eran mis iniciadores intelectuales. Por ellos podía yo saborear más conscientemente las mieles de la riqueza. En este pueblo decaído, entre estos amigos transconejados, sazonados con especias de sabiduría, yo fui abeja libadora de secretos y curioseadora de flores marchitas, todavía olientes. Por dentro, había vivido más intensamente que las fatuas cuyo nombre traen y llevan los revisteros de salones. Sonreía de gozo ante mis maestros. El Magistral, ceremonioso y malicioso, enemigo de quimeras, antirromántico, con su fisonomía más ancha abajo que arriba, sus ojos agudos tras los espejuelos, su azul barbilla rasurada, su entendimiento orientado hacia las fuentes claras y cristalinas del clasicismo nacional; Polilla, vivaz como un roedor y tierno como un palomo, con su jeta color de hueso rancio, su bigotillo cerdoso, sus dientes semejantes a teclas viejas que enverdeció la humedad, su terno color ocre, su corbata con rapacejos y sus botas resquebrajadas, representaban la luz de mi conocimiento, la formación de mi mentalidad; su les era superior, no en el saber, sino en el sueño... Mientras saboreo la cordialidad de mi emoción y la nostalgia inevitable del pasado, no pierdo de vista un propósito.

¡Es evidente que nada sacaré de Carranza! El único que se entregará es Polilla. Hay que quedarse sola con él.

La casualidad lo arregla. Vienen a traer al Magistral un recado urgente del Deán. Intrigas, cabildeos. Carranza responde que va en seguida, pero no querría marcharse sin ver la placa del XIV o del XV que le he anunciado. Cuando se la presento, libre de marco y cristal, limpia, prorrumpe en exclamaciones.

-¡Qué portento! ¡Pero de dónde sale esto! ¿Dices que del oratorio de la señora de Mascareñas? Naturalmente, como que es mi patrona, Santa Catalina de Alejandría... ¡Pero no haberla visto yo!

-¿No entró usted nunca en el oratorio de la señora?

-No, jamás -responde, con su estudiada reserva de camarlengo del Papa-. Apenas si fui allá dos o tres veces a visitarla, por asuntos de administración, pues quiso tu tía encargarme de la hacienda que hoy posees en Alcalá. ¡Pero figúrate mi júbilo! Casualmente (dedicada a la señora de Céspedes), tengo yo escrita una relación de la vida de esa santa. Pensaba ofrecérsela, pero Dios dispuso...

-¿La vida de la filósofa? Dedíquemela usted a mí. Haremos que vea la luz.

-¡Lina, eres toda una señora! No sé cómo agradecerte...

-La placa -interrumpí yo- ¿será del XIV?

-Del XV -intervino Polilla-. ¿No nota usted el plegado del traje? Y el procedimiento del esmaltado... Y todo, todo...

-La Santa debía de ser muy elegante...

-Vaya... ¡Refinadísima!

-Mañana, despacio, por la tarde, me leerá usted la relación, y repito que la edición corre de mi cuenta.

Se dilató el semblante del erudito. Ya se veía empaquetando ejemplares para enviar a los académicos que a veces le escriben, no más que para consultarle cosas de Alcalá y sus contornos. Ahora verían que puede dominar otros asuntos su pluma.

-Leeré -dijo- únicamente lo narrativo. Las notas serían enojosas. Quedan para la impresión.

-Bien pensado.

Y me dejó sola con don Antón de la Polilla.



No necesito diplomacia, o por lo menos, no necesito astucia con este amigo, cuya boca no sufre candados.

-Me estaba riendo, don Antón, de los guiños que usted me hacía.

-Ya, ya lo noté... ¡Ese Carranza! ¡Qué clérigos! Antes, empeñado en meterte en un claustro, y ahora... ¡Vamos, son criminales; no reconocen la ley moral desde el momento en que se ordenan!

Le llevé la corriente.

