Dos rosas y dos rosales: 22

Dos rosas y dos rosales de José Zorrilla
Las almas enamoradas. Capítulo I: I.
Las almas enamoradas

Historia de la segunda rosa
Drama-leyenda


Segunda parte

de la historia de dos rosas y dos rosales


Al Sr. D. Antonio X. de San Martín:

Nos hemos estimado antes de conocernos: permítame V. que una su nombre á la obra que me ocupaba en escribir cuando nos conocimos.

Habana, febrero 7 de 1859.

José Zorrilla

Capítulo I. Introducción de la leyenda y esposición del drama. editar

I. editar

En un bello lugar de Andalucía,
Cuyo nombre saber no importa nada
Pero que está entre Córdoba y Granada
Hace muy pocos años existía
Una antigua familia de Rosales,
Hacendados y nobles, de los cuales
Mucho crecido la progenie había.
Algunos en negocios comerciales
Habían engrosado sus caudales;
Y otros, por ostentar bizarro porte,
Cercenado los suyos en la Corte:
Todos eran no obstante caballeros;
Y aunque unos eran pobres y otros ricos,
De una familia histórica herederos,
Los grandes y los ricos a banqueros
Llegaron, y los pobres y los chicos
No tenían su hacienda entre usureros
Ni debían a sastres ni a tenderos
Ruin cantidad en vergonzosos picos.
Era, pues, la familia de Rosales,
Partida en dos ramales
De ricos y de pobres, una raza
Cuya firma con crédito en plaza
Corría, y en los círculos sociales
Eran bien recibidos en persona:
Porque al que de ellos no le abona el oro
En el mercado, en sociedad le abona
Su digna rectitud y su decoro.
La historia de esta raza era un misterio:
La tradición entre ellos suponía
Que fundado la había
Una Rosa, heredera de un imperio:
Mas la verdad de semejante evento
Bien ni por ellos mismos se sabía;
Historia o tradición, era ya un cuento
Que amparó en su región la poesía.
Y como de esta tradición o historia
La narración tiempo ha que llevo escrita,
No hay para que traerla a la memoria,
Porque de ella la de hoy no necesita.
Mas de su historia o tradición quedaba
En aquella familia una costumbre,
Que de esta descendencia
Cada rama en las suyas conservaba
A la pasada edad por deferencia,
Lo mismo la que había hasta la cumbre
Llegado del poder y la riqueza,
Que la que vegetaba en la pobreza:
Y he aquí la costumbre que tenían:
Por yo no sé qué votos, o qué leyes,
Que ya de atrás impuestas les venían
Por su generación, como los reyes
Unos con otros siempre contraían
Lazo matrimonial: y al bautizarlos,
Por una pertinacia caprichosa
Todas las hembras se llamaban Rosa,
Y todos los varones eran Carlos.
Mientras que fue su descendencia escasa,
No fue difícil cosa
Nombrar y distinguir personalmente
Los Carlos y las Rosas, entre gente
Que de pequeño número se pasa:
Mas cuando la familia se fue haciendo
Cada generación más numerosa,
Y se fueron sin fin subdividiendo,
Y con nueva familia en nueva casa
Separando a su vez y estableciendo
Se fueron uno y otro matrimonio,
Imposible fue ya diferenciarlos;
Y cuando era preciso,
Para cualquier negociación citarlos,
Era una algarabía del demonio
Y se hallaba el más diestro en compromiso
Metido entre las Rosas y los Carlos.
Esta costumbre, que por ley, o voto,
Se les impuso en tiempo muy remoto,
No falta quien pretenda
Que por razón de sucesión y hacienda,
Al fin se había atropellado y roto
Por algunos Rosales
De la generación de esta leyenda:
Y entre los individuos de ella actuales
Había ya un Don Juan, cuya fortuna
Estaba con gran éxito empeñada
En brillantes negocios comerciales,
Y un Don Gil, maestrante de Granada
En el pueblo de que eran naturales,
Cuyo nombre saber no importa nada.

Y aquí creo, lector, que es oportuna
La ocasión para darte unos precisos
Detalles personales,
Claros como concisos
De los Carlos y Rosas principales,
Mis héroes actuales,
Para evitarnos luego compromisos
Con personajes tales,
Y no perdernos hoy, por mi torpeza,
En este laberinto de Rosales.

