Dos mujeres: 29
Capítulo XXVIII
Lucían entonces los últimos días de otoño. Los árboles comenzaban a despojarse de sus vistosos follajes, las hojas amarillentas alfombraban la tierra y las aves viajeras, levantando su vuelo, iban a buscar en las costas africanas el calor que bien presto robaría el invierno al hermoso sol de Castilla.
Desprendíanse los punzadores vientos de la nevada cima del Guadarrama, y sus hálitos penetrantes eran ya sensibles en Madrid, donde todo comenzaba a tomar la actividad que la naturaleza deponía. Formábanse tertulias; los teatros solitarios recobraban su esplendor y se trasladaban a la población de la vida y la alegría que se ausentaban de los campos.
Sin embargo, aún había en el aspecto de la naturaleza aquella melancólica hermosura más grata a los corazones heridos o cansados que la pompa risueña de la primavera. Bellos son los últimos días del buen tiempo, bellos y tristes como los últimos afectos de un corazón que ha sido poderoso. A mí me agrada contemplar un sol pálido y como fatigado. Entonces no me parece un impasible testigo de las miserias humanas; entonces es un amigo, que sujeto al dolor como nosotros, se despide desfalleciendo de la naturaleza a quien ama. Me agrada contemplar a aquella misma naturaleza algunos días antes exuberante de vida, de juventud y de flores, como una virgen de quince años; y, entonces, mustia y marchita, preparando sus vestidos de luto, como la desvalida viuda que llora perdidos sus terrestres amores. Me agradan los primeros sonidos del viento que suceden a los dulces murmullos de las auras: los unos eran como suspiros tiernos de un primer cariño, suspiros de deseos y esperanzas; los otros son como los gemidos de un misterioso dolor, cuando los deseos se fatigan y las esperanzas se anublan.
Me agradan, sí, me agradan más que las imágenes halagüeñas de la juventud y la alegría, aquellos emblemas melancólicos de la declinación de la vida.
¡Rápido y tibio sol del mes de octubre! Nunca fatigó tu luz a los ojos cansaos de verter lágrimas, y muchas veces supiste alumbrar la oscuridad profunda de un alma devastada y hacer brotar en ella, a manera de aquellas flores pálidas y de imperceptible perfume con que sueles regalar la tierra, dulces y tristes recuerdos de una dicha pasada.
La condesa amaba también aquellos días nublados como su corazón, aquella naturaleza marchita como su juventud. También había pasado sobre ella el ardiente estío de las pasiones y habían caído muchas flores secas del árbol de su esperanza.
Habíala abandonado la coquetería que la hacía tan amable. Sus negros cabellos caían con frecuencia desordenados sobre su enflaquecida espalda, y la palidez extrema de su tez era realzada por el color oscuro de su vestido. Apenas podía conocerse que había sido hermosa. La belleza, como la alegría, pasan sin dejar huellas, sólo el dolor tiene el privilegio de grabar en el rostro humano aquellos surcos profundos que no alcanza a borrar la misma muerte.
En las noches más frías veíasela vagar por el campo sola y silenciosa, como un fantasma evocado por la desesperación. Sus pisadas apenas hacían gemir las hojas secas que alfombraban el suelo. Mas en medio del general silencio, parábase muchas veces para escuchar atentamente, como si quisiese comprender misteriosas palabras. Era su corazón únicamente quien la hablaba, y ¿quién será osado a traducir al lenguaje convencional de los hombres las voces íntimas de un corazón que padece?, ¿quién será digno intérprete de los oráculos de un dolor?
¡Pobre Catalina!, ¡pobre alma siempre engañada!, ¡pobre alma que diez meses antes lloraba al sentirse vacía y que ahora se fatiga por demasiado llena!
¿Por qué tienen tan hipócrita sed de ventura los seres que arrastran consigo la impotencia de gozarla?, ¿por qué mata la calma a aquéllos que naufragan en todas las tempestades?, ¿qué incomprensible contradicción es la que se observa en ciertas organizaciones humanas, que en la inacción se agitan ansiosas de movimiento, y en el movimiento se fatigan y quebrantan?