-En efecto, a mí me parece que eso no está bien, y lo que más me fastidia, Polillita, de los eclesiásticos, es el prurito del disimulo; la falta de franqueza. Carranza tiene la manía de hacer misterio de todo; de tonterías Sin importancia.

-Una chifladura... Lo menos se cree en las antecámaras del Vaticano, revolviendo el guiso negro de aquella diplomacia... ¡Oh! ¡Qué cosa más artística, confitarse en discreción! ¡Prodigar detalles sobre lo que pasó hace dos mil años, y guardar una reserva ridícula, sobre lo que ha sucedido ayer, y, además, no importa nada absolutamente!

-¿Qué fin se llevará en eso la gente de iglesia, don Antón? ¿A qué vendrá tal arte de maquiavelismo?

Polilla frunció la boca y enarcó los dos hopitos de las cejas.

-¡Ay, hija mía! No dudes que algún fin llevan; que ese sistema de disimulo les da buen resultado. No hay como ser zorro. En estos zorritos se fía la gente. En un hombre franco, no. Ya verás, ya verás si Carranza se las arregla para buscarte novio de su mano; y claro, después mandará en tu casa y en ti y satisfará sus ambiciones. ¡No tengas miedo de que se pierda! Pero yo trataré de madrugar y defenderte...

-Usted es muy buen amigo -declaré.

-No, no vayas a creer que no nos estimamos el Magistral y yo. Como digo una cosa digo otra.

Entablé a mi vez el elogio de Carranza.

-¡Oh! ¿Qué me va usted a contar? Es persona que vale mucho. También don Genaro Farnesio es excelente y parece que me quiere de verdad. Y... ¿conoce usted a don Genaro?

-Sí, desde hace muchos años. Alguna vez se ha dejado caer por aquí, con motivo de asuntos administrativos de doña Catalina. Cuando tú eras niña, venía bastante a menudo. Era el tiempo en que cuidaba de ti aquella Romana, la que luego se puso tan enferma que fue preciso enviarla a su pueblo, a Málaga, donde murió. Después te colocaron de interna en un colegio de Segovia. Y luego, cuando fuiste mayor, te trajeron aquí, con una bruja vieja que se llamaba doña Corvita. Ya te acordarás: estaba medio ciega y hacías de ella a tu capricho.

-¿Y mientras estuve en Segovia yo, también venía por aquí el señor de Farnesio?

-Déjame recordar... No; se me figura que por entonces no venía.

-Ese apellido de Farnesio debe de ser ilustre. Don Antón, usted que todo lo sabe, ¿conoce el origen de ese apellido?

-Hay una dinastía de príncipes que lo han llevado pero, el señor don Genaro no procede de esos príncipes, sino probablemente de la aldea de Farneto, de donde los Farnesios eran señores, y daban su nombre a los aldeanos, como ha sucedido también algunas veces en España. Esto de los apellidos engaña mucho. Los hay que suenan y no son; y los hay que son y no suenan. ¿Creerás que, por ejemplo, el de Polilla es de los principales apellidos castellanos? Los Polillas, según he podido rastrear en Godoy Alcántara, venían de...

-¡Sí, sí, lo recuerdo! -exclamé evitando que aquel enemigo de toda preocupación nobiliaria me espetase su genealogía-. Pero se me ocurre: don Genaro Farnesio, ¿es italiano?

-Él, no. Lo era su padre.

-Y a su padre ¿le conoció usted también?

-Precisamente conocerle, no. Supe que era cocinero del señor de Mascareñas, el padre de doña Catalina. Don Genaro nació en la casa.

-¡Qué bien enterado está usted siempre, Polillita! Es un gusto consultar a usted.

Sonríe, halagado, enseñando las teclas añejas de su dentadura.

-¿Diga usted -porfío-, don Genaro viviría siempre con los señores de Mascareñas?

-No por cierto. Tendría veintitrés años cuando, acabada su carrera de abogado, empezó a rodar por ahí, empleado en Oviedo, en Zamora, en León, en secretarías de Gobierno civil y varios destinos.

-¿No se casó nunca? Yo me figuraba que era viudo.

