II.

No era lerdo el tal cuando se trataba del vil ochavo. Aceptó de buena gana la consideracion que se le daba por aquella plutocracia de tradicional severidad, y se propuso utilizar el arma para llegar más pronto con su auxilio al fin á que se dirigia.

Merced á tan favorable coyuntura, no tardó en conocer perfectamente el terreno que pisaba.

Santander era una aldea grande, con casas muy viejas y calles muy irregulares, donde el confort no se conocía ni se echaba de ménos. Los hombres de quienes tomaba su prestigio é importancia la plaza famosa del Mar Cántabro, no levantaban media línea más que él, ni procedían de otro orígen más preclaro: indianos más ó ménos antiguos, sencillos en sus gustos, vulgares en sus formas, afanosos, pero nobles, en su profesion, ricos casi todos é ignorantes sin casi, como se dejaba ver en la sencillez primitiva de la poblacion, cuyo sosten y principal objeto eran ellos mismos. Verdad es que eran muy orgullosos, más que orgullosos, ásperos, desabridos; pero tambien es cierto que este resabio sólo se dejaba sentir contra la gente de poco más ó ménos, y hasta se trocaba en impertinente amabilidad cuando se trataba de un caudal bien cimentado, de lo que podia certificar él mismo.

Sin riesgo, pues, de deslucirse, ántes con muchas probabilidades de preponderancia, podia terciar, como uno de tantos, en aquel juego, en que, con un poco de serenidad y de prudencia, se ganaba siempre.

Formada su resolucion, hizo una visita á su pueblo, distribuyó algunos miles de reales entre sus paisanos, y se volvió á la ciudad donde tan importante papel hacía, y quedaba algo que, aparte de su proyecto citado, le escarbajeaba en la mollera, y tal vez en el corazon.

Este algo era la sexta hija de un rico colega suyo, una jóven blanca como una azucena, fina como una seda, y sosa como un espárrago. Vióla D. Apolinar cuando su padre le llevó á comer á su casa; halló en ella el tipo de sus ilusiones... y no quiso saber más. Pidió su mano; concediéronsela los papás desde luego, y todos los que querian á la favorecida se alegraron; todos... ménos uno. Este era un joven jurisconsulto de ingenio nada escaso, que seguia desde mucho atrás la pista á la beldad en cuestión, habiendo recibido de ella más de tres sonrisas y de trescientas miradas, lo cual no era poco, dado un carácter semejante. Pero la firma del pobre abogado no se cotizaba en el bolsin, y el padre de su ídolo, que sabia esto... y lo otro tambien, no sosegaba un punto. Juzgúese del placer con que oiria las proposiciones del nuevo pretendiente. En cuanto á la pretendida, no mostró hacia ellas la menor repugnancia; y se explica, aunque parezca que nó: era el candidato indiano rico, y los noviós de esta madera siempre fuéron aqui de moda; y yendo á la moda una mujer va muy á gusto, aunque lleve á cuestas un borrego.

Casado D. Apolinar, alquiló tres partes de una casa próxima al muelle: el piso principal, el entresuelo y el almacén: el primero para habitación, el segundo para escritorio, y el tercero para depósito de mercancías.

El entresuelo es el que nos importa, y éste es el que vamos á examinar, tal cual se hallaba algunos meses después de ingresar el indiano Regatera en el gremio mercantil.

Era un salón angosto, largo y bajo de techo. A la derecha de la puerta de entrada habia un doble atril de castaño; á la izquierda otro más alto, de pino pintado de color de chocolate; junto al primero dos banquetas, una forrada de badana verde con tachuelas doradas alrededor del asiento, y otra sin forrar; junto al segundo otra banqueta tambien de madera limpia y una especie de facistol de la altura de un hombre; entre los dos atriles, es decir, enfrente de la puerta, una mesa de castaño, rodeada de un listón de media pulgada de alto, y con un grande agujero en un ángulo, el cual agujero servia de boca á una manga de lona que por debajo del tablero de la mesa colgaba hasta cerca del suelo; á un extremo del salón, inmediatamente detras del banquillo de las tachuelas, una puerta recien hecha, con gruesos clavos de apuntada cabeza, cerrada sobre dos pernos enormes, con un colosal candado de hierro, amén de la llave, que, á juzgar por el tamaño del ojo de la cerradura que se veia debajo de aquel, debia pesar dos libras cumplidas; cuando esta puerta, siempre por la mano de D. Apolinar, se abría rechinando, á la luz de un cabo de vela de sebo que el indiano llevaba á prevención, se medio distinguía en el centro de una pieza de seis pies en cuadro una mole de hierro que, aplicando á una hoja

 TOMO VIII.            13 de cierta guirnalda mal grabada que le servia de adorno, la punta de un clavo trabadero, y después de haber dado seis vueltas á una llave especial, y de soltar cuatro candados, se dejaba abrir por la parte superior, mostrando entónces, por entrañas, montones de talegas repletas de oro y cartuchos de todas clases de monedas, menos de cobre, pues éstas yacian en saquillos de arpillera, dentro de la mazmorra si, pero fuéra de la caja. Por todo adorno en las paredes del escritorio un Plan de matriculas, otro de Señales de la Atalaya, una cuartilla de papel con los Dias de correo á la semana, y una percha de cabreton. Añádanse á estos detalles media docena de sillas de perilla arrimadas á los gruesos muros de la caja, y paren ustedes de contar. La banqueta forrada la ocupaba D. Apolinar y la inmediata su amanuense, á cuyo cargo se hallaban también el copiador de cartas y el de letras, más la presentación y cobro de éstas, sacar el correo, abrir y cerrar el escritorio, correr las hojas, etc., etc. La mesa del centro era para contar dinero, el cual se echaba por el agujero á la manga adyacente que iba á desembocar al saco previamente colocado debajo. El otro atril, la banqueta y el facistol correspondientes eran para el viejo tenedor de libros. Dos palabras acerca de este tipo, cuyo molde se perdió muchos años hace. Era su cargo el término anhelado de una carrera de treinta años de pinche, durante la cual, como es fácil de comprender, todo se combina en el aspirante: el humor, el apetito, la salud... todo, ménos la paciencia y el pulso.