El Don Gil era viejo, y la cabeza
De la familia: por lo cual moraba
En el palacio antiguo en que arraigaba
El antiguo solar de su nobleza:
Mas, aunque su palacio conservaba,
Empezaba a caer en la pobreza.
Por una de esas muchas bizarrías
Que se han visto y verán todos los días,
Este Don Gil, admirador sincero
Del capricho tenaz de su prosapia
Y de su nombre y timbres heredero,
De todos los Rosales fue el primero
Que se echó al otro lado de la tapia:
Y encontrando estrambótica y molesta
Esta costumbre a su familia impuesta
De usar sin variedad nombres iguales
Con mengua manifiesta
Y desprecio de todos los Rosales,
Sin dársele un ardite de enojarlos,
Por el nombre de Gil cambió el de Carlos.
Es verdad que entre todos
Los de familia tal no hubo ninguno
De carácter más hosco e importuno,
De peor genio ni peores modos.
Aunque noble en el fondo y caballero,
Falto de educación y mal criado,
No habiendo sido nunca coartado,
Era en su forma bárbaro y grosero.
Tuvo en su juventud muchos amigos
Con quienes malgastó tiempo y dinero;
Mas, tenaz, agresivo y altanero
Se les cambió uno a uno en enemigos;
Y colérico al fin y pendenciero,
Por las causas más leves,
Paró con todos en cruzar su acero.
Dos de ellos con razón, mas con villanos
Procederes aleves,
Una noche por celos femeniles
Ambos con él vinieron a las manos;
Mas no fue el ser hermanos
Razón bastante para ser tan viles.
El que iba detrás de él, desprevenido
Le cogió por la espalda, y por el talle
La espada atravesándole, tendido
Le dejaron y exánime en la calle.
Don Gil por la justicia recogido
Logró sanar: pero quedó impedido
Para usar las armas. En su abono
Tuvo D. Gil notable circunstancia,
Y fue que al agresor no guardó encono;
Y porque aquel traidor jamás se halle,
Se negó con estoica arrogancia
A dar sobre él ni seña ni detalle.
“Si manos y poder Dios me dejara,
(Dijo en una ocasión con aire fiero)
“Yo le hubiera obligado cara a cara
“A batirse y morir cual caballero;
“Mas pues Dios me lo veda y lo prohíbe,
“La venganza que mi alma a Dios le cede
“A juez humano encomendar no quiero;
“Que viva con su crimen, si es que vive,
“Y que muera tranquilo, si es que puede.”

Don Gil casó con hembra de su raza
Siguiendo de su estirpe la costumbre:
Mas para ser feliz, no se dio traza
Soltero ni casado;
El vivió renegando de su estado,
Y henchida su mujer de pesadumbre
Llorando a solas su menguada suerte,
Al cabo de diez años de pesares
Entró en su alcoba a desatar la muerte
El lazo que ató Dios en los altares.
Quedó viudo Don Gil con una niña,
Y su mansión encomendó a una hermana
Que, tan hosca como él, la casa aliña,
Pero jamás se atrae ni se encariña
Con ser alguno de la raza humana.
Don Gil, que cada vez más caprichudo
Y más en sus caprichos testarudo,
De alma a la vez incrédula y devota,
A veces reza y a las veces vota
Y la paciencia universal agota
Con la impaciencia de su humor sañudo,
Mas se malhumoraba cada día,
Porque a veces sufría
Rudos ataques de emperrada gota;
Y como en sus adentros preveía,
Viendo a menos venir su hacienda escasa,
La época cada vez menos remota
De la ruina completa de su casa,
Se despertaba a veces insufrible
En su genio violento e irascible.
Su hija, que era una niña muy graciosa,
Que por supuesto se llamaba Rosa,
Se fue desarrollando gradualmente
Y haciéndose mujer, no muy hermosa
Como hasta aquí lo han sido eternamente
Todas las heroínas de novela,
Sino de mucha gracia y atractivo,
De genio dulce y de talento vivo:
Cuya alma cariñosa se revela
En su semblante móvil y expresivo.
No podía aplicarse a su persona
El título de bella: su hermosura
Consistía en su gracia, en la dulzura
Y en el decoro casto que la abona,
En un aire celeste en que la inunda
Su virtud, y que nunca la abandona:
De sí misma exhalado, la circunda
Cual la luz que los ángeles corona.
Mas al citar su gracia, no se crea
Que es decir por decir, porque era fea,
Y que al decir de Rosa
Que es buena y es graciosa,
Es porque fea no hay quien no lo sea:
Al contrario, de Rosa la figura
Atraía la vista como hermosa;
Mas, bien vista, era escasa de hermosura:
Sus ojos eran grandes, cristalinos,
Como los de la corza y la gacela;
Su frente tersa, sus cabellos finos,
Su piel sin pecas, nacarada y lisa;
Su dentadura igual, limpia y enana,
Su voz plateada, dulce su sonrisa,
Sus labios de carmín, su boca sana,
Pequeña y suave su rosada mano,
Y su pié tan pequeño
Que, a no ser andaluz, por su paisano
Le pudiera tomar un mejicano.
Y sin embargo Rosa,
A pesar de estas gracias y estos dones,
No podía decirse que era hermosa.
Faltaba a su figura
Desarrollo y vigor, a su estatura
Tamaño, y perfección a sus facciones.