-Solterón, como yo... -se ufanó Polilla.

-Le parecerá raro que esté tan mal enterada, pero usted no ignora qué poco le he visto, y me conviene saber, para conocer los antecedentes de una persona hoy tan allegada. Al fin, Farnesio va siendo mi brazo derecho, como fue el del señor de Mascareñas... y del señor de Céspedes, el marido de doña Catalina.

-¿Brazo derecho? ¡Quia! En vida de esos señores, Farnesio no administraba. Cuando doña Catalina enviudó, a los cinco años de matrimonio, siendo Dieguito una criatura, es cuando vuelve a la casa Farnesio, para arreglar el maremágnum de la testamentaría y mil cuestiones y pleitos que intentó la familia de Céspedes. Y como doña Catalina no se daba mucha maña, Farnesio se hizo indispensable. Eso sí: es honrado a carta cabal, y entiende el busilis. En sus manos, debe de haber crecido como la espuma la fortuna de Mascareñas. ¡Mejor para ti, hija mía! Todo esto lo sabe Carranza... ¡Apostemos a que no te lo dice!

-Pues no veo en ello ningún secreto de Estado. Y... a propósito... Ya mis padres, ¿les ha llegado a usted a conocer?

-Personalmente, tampoco... ¿Cómo quieres? Pero hay noticias, hay noticias.

-Vengan... ¡Pobrecitos papás míos!

-Tu papá, don Jerónimo Mascareñas, era hijo de un primo hermano del padre de doña Catalina. El tal primo hermano, tu señor abuelo, perdió hasta la camisa en el juego y otras locuras. Total, que a sus hijos les dejó el día y la noche. A tu padre le atendió doña Catalina muchísimo. Bueno fue, porque pasaba cada crujida... ¿Oye, no te parece mal?

-¡Amigo Polilla, qué pregunta! ¿Pues no he sido yo pobre tantos años?

-Tienes razón... La pobreza enaltece... Rodando e rodando, tu papá conoció a una señorita muy guapa, estanquera en Ribadeo... Dicen que propiamente una imagen... Era enfermiza, la desdichada. Falleció al nacer tú, o poco después, que eso no lo sé de positivo. Ello es que de ti se hizo cargo, por orden de doña Catalina, el señor Farnesio, que te puso ama y te dejó al cuidado de ella, en tierra de Segovia. Pero esto ya lo sabrás tú muy bien. ¿Qué te estoy contando?

-No lo crea. Los recuerdos de la niñez son confusos. Sé que mi padre también murió joven.

-No tan joven, pero no viejo. Sobrevivió a su mujer, y aun decían si había vuelto a casarse; pero salió mentira. La gente, amiga de catálogos, chismorreaba que había jurado no verte, porque le recordabas a su santa esposa. Esto también lo creo fábula. Lo seguro es que, como le dieron un cargo allá en Filipinas, donde cogió la disentería que acabó con él, no tuvo tiempo de venir a hacerte fiestas. La protección de doña Catalina le tranquilizaba respecto a tu suerte.

-Por lo visto mi papá era una cabeza de chorlito, como el abuelo. Y hasta parece que... -hice ademán de alzar el codo.

-Ya que estás enterada... -balbuceó, turbadísimo, don Antón.

-Los que tienen esa costumbre y van a Filipinas, dejan allí el pellejo.

Polilla, aguado, modelo de sobriedad, aprobó con la cabeza, sentencioso.

-Vamos a ver -insisto afectuosamente, engatusando al ratoncillo de biblioteca-, todo eso está muy bien, y debo a doña Catalina profunda gratitud; pero, ¿a qué vertía querer que yo entrase monja? Carranza y el pobre Roa, que en gloria esté, hicieron una campaña...

-¡No me hables! ¡Indigna! Estuve por enviar un comunicado a las Dominicales. ¡Tenebrosa conspiración! No ignoras que hice lo posible porque abortase; bien recordarás mis protestas, mis consejos.

