Dos mujeres
de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo XXX

Capítulo XXX

Cuando don Francisco había ido a visitar a la condesa aquel día salió de Madrid bastante temprano, pero no tanto que Carlos, advertido la noche anterior de su resolución. No hubiese podido prevenirla. Así pues, recibió la visita del anciano con la posible serenidad, algunos minutos después de haberla dejado Carlos, que se anticipó a su padre. La visita fue corta, y Catalina, que no esperaba a su amante hasta la proximidad de la noche, habíase encerrado en su aposento con su habitual tristeza.

Eran las cuatro de la tarde, poco más o menos, cuando oyó el ruido de un coche, y pensó que Carlos anticipaba su visita algunas horas, cosa muy natural atendida a su marcha que debía verificarse al siguiente día y que acaso la obligaría a dejarla aquella noche más temprano que lo hacía regularmente.

Llamó a uno de sus criados y dijo:

-Que entre.

Sin salir a recibirle como lo tenía de costumbre.

Su postración de espíritu se comunicaba a su cuerpo. Era aquél uno de sus más amargos días. La visita de don Francisco, la hipocresía a cuya observación se había visto precisada, la partida próxima de Carlos, su resolución de marchar en seguimiento suyo..., todo contribuía a tenerla aquel día más preocupada que nunca.

Una hora hacía que aquella criatura antes tan viva permanecía inmóvil, apoyada la cabeza en el mármol de una chimenea, menos blanca que su rostro, y no se movió ni aun al oír las pisadas que creía de su amante.

Elvira entró precipitadamente. Luisa, toda trémula y sobrecogida de contrarios sentimientos quedose inmóvil al umbral de la puerta.

Catalina levantó lánguidamente los ojos, y al ver a Elvira una melancólica sonrisa acompañó al:

-¡Ah, eres tú! -que fue su única salutación.

-¡Yo soy, sí! -exclamó con su habitual indiscreción aumentada por el trastorno de su espíritu en aquel momento. ¡Catalina! Venimos a salvarte si aún es tiempo.

Y se arrojó llorando en sus brazos.

La condesa repitió las últimas palabras de su amiga, fijando los ojos con aire de sorpresa en la persona desconocida testigo mudo de aquella escena. Luisa bajó los suyos y el vivo carmín que el embarazo de su posición sacó súbitamente a su rostro, contrastaba con la profunda palidez de su rival.

La condesa tembló. No sabemos si conservaba en la memoria los rasgos del hermoso rostro que había visto en puntura, o si fue efecto de un instinto del corazón, pero lo cierto es que su repentina alteración reveló que sabía ya quién era la mujer que estaba en su presencia.

A no ser por las palabras que había pronunciado Elvira, aquella visita estuviera explicada por la de don Francisco, pero lo que acababa de oír Catalina a su amiga la hicieron presentir confusamente parte de la verdad.

Quiso ponerse en pie y no se lo permitió el temblor de sus rodillas, y haciendo con la mano un ademán para invitar a Luisa a que tomase asiento, articuló débilmente:

-Creo que tengo el honor de recibir...

-A la señora de Silva -dijo Elvira con apresuramiento-, a la mujer de Carlos, Catalina. ¡Todo lo sabe! ¡Todo! Y ha venido...

-¿A qué? -interrumpió con vehemencia la condesa, cuyo rostro pareció iluminarse con la indignación-. ¿A qué? -repitió fijando en la turbada niña una mirada penetrante y casi terrible.

Luisa, aunque sobrecogida por la posición extraordinaria en que se hallaba, supo recobrar la dignidad de un alma noble e inocente, y adelantándose con timidez, pero sin aturdimiento, dijo con voz bastante inteligible:

-No a reconvenir a Ud., señora, ni a quejarme de mi desventura, no ciertamente, ¡lo juro!

A estas palabras despertose todo el orgullo de Catalina y sus ojos despidieron rayos de ira, mientras apretando convulsivamente las manos de Elvira se esforzó en vano para contestar.

Luisa, conmovida al notar su agitación y ajena de comprender todo lo que pasaba en aquel momento en aquella alma soberbia, repitió con dulce acento:

-No, no vengo a insultar al caído: ¡perdone Dios a Ud., señora, como yo la perdono!