Tales eran las gracias corporales
De la segunda Rosa,
De mis dos Roas y mis dos Rosales:
De sus dotes morales
Nos resta prevenir muy poca cosa:
La narración las dejará cabales,
Su alma sin hiel, su corazón ardiente
Percibe que en su centro
Se desarrolla una pasión naciente,
Cuyo fecundo germen lleva dentro:
Su corazón por eso, de ella herido,
Siente tan susceptible
De impresiones que hasta hoy nunca ha sentido
Y está tan exaltado, tan sensible,
Que a la emoción más leve comprimido,
Sube desde él a helar sus labios rojos
Un frío que jamás se le ha invadido,
Y una caliente lágrima a sus ojos.
Sensible, apasionada, fiel, paciente,
Nació la triste Rosa de mi cuento
Para ser infeliz perpetuamente.
Dios al mundo la envió por un momento
Para dar a la tierra corrompida
Su cuerpo débil, al amor su vida,
Su fe a Dios, y su alma al firmamento.
Rosa era con su padre complaciente,
Cariñosa, sumisa y obediente;
Le servía ligera como el viento,
Y le cogía al vuelo el pensamiento:
Don Gil, aunque la amaba ciegamente,
La daba con su amor siempre tormento;
Ella era quien pagaba sus enojos,
La que aguantaba sus amargos dichos,
La que satisfacía sus antojos:
La víctima infeliz de sus caprichos.
Esta Rosa era en fin, rosa entre abrojos;
Mas la espina más honda que esta Rosa
En su apenado corazón tenía
Clavada, era una tía
Vieja, fea, soltera y envidiosa,
Que la quería mal porque era hermosa,
O al menos todo el mundo lo decía,
Y porque con afán poco cristiano
Deseaba la hacienda de su hermano.
De esto se ve en el mundo cada día.
La tía se llamó en sus verdes años
Rosa también: mas viéndose ya vieja,
Y lleno el corazón de desengaños,
Se llegó a convencer de que no hacía
Con su virginidad un poco añeja
Un nombre tan gentil buena pareja:
Y de don Gil siguiendo los extraños
Modos cambió de Rosa en Rosalía.
Mas como nunca en los lugares falta
Murmuración y crítica, y en todos
Por diferentes modos
Desde la más humilde a la más alta
Persona del lugar recibe apodo
No era aborto del vulgo: otro tenía,
De quien no hemos hablado todavía,
La mayor parte en él, cuando no el todo.
Sabrás pues ¡oh lector! que su autor era
Un mozo muy galán y de talento;
Pues de no ser así nunca pudiera
Ser, como lo es, el héroe de mi cuento.
Como en la historia de él la mía estriba
Bueno será que yo te le presente,
Y que en seguida de la de él te cuente
La mía; o, mejor dicho, te la escriba.
Y como este mancebo no es un hongo
Que nace de por sí, y es evidente
Que aunque sea en las pampas, o en el Congo,
Ha debido tener padre, o pariente,
Es justo que subamos más arriba,
Y que sepamos algo de la gente
Noble o plebeya de la cual deriva.
Preciso es confesar de cualquier modo
Que esta manera clásica y pesada
De contar es, lector, la verdadera,
Que todas las demás no alzan un codo
De esta en comparación, ni valen nada;
Porque aunque es infantil, impertinente,
Y soñolienta, al fin es la manera
Que está por la Academia sancionada;
Y la Academia al fin lo sabe todo
Porque es sin duda alguna omnisapiente.
Así que yo, que en su saber me fundo,
Y que debo tener por la Academia
Un respeto muy cándido y profundo,
Pues no temo decir una blasfemia
Que en el reino de Dios entrar me impida
Diciendo que por ser un vagabundo
He tenido el placer de ser en vida
El solo ex-académico del mundo,
Me he resuelto a tomar sus buenos modos
Para escribir desde hoy mis libros todos.
¿Dónde hay cosa más lógica, y que pruebe
Mejor educación, ya que no sea
La de más interés, ni la más breve,
Que empezar una historia, ante quien lea
Presentando por orden, uno a uno,
Los personajes de ella, y a su vista,
Haciéndoles formar como en revista,
Irlos citando sin dejar ninguno?
No hay método mejor: a él me acomodo:
Y desde hoy a partir a él me suscribo.
¡Mal año para mí si de otro modo
Lo que haya de escribir jamás escribo!
Adoptado ya, pues, tan buen estilo,
En la clásica forma, de mi cuento
Vuelvo a anudar, lector, el roto hilo,
Y a Don Carlos Rosales te presento.