-¿A qué idea obedecería tal empeño, don Antón?

-¿A qué? ¡Inocente! ¿Y una muchacha tan superior como tú me lo pregunta? A fanatismo, a malicia negra. Quieren extinguir la fecundidad, el amor; mi odio a la vida toma esa forma.

-El caso es, don Antón, que ahora Carranza me aconseja que me case.

-Negocio verá en ello. Que si no...

-¿Y qué negocio pudo ver en mi monjío?

-¡Dale, hija! Fanatismo brutal. Inquisición pura.

-Creo que tiene usted razón -asentí-. Y en lo de ahora, ya viviré prevenida. Pero usted, reservadamente, me auxiliará con sus advertencias.

-Haré algo más... Tengo una idea... Una idea sublime...

¡Oh, inefable don Antón! Ya no me haces falta. Tú, el hombre de los datos, el genio de la menudencia... sin enterarte, me has puesto en las manos la antorcha. Me has enseñado, buen maestro, lo que no sabes. ¡Creía interpretar tus guiños, como clave de la verdad que ibas a descubrirme, ahora que ya no importa que yo la sepa; y los guiños no significaban sino el inofensivo desahogo de tu prevención contra Carranza, a quien no he de guardar rencor alguno por haber salvado la honra de mi madre!

Sí; ahora ni un solo hilo me falta; el pasado sale de su penumbra silenciosa y se acerca a mí, evocado por los hechos que me relató don Antón, y son ciertos, pero significan enteramente lo contrario de lo que él entiende... ¡Mi desprecio hacia los hechos, mi gran desprecio idealista, qué bien fundado! El hecho es cáscara, es envoltura de la almendra amarga de la verdad... El hecho vive porque nosotros, con la fantasía, le vestimos de carne y sangre... El hecho es la tecla; hay que pulsarlo... Ahora poseo la historia, si se quiere la novela, construida completamente...

Desfilan sus capítulos. Catalina Mascareñas y Genaro Farnesio, jóvenes, criándose juntos, jugando juntos en la casa. Genaro, como chiquillo listo, que sobresale de la domesticidad; Catalina, hija de padre viudo, un poco abandonada a sí misma, descuidada en la edad en que el corazón se forma y los sentimientos despuntan. Un amorcillo nace, y se delata, imprudente. El padre toma el mejor partido: buscándole decentes colocaciones, envía al muchacho fuera, lejos de Madrid. Le protege; vería con gusto que se casase. Entretanto, busca un buen novio para su hija. Catalina se une al señor de Céspedes. Probablemente no se casa a disgusto. Catalina es muy pasiva y acepta la vida, en vez de crearla. Vegeta satisfecha entre el esposo y el hijo. El marido muere; la señora se encuentra bien, sin saber qué hacer de su libertad, con los asuntos embrollados y mucha hacienda. Un cariño tranquilo, un recuerdo grato, han sustituido al antiguo amor; Farnesio la escribe un pésame; contesta afectuosa, deplorando a un tiempo la viudez y el peso de tanto negocio, la imposibilidad de fiarse en nadie; Farnesio replica ofreciendo su lealtad; a los pocos días está al frente de la casa, la dirige con absoluta probidad, con un celo de hermano. Es el útil, es el indispensable. La señora saborea la dicha de no tener que ocuparse de nada; Farnesio aquí, Farnesio allá... La presencia, continua; la confianza, omnímoda... Hay horas de soledad, frente a frente... La buena posición de doña Catalina atrae pretendientes; pero Farnesio, hábilmente, los aleja, los desconceptúa... Y sucede lo que tenía que suceder, y también algo presumible, siempre imprevisto; comprometida ya la señora, Farnesio no quiere saltar el peldaño, al contrario, desea por hidalguía, por abnegación, seguir siendo el inferior, el dependiente, el que en la sombra vela por una dama y una estirpe. La idea del matrimonio, que no hubiese sido antipática a la pasiva doña Catalina, él la rechaza reiteradamente, definitivamente; no rebajará a la mujer amada (el amor ya lo había olfateado yo en aquel dolor silencioso, profundo, en presencia del cadáver), no la hará avergonzarse ante su hijo, no suscitará la menor complicación para el porvenir. El altar de la honra y del decoro pide una víctima; la víctima seré yo. Se me buscan padres, es decir, padre, porque mi supuesta madre sucumbe al dar a luz a una niña, que habrá vivido algunas horas. Con dinero e influencia se arregla todo. Se aleja de mí a mi padre, no sólo para que no sea indiscreto, sino para no exponerme a las contingencias de su vida desordenada. Se le prohíbe, a ese pariente pobre y vicioso, que se vuelva a casar, para evitar que otra persona entre en el secreto, para ahorrarme madrastra. Mi padre apócrifo también ignora que yo sea cosa de doña Catalina. Supone acaso una aventurilla de Farnesio. El misterio se ha espesado por todos lados. La bala perdida se dirige a Filipinas... Allí hará su vida de costumbre... Reflexiono. Cuando la pasión aguija, ¿se retrocede?... ¡No! El clima de Filipinas es mortífero para sujetos como mi padre...