Este hombre no reia, ni hablaba, ni pisaba récio desde el momento en que entraba en el escritorio. entónces se quitaba á pulso el sombrero, y á pulso le sustituía en la cabeza con un gorro de terciopelo negro; á pulso se ponia los manguitos de percalina; á pulso y con respetuosa parsimonia abria los libros, y á pulso mojaba la pluma y sentaba las partidas, y ataba y desataba los legajos que le entregaba en silencio el principal, á cuyo cargo estaba la obligación de volverlos á recoger. Ordinariamente no fumaba, pero si tenia este vicio, fumaba cuatro medios cigarrillos al dia, dos por la mañana y dos por la tarde, uno de ellos al medio y otro á la conclusión de la tarea, la cual tenía para él términos fijos inalterables. No la cercenaba ni un segundo al empezar, pero si al ser las doce en su reló de plata, por la mañana, ó las seis por la tarde, le faltaba una palabra, una sola letra para concluir el renglón ó período que escribía, alzaba la pluma, la limpiaba sobre el manguito izquierdo, y así quedaba el asunto hasta la próxima sesión. Ni un instante más ni ménos de lo justo; ni una plumada siquiera en asuntos de la jurisdicion de otra mesa. En cuanto á los libros, eran suyos, exclusivamente suyos, y el principal mismo tenia que pedirle por favor que se los abriera para examinar el estado de alguna cuenta. ¿Tocarlos otra mano que la de él? ¡Jamas! La contemplación de aquellas letras perfiladas, de aquellas columnas inmensas de números casi de molde, de aquel rayado azul y rojo, era su orgullo, el único deleite de su alma al abrir las extensas páginas de sus dos infolios de marquilla. Un borrón sobre ellas, y su naturaleza, probada al rigor de un método inalterado de treinta años, se hubiera quebrado como débil caña.

Con un hombre así, y los demás elementos materiales inventariados de su escritorio, contaba D. Apolinar de la Regatera como auxiliares de su instinto mercantil en la nueva campaña que habia abierto.

Los corredores le importunaban poco, pues sabian que de un hombre semejante se sacaba escasa utilidad. Efectivamente, Don Apolinar, que no se fiaba ni de su sombra, gustaba de hacer los negocios por su mano, y asi no solamente los discutía á su antojo, sino que, no parándose en la fé de una muestra aislada, iba á la pila, y allí se hartaba de palpar, oler y paladear el género, hasta que le hallaba á su entera satisfacción. Entónces, si el negocio era de clavo pasado, como él decia, le abarcaba solo; pero si presentaba la más pequeña duda, le dividía en lotes, y aplicándose uno á si mismo, se consagraba una semana á conquistar amigos que cargasen con los restantes, mancomunidad en que él entraba con frecuencia á solicitud de alguno de los mismos reclutados. De este modo, si se perdía, la pérdida no podía ser grande, y si se ganaba eso más habia en la caja. Tomar poco y á menudo, y abarcar algo ménos de lo que se pudiere; pisar sobre terreno conocido, dejando siempre cubierta la retirada; llevar á la Habana frutos de Castilla, y á Castilla frutos coloniales , ó vender los unos y los otros en la plaza misma, si se presenta ocasión ventajosa; cobrar en moneda sonante y de buena ley, hundirla en los abismos de la mazmorra... y dejar el mundo y las cosas como se hallasen; y «Antón Perulero, cada cual á su juego, y á Cristo por Redentor le crucificaron.»

Tales eran sus máximas; tal era su ciencia.

Hé aquí ahora su estilo:

«Muy señor mió y mi dueño: Por la presente acúsole recibo de la muy atenta y favorecida del tantos de los corrientes, atento á cuyo contenido diré.

Fué en mi poder la letra que adjunta acompañaba de su mismo puño á los 8 dias vista, y cargo de estos Señores Cascarilla hermanos y C.ª, por valor de

Rs. 12.576 con 31 mrs. de vellon. Mencionados señores han dicho ser corriente referida letra, por lo que hago á V. abono en su cuenta de expresada cantidad que en su dia y Dios mediante será efectiva, sin cuyo requisito valgan en mi favor todas las salvedades de costumbre.

Subsiguientemente me impongo de que me dice V.: «Tal y tal (y copiaba aquí cerca de una carilla de la carta de su corresponsal).» A lo que respondo refiriéndome á la mia del tantos en que decia que: «esto y lo otro (y reproducía íntegro un párrafo de su carta citada).»

El mercado de caldos sigue encalmado; si bien las aceites arribaron ayer á una poca de estima, motivado á que, como era dia de correo, se supo que la cosecha de aceituna en el literal de Sevilla amagaba de malogro.

Azúcares. Este dulce en favor, maximen los mascabados y el blanco Bombita y el Guanaja.

Harinas. Este polvo, un tanto desconcertado, segun el viso que va presentando la sementera en Castilla al respective de los últimos temporales.

Por el correo de la próxima semana venidera daré á V. nuevas noticias, si el caso lo requiriese. Por hoy sólo tengo que repetirme de V., como siempre, y para cuanto guste, suyo afectísimo S. S. Q. B. S. M.»

Esto, dictado por D. Apolinar, lo escribia su amanuense con la más desastrosa ortografía, sobre un ancho papel verdoso sin membretes ni garambainas.