Era su pare de Don Gil hermano:
Mas como no tenía muchos reales
A dinero redujo sus caudales
Y pasó al Continente Americano.
Dio en Lima, y en negocios comerciales
Haciendo asociación con un Limeño
Les sopló la fortuna muy en breve.
Trabajando con honra y con empeño
De un rico capital se encontró dueño:
Mas nadie en la fortuna fiar debe.
Tenía aquel Rosales solo un hijo:
Al verse con dinero
Se acordó de su estirpe, y como noble
Quiso tener un hijo caballero.
En educarle puso afán prolijo
Y por lograr su afán sobre un velero
Bergantín le envió a Europa: privilegio
Del gobierno sacó, como extranjero,
Y de la corte de la culta Francia
Obtuvo plaza en el mejor colegio:
Con que pudo decir con la arrogancia
Del hombre rico y de nobleza rancia
Que de París y su instituto regio
Saldría su hijo un hombre de importancia.
Su esperanza era justa; porque el hijo,
Que se llamaba Carlos, por supuesto,
En los principios de su padre fijo,
Y de su padre a secundar dispuesto
La noble y justa pretensión, se dijo:
“Salir de este país sin hacerme hombre
“De importancia en el mío, y de provecho,
“Será, además de mancillar mi nombre,
“No tener corazón dentro del pecho.”
El mozo era tenaz, y el que con brío,
Con fe, constancia y juventud se empeña
En la empresa más ardua, la domeña:
Y así lo hizo el galán del cuento mío.
Estudió con fervor y con constancia,
Y en siete años que allí duró su estancia,
Cercenando horas del placer y el sueño,
En el colegio principal de Francia
Dejó con honra el pabellón Limeño.
Mas he aquí de la suerte la inconstancia:
Cuando faltaban, nada más, dos años
Para tener su educación completa,
Y salir hombre al mundo, por extraños
Sucesos vino a desatarse el nudo
Con que tenía al parecer sujeta
De la fortuna ruin la rueda inquieta.
¡Para la suya fue golpe muy rudo!