A mí se me inculca la idea monástica. El único que está en el secreto ¿total? ¿parcial?, es Carranza, y Carranza guarda la clave. Se trabaja, se prepara el terreno... Desde un convento no podré yo nunca afrentar a doña Catalina. Se me contenta con una pensión escasa, para que viva obscuramente, no me salgan galanes y me sea más fácil renunciar a un mundo en que hasta sufro privaciones.

Me resisto. Hay en mí fuerza, nervio, voluntad. Muere Diego. Entonces cesa la catequización... Sobreviene la larga enfermedad de doña Catalina... No quiere emociones: la horroriza verme; soy, ahora que distingue las cosas a la luz poniente de la vejez, su remordimiento, su caída... Y don Genaro me mantiene alejada, pero trabaja, siempre en la penumbra, para asegurarme la fortuna que él ha acrecentado. ¡Y lo consigue! -Nada ignoro ya de lo que me concierne. El conflicto interior, prontamente lo soluciono. Me quedo con mis padres oficiales. Si lo fuesen realmente, por serlo; y si no, por cooperar a esta superchería bien urdida. Es más cómodo, es más decoroso para mí aceptar la versión que me dan hecha. Y encuentro singular placer en reconocerme incapaz de sentimentalismos previstos y escénicos; de representar uno de esos melodramas en que se grita: «¡Hija! ¡Padre!» y se mezclan las lágrimas y los brazos. ¿Me han querido a mí de este modo, por ventura? No; me han impuesto el secreto, el silencio, la mentira. La mentira no es antiestética. Me conviene. Dueña de la verdad, encierro esta espada desnuda en un armario de hierro y arrojo la llave al pozo. Farnesio será toda la vida mi apoderado general; le trataré con extrema consideración, pero desde mi sitio, y, por medio de matices, conservaré la distancia que él ha querido que existiese...

-Un millón de gracias, amigo Polilla... Voy a ver si encuentro fotografías de papá y mamá, para encargar al mejor retratista dos lienzos. Quiero tenerlos en mi salón.

-¡Es muy justo! No comprendo, aquí que hablamos sin hipocresía, más religión que la de los antepasados. La moral del gran Confucio, que en eso se basa...

Le di cuerda, y me sirvió una menestra de descreencias cándidas, fundadas en que Josué no pudo parar el sol, en que la Inquisición tostó a marcha gente, y en que -este era su caballo de batalla- los cuerpos de los niños mártires Justo y Pastor, no se descubrieron porque tuviese revelación el obispo Asturio, sino por la tradición que sostuvieron los versos de Prudencio y San Paulino. «He allegado pruebas -repetía-, y echaré abajo esa ridícula fábula. Ya verán lo que es depurar los hechos hasta las semínimas. ¡Llevo escritas trescientas veinte cuartillas! ¡Me he remontado a las fuentes!».