Catalina no pudo sufrir más:

-Recoja Ud. ese perdón -dijo con voz ahogada-: yo no lo acepto. Estoy caída, ¡es verdad! Soy culpable a los ojos del mundo, y Ud. es pura, Ud. es virtuosa! ¿Qué más quiere Ud., señora? ¡Ud.! En prueba de amor ha aceptado el honor de llamarse esposa de Carlos, de ser respetada como tal. Yo, en prueba del mío, he aceptado la afrenta, la reprobación del mundo. ¡Y Ud. es la que perdona ostentándose generosa! Y Ud. es la que viene a perseguirme hasta el fondo de mi retiro, para decirme que no me hecha en cara el crimen de haberme inmolado a un sentimiento del cual supo Ud. sacar tanto honor, tantas ventajas!

A esta acerba ironía Luisa, herida e indignada, no acertó a proferir ni una palabra, y Elvira exclamó:

-¡Catalina! No es así como debes hablarla. Ella te compadece y ha venido a salvarte.

-¡A salvarme! -repitió con sarcasmo Catalina-. Yo se lo agradezco. Pero no, señora, yo no me he dejado ningún recurso. Me he sacrificado completamente y estoy para siempre perdida. Soy su querida y Ud. es su esposa. El mundo la espera a Ud. para compadecerla y llamarla víctima. Si Ud. le dice lo que acaba de hacer no la rehusará el salario debido a su generosidad, a la generosidad que usa conmigo.

Pero yo, señora, yo nada espero. Ud. sabe cuál debe ser mi destino, llene Ud. el suyo glorioso con tanta resolución como yo acepto el mío.

-¡No! -exclamó Luisa con una energía que la hacía capaz en aquel momento el triunfo que su bondad acaba de obtener en su corazón sobre sus celos y su indignación. ¡No!, Ud. no llenará ese destino vergonzoso. Nunca, señora, nunca es tarde para el arrepentimiento, y si los hombres no tienen misericordia la de Dios es infinita. Nunca deja sin recursos al pecador: nunca cierra las puertas a la expiación. Yo he venido, señora, he venido...

-¡A insultarme! -gritó enfurecida la condesa-. ¡No más, señora! -prosiguió con imperioso ademán-. ¡Salga Ud.! -repitió sofocada por la cólera, por los celos, por la vergüenza.

Luisa iba a replicar, pero no se lo permitió:

-¡Salga Ud.! -la dijo por tercera vez, y poniéndose en pie hizo más visible con este movimiento la situación en que se hallaba.

Mirábala Luisa y lanzó un grito cubriéndose la cara con las manos. Comprendió la condesa aquel grito y aquella demostración y cayó casi ahogada. Fue aquel un momento supremo de humillación para aquella alma soberbia.

Pero, ¡ah!, lo que pasaba en el alma de Luisa no era ciertamente menos doloroso. Los celos, los más crueles celos la desgarraban al comprender los derechos de su rival sobre el corazón de su marido. Y, sin embargo, aquellos sagrados derechos fueron respetables para su corazón y parecíales que revestían a Catalina de un augusto carácter.

-¡Ella es! -pensaba- ¡ella es realmente su esposa!, ¡la naturaleza la ha concedido un derecho de que me ha privado!

La emoción profunda que este pensamiento le causaba dominó todos los otros sentimientos y dejó aparecer únicamente el más noble, el más digno: ¡la piedad!

No era ya Luisa una mujer: era un ángel superior a todas las flaquezas humanas, y cuando sus manos, apartándose de su rostro, dejaron ver la expresión divina que le animaba, la misma Catalina inclinó su altiva frente subyugada por un sentimiento de respeto.

-Señora -dijo Luisa con patético acento-, mi muerte puede solamente dejar libre a Carlos, y yo la imploro en este momento de la piedad del cielo. Si pudiese sin crimen terminar mi vida desgraciada, ese sería el testimonio que yo diese a Ud. de los sentimientos de mi corazón. Espero que Dios me concederá muy en breve dejar este valle de lágrimas en donde han sido tan amargas las mías. El golpe que me ha traspasado el alma me permite esta esperanza.

La condesa comprendió, sin duda, toda la sublimidad de aquella incomparable abnegación, pues el llanto brotó entonces con violencia en sus ojos.

Luisa continuó. Mientras tanto, vivan ustedes en el país extranjero que han escogido. Yo sabré aplacar a un padre irritado, yo sabré engañarle así como he sabido revelarle imprudentemente la verdad. Aún es tiempo. Yo le buscaré y desarmaré su enojo, y mientras viva no me apartaré del anciano abandonado... Y no moriré, señora, sin alcanzar antes para Ud. y para él gracia y perdón.