Su padre por desfalcos mercantiles
Causados en su hacienda
Por las guerras civiles
Del Perú, en la política contienda
Víctima inerme de enemigos viles,
Tuvo su haber que presentar en prenda
De un capital no habido, y reclamado
Por un amigo infiel como prestado:
Metido al fin por él en un litigio,
Aunque salió el contrario condenado,
Él no halló entre las cuentas del juzgado
De capital ni réditos vestigio:
Todo la hambrienta ley lo había tragado.
El infeliz murió desesperado
En el Callao de Lima sin herencia
Que dejar a su hijo, el cual en Francia
Se creía los frutos de la ciencia
Pronto a alcanzar, saliendo a la existencia
De hombre con mucho honor casi en la infancia;
Pues cuando sucedía
Esta legal tragedia allá en su casa
La edad del joven Carlos rayaría
En su veintiuna primavera escasa.
Don Gil, que a la verdad lo que tenía
No era mal corazón, sino mal genio,
Lloró la muerte de su hermano en Lima
Porque era él a quien tuvo en más estima,
Y al saber que del huérfano el ingenio
Dar ofrecía una cosecha opima,
Como supo mejor tendió la mano
Al hijo de su hermano,
Y el cargo del sobrino se echó encima.
No le pesó: Don Carlos era un mozo
A quien apenas apuntaba el bozo,
Mas le hizo Dios de suyo caballero,
De recto juicio y corazón entero:
Y contra lo que justo cree no hay fuerza
Que la indomable voluntad le tuerza.
Vio que su dignidad no permitía
Que en el colegio continuara un día
Más, sin haber sus cuotas satisfecho;
Y aunque favor al rey pedir podía,
Seguro de que airoso quedaría,
no quiso: y renunciando a su derecho,
Y al porvenir brillante que tenía,
Su profundo pesar guardó en el pecho
Y se vino en silencio a Andalucía.
Rudo fue el cambio, mas con bien fue hecho.
El mozo al encontrarse con su tío
Ganó su voluntad con su despejo.
Carlos en su exterior era algo frío;
Mas al pasar desde París del viejo
Gotoso al destruido castillejo,
Solitario y sombrío,
Se portó como un hombre de talento
Siempre a su tío a complacer atento.
Y siempre procurando
Manifestarse a sus antojos blando,
Y mostrar al favor que de él recibe
Noble agradecimiento;
No servil sus caprichos adulando,
Sino con digna lealtad probando
Que sabe bien que por su tío vive.
Desde el primer momento
En que llegó a su casa se hizo cargo
De su difícil posición en ella:
Mas no necesitó tiempo muy largo
Para sondar los varios caracteres:
El tío regañón, la prima bella,
La tía avara… se orientó de todo,
Y resolvió estudiar el mejor modo
De conjurar allí su mala estrella
Con aquel ogro y con las dos mujeres.
No le costó en verdad mucho trabajo
Con la brillante educación que trajo
De Francia: su instrucción, su alma severa,
La simpatía universal captáronle
Muy pronto, y todos necesario halláronle
Para alegrar su soledad y pena:
Y pronto la mansión cambió de escena,
Pues pronto, como dicen vulgarmente,
Don Carlos la volvió de arriba abajo:
Del viejo tío la atención se atrajo
Con su social conversación amena:
Compañía le dio continuamente,
Sus enojos continuos evitando
Con su continua distracción: la tía
Se pagó de la atenta deferencia
De su galante y liberal sobrino,
Y moderó su avara impertinencia
Ante la gravedad y la decencia
Del noble mozo que de Francia vino.
Rosa, en su compañero de paciencia
Hallando un auxiliar tan poderoso,
Vio ya lucir más claro su destino:
Todo en fin en la casa del gotoso
Comenzó a entrar en calma y en reposo,
Entrando todos en mejor camino.
Carlos compró un mediano
Y barato piano
Que al irse del lugar vendió un vecino,
Y empezaron las noches a pasarse
Un tanto entretenidas: Rosa-Seca
A Don Carlos franqueó la biblioteca,
Que diez años pasó sin ventilarse,
Y de cuyos estantes y cajones
Eran únicos dueños los ratones.
Don Carlos, sus estantes registrando,
Halló infolios y viejos pergaminos
Con algunas curiosas narraciones
De historias del país y tradiciones;
Y empezaron de noche a deleitarse
Con lecturas de cuentos peregrinos;
Y más tarde empezaron a acostarse,
Y otra vida a llevar más apacible
Que la que procurado les había
El humor irascible
Del tío, y las cuestiones de la tía
Sobre su miserable economía.
Tomó pues su existencia un nuevo sesgo
Que un porvenir tranquilo parecía
Augurar: solamente se corría
En tan feliz transformación un riesgo.

Este Don Carlos tan gentil, tan grave,
Amable tan sin par, nacido en Lima,
Y educado en París, hijo del clima
Ardiente de la América, y que sabe
Cuanto en sus años juveniles cabe;
Tan lleno de entusiasta idealismo,
A quien tan fiero corazón anima,
Que con tan honda fe fía en sí mismo,
Que tiene ya, aunque huérfano y tan joven,
Ideas tan seguras y tan latas
Del mundo; que de Schubert y Beethoven
De Kálbrenner y Litz toca sonatas
Que en siete lenguas habla y en tres rima;
Que, siendo bachiller en ciencias y artes,
Y profesor de equitación y esgrima,
Puede hablar y lucir en todas partes,
Y conquistarse universal estima,
Este intruso sultán que en un estío
Pudo hacer que en el alma de su tío
Nuevo carácter su presencia imprima,
Que se hizo respetar con su aire frío
De su avarienta tía, y nuevo sesgo
Dando a las cosas de la casa, intima
Con todos a la vez, ¿no corre el riesgo
De deslumbrar el alma de su prima,
Y de inspirarla una pasión de fuego
Que puede solo Dios apagar luego?





Yo no lo sé: mas la leyenda mía
Sin este amor leyenda no sería.