Dos mujeres: 30
Capítulo XXIX
Carlos fue nombrado secretario de la embajada de España en Inglaterra y debía ir sin dilación a ocupar su destino. Don Francisco había pensado en acompañarle con Luisa, pero Carlos logró hacerle mudar de intención, guardándose bien de oponerle una manifiesta resistencia. Persuadiole de que el clima de Inglaterra sería muy perjudicial a su esposa, en el estado delicado en que su salud se encontraba, que sus intereses recibirían muchos y grandes perjuicios de la ausencia de don Francisco, y lo único que hacía vacilar aún al buen anciano y no ceder enteramente a los deseos de su hijo, era el temor de causar un mortal disgusto a su nuera con esta segunda y larga separación.
Sin embargo, preparábase Carlos para su partida sin que hubiese en estos preparativos la menor apariencia de que le acompañase su mujer, y ella que hasta entonces había callado se decidió, por fin, a conocer su suerte.
Entró una mañana en el aposento de don Francisco, donde también entraba Carlos, y procurando conservar serenidad preguntó terminantemente si no debía ella ir con su esposo.
Don Francisco, embarazado a esta pregunta, contestó tartamudeando:
-Eso lo decidiréis vosotros. Yo no volveré a separaros, ni creo que convenga al uno ni a la otra.
-En ese caso -dijo Luisa con resolución-, nada me impide acompañar a mi marido. Ése es mi deber y mi voluntad.
Carlos un poco conmovido se apresuró a contestar:
-Tu salud es delicada, querida mía, y no debes por ahora pensar en exponerte a las fatigas de un viaje y al rigor de un clima septentrional. Irás con mi padre a pasar el invierno a Sevilla, y luego, más tarde, pensarás en reunirte conmigo.
-Mi salud -repuso Luisa- mejorará mucho cuando respire otra atmósfera que no sea ésta. En cualquier país del mundo estaré mejor contigo que puedo estarlo en Sevilla sin ti.
-Tiene razón -dijo don Francisco-, yo opino que todo su mal más grave será tu ausencia.
Carlos bajó los ojos y con visible desconcierto y disgusto dijo que sería una locura permitir que una mujer delicada emprendiese un viaje a la entrada del invierno a un país frío.
-Concedo cuanto quieras -repuso el anciano-, pero sería peor si se quedase, porque esta pobre niña no vive cuando no te ve. Yo no cargaré con la responsabilidad de su dolor. Si ella absolutamente se empeña en acompañarte, irá.
-Si ella absolutamente se empeña -dijo Carlos con impetuosidad, ira-, sin duda podrá ir, pero tampoco yo acepto la responsabilidad de ningún mal de los que pueda acarrear esta resolución.
Luisa le miró fija y atentamente, y comprendiendo que su marido anhelaba alejarse de ella, bajó luego los ojos preñados de lágrimas, y dijo con triste resignación:
-¡No iré, Carlos, no iré!
Carlos la tomó una mano y se la apretó con ternura. Aquella demostración de gratitud indignó a Luisa. ¡Se atrevía a darle las gracias de que consintiese en su desventura, en su abandono!
Levantose y salió precipitadamente. Encerrada en su aposento se entregó a un amarguísimo llanto. Y, sin embargo, estaba muy lejos de creer a su esposo tan culpable como realmente lo era. No sospechaba, ni remotamente, que la condesa le acompañase a Inglaterra, y aun gozaba algún consuelo al pensar que si tenía el dolor de separarse por largo tiempo de Carlos, la quedaba la esperanza de que alejándose de Madrid se curaría de aquella pasión culpable.
-No puede sufrirme junto a él -decía la infeliz-, porque su corazón está lastimado por la separación de su amante. Pero el tiempo calmará esa pena y apagará la llama de ese amor criminal, y cuando vuelva el cielo a reunirnos, mi esposo será más digno de esta ternura sin límites que ahora no puede estimar ni corresponder.
Devoraba, pues, su pesar fortalecida por esta esperanza, y llegó la víspera de la partida de Carlos sin que desmayase su valor. Carlos en aquellos días había estado con ella tan tierno, tan cariñoso, que Luisa que no le encontraba así desde hacía muchos meses, se regocijaba interiormente diciéndose:
-¡Aún me quiere!, ¡aún volverá a ser todo mío ese corazón adorado! Si deseaba esta partida era acaso como único medio de romper unas relaciones culpables. Si me niega el placer de acompañarle es acaso porque quiere expiar lejos de mí su extravío y volver a mis brazos libre de una pasión que le avergüenza.