Iba a salir Luisa. La condesa se levantó y la detuvo.

Vaciló un momento... Luego se arrojó a sus pies.

Luisa la abrió los brazos y una en el seno de la otra lloraron ambas largo rato. También lloraba Elvira, único testigo de aquella patética escena.

Dos corazones, dos nobles corazones ligados en aquel momento por todos los sentimientos generosos se confiaron el uno al otro. ¡Y eran dos corazones de mujer sin embargo!

Luisa aconseja a la condesa el modo de realizar su partida con más prudencia. Catalina la escuchaba con veneración y parecía dispuesta a obedecerla ciegamente.

Estaba Luisa divina en aquellos momentos. Una resignación sublime se pintaba en cada una de sus facciones, y al verla tan hermosa, tan joven, tan santa, la condesa juzgó muy culpable y muy insensato al hombre que la abandonaba.

Al anochecer se separaron. Quedó determinado que la condesa iría a reunirse a su amante ocho días después de la partida de éste, y que para desvanecer si era posible las hablillas que circulaban en descrédito de Catalina y evitar el que fuese comprendido el verdadero objeto de su partida, Luisa la visitaría públicamente en Madrid, adonde debía volver la condesa antes de su marcha y se daría la posible publicidad a la amistad que en aquel momento se juraron.

Luisa y Elvira volvieron a Madrid, y la condesa al verse sola exclamó con una especie de alegría, desusada en ella aun en sus días felices:

-¡Esto es hecho! ¡Este angustioso drama toca a su fin! ¡Gracias te doy, destino!

Don Francisco estaba en su casa cuando llegó Luisa. Cuando había salido poseído de aquella violenta cólera que tan atrevida resolución inspiró a la joven, hizo un feliz acaso que se encontrase con un antiguo amigo que en otros tiempos había poseído toda su confianza. Con la imprudencia que l caracterizaba, aumentada en aquel instante por la ceguedad de su cólera, confiole todo lo ocurrido y sus violentas resoluciones, y el amigo, que sin duda tenía tanta bondad como talento, supo hacerle desistir de ellas, guardándose bien de contradecirlas. Aplacole dejándole en la persuasión de que las reflexiones de que se había valido para conseguir este resultado eran propias y exclusivas del mismo don Francisco, el cual se volvió a su casa resuelto a no dar paso alguno sin tener pruebas más claras del crimen de su hijo.

Su sagaz y prudente amigo había sabido hacerle sospechoso el testimonio de Luisa, y el buen caballero se dijo a sí mismo muy bajito:

-¡Vaya! He sido un loco en dar crédito a las visiones de una niña celosa.

Cuando volvió a su casa y supo que había salido Luisa fue a buscarla inútilmente en cuantos sitios creyó verosímil encontrarla: en todas las iglesias, en todas las casas de sus conocidos. Afortunadamente no se dejó llevar del deseo de contar a cuantos veía la inquietud que le causaba el no encontrar a su nuera, por los temores que le causaban los celos que le había revelado aquel día, y volviose cansado, lleno de sobresalto, pero resuelto a obrar con prudencia. Pocos minutos habían transcurrido desde que llegó a su casa, cuando vio entrar a Luisa con semblante sereno y apacible. Auguró favorablemente aquella mudanza y Luisa confirmó su esperanza confesando que creía haber juzgado mal a su marido, que por algunos elogios que le había oído hacer de la condesa concibió celos que le parecieron justificados al saber que debían reunirse en Inglaterra, pero que habiendo después averiguado el grado de amistad que existía entre la condesa y Carlos, estaba avergonzada de haber sido demasiado precipitada en sus juicios.

Don Francisco no concibió ni la más remota sospecha de la generosa mentira, y después de declamar largamente contra la ligereza de las mujeres y sus imprudencias, y sus celos, y sus malicias, etc., etc., acabó haciendo mil elogios de sí mismo: de su cordura, de su sensatez en no haber dado entera fe a las acusaciones de Luisa contra su marido. Luisa le oyó pacientemente y cuando por fin pudo retirarse a su aposento, púsose de rodillas y exclamó:

-¡Dios mío! Me he hecho cómplice de un amor adúltero, criminal a vuestros ojos. Los sentimientos generosos que me había impuesto son flaquezas culpables delante de vuestra severa justicia. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! Yo me someto humilde al castigo que queráis imponerme, pero que no sea, Señor, el de hacer inútil mi delito! ¡Que sea feliz él, Dios mío!


FIN DEL TOMO TERCERO