I.

Fué á la Habana en 1801, en el sollado de un bergantin, entre otros cien muchachos tambien montañeses, tambien pobres y tambien aspirantes á capitalistas. Unos de la fiebra amarilla en cuanto llegaron, otros de hambre, otros de pena, y otros de fatigas y trabajos más tarde, todos fuéron muriendo poco á poco. Él solo, más robusto, más animoso, ó más afortunado, logró sobreponerse á cuantos obstáculos se atravesaban delante de sus designios.

Treinta años pasó en la oscuridad de un roñoso tugurio, sin aire, sin descanso, sin libertad y mal alimentado, con el pensamiento fijo constantemente en el norte de sus anhelos. Una sola idea extraña á la que le preocupaba, que con ésta se hubiese albergado en su cerebro, le hubiera quizá separado de su camino, haciéndole sentir el rigor de las asperezas que le obstruian.

Creo que fué Balmes quien dijo que el talento es un estorbo cuando se trata de ganar dinero. Nada más cierto. La práctica enseña todos los dias que, sin ser un monstruo de fortuna, nadie la conquista luchando á brazo partido con ella si le distrae de su empeño la más leve preocupación de opuesto género. De aquí que no inspiren compasión los sufrimientos del hombre que aspira á ser rico por el único afán de serlo. En el placer que le causa cada moneda que halla de más en su caja, ¿no está bien remunerado e trabajo que le costó adquirirla? ¡Ay del desdichado que busca el oro como medio de realizar empresas de su ingenio! No le tenia muy pronunciado el mozo en cuestion, por dicha suya. Así fué que, dándosele una higa porque á sus oidos jamas llegase una palabra de cariño ni á su pecho una pasión generosa, echó un dia una raya por debajo de la columna de sus haberes, y se halló dueño absoluto de un caudal limpio, mondo y lirondo de veinticinco mil duros; sumó después los años que él contaba, y resultaron cuarenta y cinco.

— ¡Alto! —se dijo entónces;— reflexionemos ahora.

Y reflexionó. Era la primera vez que tal le ocurría en tantos años empleados pura y exclusivamente en atesorar peluconas.

Hé aquí el resumen de sus meditaciones:

«En la situacion en que se hallaba podia, dando más latitud á sus especulaciones, aumentar considerablemente el caudal; pero se exponía tambien á perderle; además, le habian conocido alli ciruelo y no le prestarían la consideración á que se juzgaba acreedor. Lo contrario le sucedería en su pueblo natal, donde pasaría por un Nabab, llevándose el respeto y las atenciones de sus paisanos; pero ¡eran estos tan pobres! Iban á saquearle sin piedad. Por otra parte, habiendo muerto ya sus padres, á quienes en vida socorrió largamente, ¿qué atractivo podian tener para él los bardales de su lugar? Establecerse en Santander ya era distinto: esta ciudad, que al cabo era su país, le brindaba con ocasiones de especular, si quería; de figurar en primer término entre los más encopetados señores, y, sobre todo, de casarse con una señorita joven y fina, único lujo de ilusiones que se habia permitido su imaginación en los treinta años de cadena sufridos detras del mostrador.

Como buen montañés, sentía muy vivo en su pecho el santo amor á la patria, y no vaciló, conste en honra suya, para adoptar una resolucion definitiva.

Esta fué la de trasladarse, por de pronto, á Santander con cuanto le pertenecia, y al efecto escribió pidiendo los necesarios informes acerca del estado de la plaza.

Ateniéndose con fe á la contestacion, que procedia de persona de reconocida formalidad, invirtió su dinero en azúcar y en café, fletó un bergantin y se embarcó él mismo á su bordo, resuelto á hundirse con su fortuna en el Océano sí estaba escrito que el fruto de tantas privaciones no habia de llegar á seguro puerto.

Pero, léjos de hundirse, hizo uno de los viajes más rápidos que se hacian entónces: cincuenta días tardó nada más desde el castillo del Morro al de San Martín. Personas que al fondear el buque en frente de la Monja, le vieron de pié sobre la toldilla de popa contemplando afanoso el panorama que se desenvolvía ante sus ojos, aseguran que era bajo de estatura, ancho de espaldas y de piés planos y juanetudos. El color de su cara moreno pálido y algo reluciente ; los pómulos destacados, los ojos pequeños y hundidos, los lábios gruesos y mal cerrados y las cejas espesas; la cabeza, en conjunto, redonda como un queso de Flándes, pero de mayor diámetro que el más grande de estos; el pelo corto, espeso y áspero; la barba rapada á navaja, ménos un mechón, entre mosca y perilla, que le colgaba del lábio inferior, y una especie de barboquejo de largos pelos que le protegia el cuello de la camisa contra los punzantes cañones de la sobarba. Sobre el pelo llevaba un jipi-japa, y bajo la perilla, arrollado al pescuezo, un pañuelo de seda á cuadros rabiosos. Vestia levita negra de Orleans, y pantalón y chaleco de dril blanco, destacándose sobre el último gruesa cadena de oro, y calzaba holgados zapatos de charol.  Y es cuanto tengo que decir al lector acerca de D. Apolinar de la Regatera desde que salió impúbero de la choza paterna hasta que llegó de retorno de la Habana, casi viejo, á la bahía de Santander.  Hallábase este mercado á la sazón, á plan barrido, como decirse suele, en punto á azúcares y cafés. Súpose en breve lo del arribo de estos artículos por el bergantín fletado por D. Apolinar, llovieron demandas sobre éste, y sin dejarle desembarcar siquiera, arrebatáronle el cargamento al precio á que quiso cederle.  De este modo el caudal de Regatera, mejorado, como los vinos, con el mareo, salió de la Habana con medio millón y al desembarcar en el muelle de Santander apenas podia revolverse en cuarenta talegas.  El salto, pues, á tierra, de D. Apolinar, hizo más ruido en el pueblo que el que han hecho en el mundo los saltos más célebres, desde el de Safo en Leúcade hasta el de Alvarado en Méjico, y los de Leotard en los trapecios de su invención. Su entrada en Santander, á la vez que un negocio, fué un triunfo. La plaza le saludó con todos los honores, batiendo á su paso el cobre de las cajas más repletas, y abriéndole de par en par salones y gabinetes. El vulgo se conmovió tambien con tanto ruido, y en mucho tiempo no conoció al afortunado intruso por otro nombre que el del indiano del azúcar.