Y la inocente se ponía de rodillas y daba gracias a Dios porque al fin había escuchado sus ruegos, y arrancaba a su marido de las garras del pecado.
En esto se ocupaba en aquel día solemne, último que debía pasar con Carlos, cuando entró don Francisco:
-Vengo -la dijo- de cumplir con un deber de urbanidad que por pereza y olvido había descuidado. He ido a visitar a la condesa de S.*** a su quinta. Debía haber tenido esta atención desde los primeros días de mi llegada, pero ya era indispensable, pues he sabido que a ella, a su influjo, debo el destino que ha obtenido Carlos, y hubiera pasado de desatento a ingrato si no hubiese estado a darla las gracias.
-¡Ella! -exclamó sorprendida Luisa-. ¡Ella ha sido la que ha querido alejarle de Madrid!
-¡Alejarle de Madrid! -dijo sonriendo el anciano-. No habrá pensado en eso ciertamente, pero tú no te ocupas de otro pensamiento que de ése: de que tu marido se aleja. La condesa supo mis pretensiones, y a pesar de lo muy desatentos que hemos estado con ella, interpuso su influjo para servirnos, sin cuidarse en manera alguna de saber si mi linda Luisa había de separarse de su Carlos.
-¡Y Ud. ha estado en su quinta! ¡Y Ud. la ha visto! -repuso Luisa con ansiosa curiosidad-. ¿Es hermosa?, ¿qué le ha dicho a Ud.?, ¿sabe ya que me deja mi marido?
-Contestaré por su orden a todas esas preguntas -dijo don Francisco con una calma que desesperaba a la joven-. Es hermosa, quiero decir, es agraciada, una figurita muy delicada, muy fina, bastante distinguida. Se conoce que habrá sido bonita, pero está enferma y triste, por eso los médicos la mandan mudar de clima.
-¡Mudar de clima! -exclamó Luisa con un tono de inquietud y ansiedad que llamó la atención del anciano-. ¡Y qué!, ¿lo hará? Diga Ud., ¿lo hará?
-Ciertamente, hija mía. Yo le manifesté cuánto hubiéramos celebrado que pudiese Carlos acompañarla, porque también es a Londres a donde ha determinado irse la condesa, pero tiene precisión de detenerse aún algunas semanas en Madrid, y Carlos no puede dilatar su marcha.
-Allá nos veremos -me dijo ella-, y su hijo de Ud. tendrá una amiga muy sincera en aquel país extranjero.
-¡Se va con él!, ¡le sigue! -exclamó Luisa fuera de sí-. ¡Ah! ¡Ya lo comprendo todo! ¡Por eso soy abandonada! ¡Por eso!...
Y loca ya y sin saber lo que decía, demudada, trémula y poseída de una especie de furor, se pudo en pie y asiendo las manos de su tío:
-¡Y Ud. lo consiente! -prosiguió-. ¡Ud. ha ido a darla las gracias porque me hace infeliz, porque me roba a mi esposo, porque le arrastra al crimen!... Esto es demasiado, no, no lo sufriré.
Don Francisco la miraba atónito:
-¡Luisa!, ¿qué estás diciendo? -exclamó-. ¡Deliras, hija mía!
-No, no es delirio -repuso cada vez más exaltada-. Es la verdad. ¡La vergonzosa verdad que mi prudencia ha encubierto hasta ahora! Pero ya no, ya no puedo más. Sépalo Ud. todo: esa mujer es la querida de Carlos, la que me ha robado su corazón, la que me arranca de su patria y de su familia para poseerle ella sola... ¡por qué me creería demasiado feliz viviendo junto a él aún desdeñada!
-¡Luisa!, ¡Luisa!, ¡mira lo que dices! ¿Sabes que si eso fuera cierto...? ¡Dios mío, Luisa!, ¿quién, quién te ha inspirado esa sospecha indigna?...
-¡Todo Madrid! -respondió ella con desesperación-. ¡Todo el mundo lo sabe! Ud. sólo no ha visto mis lágrimas: Ud. sólo no ha conocido mi abandono, ni ha observado las miradas de compasión que se fijaban en mí donde quiera que me presentaba. ¡Ud. que me ha visto moribunda y no comprendió cuál era el golpe que me había asesinado!
Temblaba don Francisco de pies a cabeza, y la cólera oscurecía su frente y palidecía sus labios.
-¡Será posible! -gritó con voz de trueno-, ¡habré sido el juguete de un infame adúltero y de su vil cómplice! ¡Carlos! ¿Mi hijo Carlos será tan criminal como hipócrita?... ¿Me habrá dejado ir a felicitar por su triunfo a una despreciable mujer para que ella a su vez se riese de mí... ¡De mí! ¡Luisa! ¡Luisa!, ¿qué has dicho?..., ¿sabes lo que has dicho?
-Sí, la verdad, padre mío -dijo echándose a sus pies-, pero no es él, ella es sin duda la criminal, ¡la más criminal! ¡Padre mío!... Devuélvame Ud. a mi esposo o quíteme es este instante esta vida que acaso maldice ya. ¡La muerte o mi Carlos, padre mío!
-Sí, te lo devolveré. ¡Vive Dios! ¡Te lo devolveré! -gritó cada vez más colérico el anciano y enteramente arrebatado por su impetuoso carácter. ¡Sabré restituirle el honor o arrancarle con mi propia mano el vil corazón que de él le aleja! ¡Luisa, tranquilízate! Apareceré entre ellos como la venganza del Dios a quien ofenden, y pisaré con mis pies a esa cortesana impúdica, y traeré arrastrando hasta los tuyos a ese esposo criminal. Sí, sí, yo les arrancaré la máscara: ¡Deshonra y oprobio sobre ellos!
Y aquel hombre violento e irreflexivo que jamás supo dominar sus primeros impulsos, saliose como frenético dejando aterrada a Luisa.
Entonces comprendió lo que había hecho; entonces los arrebatos furiosos de los celos dejaron lugar en su tímido y sensible corazón a sentimientos más blandos, y tembló por los culpables. Representósele a la vez su marido maltratado por acerbas reconvenciones, exasperado por su excesivo rigor, acaso faltando al respeto debido a su padre y enfurecido contra la imprudente esposa origen de aquel escándalo; y también su rival deshonrada por las imprudencias de don Francisco y aun del mismo Carlos. Humillada, perdida completamente y más interesante por su misma desventura a los ojos de su amante porque, ¿cuándo el interés personal no se mezcla con los más nobles instintos?
La pobre Luisa, cuya imaginación exageraba todas las posibles consecuencias de su imprudencia, sintiose entonces tan sobrecogida por el temor como antes lo había sido por los celos. Saliose como loca de aquel aposento fatal donde sólo veía imágenes de terror, y al saber que don Francisco se había ido exclamó con desesperación:
-¡Allá ha ido! ¡Allá! ¡Los matará a los dos!... ¡Dios mío! ¡Los matará sin saber lo que hace!
Y arrebatada por impulsos ajenos de su naturaleza tímida y apacible, hizo venir un coche, entrose en él desatinada y ordenó la condijera a casa de Elvira.
Al llegar encontrola que salía a paseo, y haciéndola entrar en su coche la dijo con un acento y una mirada que persuadieron a Elvira de que no estaba en su juicio:
-Venga Ud., señora, venga Ud. conmigo a impedir ruidosos escándalos, terribles desventuras.
Elvira la miraba atónita y ella exclamó con profundo dolor:
-No estoy loca, ¡no!, ¡pero lo he estado hace un momento y todo lo he dicho! La prudencia dolorosa de tantos meses me ha faltado un instante, y acaso sea irreparable mi falta. ¿Me comprende Ud., señora? Ellos, Ud. lo sabe, ellos se adormecen en brazos de su felicidad, porque se van juntos, ¡porque se aman!, y un padre irritado vuela mientras tanto para... ¿quién sabe? Ud. no puede preverlo ni yo, pero mi tío es ciego en el primer impulso de su ira, y me ha dicho: «Pisaré con mis pies a esa mujer». Carlos no lo consentirá... ¡Se levantará contra su padre! ¡Oh, Dios mío!, ¿me comprende Ud., señora?
Y se torcía los brazos con desesperación.
Elvira, en efecto, la había comprendido ya, y tan asustada como Luisa:
-¿Y qué podemos hacer? -la dijo-. Ordene Ud.
-¡Allá, allá! -exclamó Luisa-. ¡Vamos adonde estén ellos: A salvarles! ¡Ella es amiga de Ud. y él es mi esposo!
Elvira no necesitó oír más. Mandó al cochero ir a toda prisa a la casa de campo de la condesa.
-No importa reventar los caballos -dijo-, yo los pago.
Y el coche partió veloz desempedrando las calles po donde pasaba.