¿Cuál es el elemento de esas almas débiles a la vez y poderosas? ¿Cuál es su destino? ¿Vinieron solamente a la tierra para dar testimonio de otra existencia que recuerdan, que ansían, y que revelan a las almas comunes en esa misma impotencia que tienen de comprender ni gozar la presente? Si así fuese, ¿quién se atrevería a pedirle cuenta de sus extravíos?
Nada distraía a la condesa: la música, la pintura, todas las artes que cultivaba en esos días de esplendor e indiferencia, eran nulas para su vida de amor y de penalidades. Si a veces se ensayaba a cantar su voz se desentonaba, y hondos gemidos brotaban sin armonía de su corazón. Su pincel vagaba sobre el lienzo sin acertar a dar forma a ninguna idea.
En sus más amargos días de fastidio y melancolía, habíanla distraído los libros, pero ninguno existía ya que pudiese agradarla. La poesía, aun aquella más triste, no hallaba simpatías en su alma; porque el dolor poetizado, expresado en versos, engalanado de imágenes, es un dolor que sólo conmueve a los corazones que no le han sentido todavía en su desnuda y áspera realidad. Es el dolor que habla a los corazones melancólicos, pero no a los corazones llagados.
Las novelas la eran aún más enojosas. Aquéllas que la presentaban alguna semejanza con su suerte, la afligían sin alcanzar a interesarla. Es doloroso ver un pálido bosquejo de aquellos dolores que sentimos, y si la pintura acertase a ser exacta, el cuadro nos horrorizaría más bien que enternecernos. El infeliz cuyo rostro presenta el lastimoso sello de una cruel enfermedad, no iría ciertamente a mirar reproducidas en un espejo sus llagadas facciones.
Una de las mayores desventuras del dolor verdadero y profundo es el no poder ser aumentado. El espectáculo más triste no tiene el poder de interesarle. La propia desgracia, cuando es inmensa, nos hace insensibles a la desgracia ajena. El que ha padecido compadece, el que padece necesita para sí mismo todos los tesoros de su alma.
Hay, por eso, en el dolor una especie terrible de egoísmo. Las más nobles almas no pueden libertarse de un impulso de crueldad en los momentos en que se sienten atormentadas. Un gran dolor tiene necesidad de derramarse, de extenderse a cuanto le rodea, de ver sufrir a la naturaleza entera. Un dolor único, exclusivo, sería el más insufrible de los dolores.
¡Pobre Catalina! En otros tiempos repartía beneficios en torno suyo, y las penas aliviadas por su mano exhalaban un perfume que embalsamaba las suyas. Ahora hace el bien sin participarle: la miseria que alivia es mucho menos amarga que su inútil opulencia. Envidia al mendigo que se arrastra a sus umbrales y le arroja, sin compadecerle, el oro que para él puede tanto y para ella no puede nada.
Cartas de Elvira la llegan con frecuencia: cartas crueles. No obstante, la bondad del corazón que las dicta. En ellas se trasluce siempre la censura de un mundo que un alma fuerte puede despreciar cuando es injusta, pero que siempre lástima si no nos sostiene una conciencia tranquila.
En vano el orgullo se levantará como el ángel réprobo, para proclamar su fortaleza, y alejar la negra sombra del arrepentimiento; en vano se verá pisado sin confesarse vencido. El orgullo puede cubrir de una máscara embustera las humillaciones del corazón, pero no puede engañar al corazón mismo.
¡Pobre Catalina, que en su desventura no alcanza los consuelos de una religión divina, largo tiempo desdeñada por su soberbia y hoy implorada en vano por una fe vacilante! La mano que la hiere no la encuentra todavía bastante humilde para juzgarla digna de ser consolada. Y, sin embargo, aquella razón incrédula que se hace supersticiosa y sobrecogida de pánicos terrores piensa descubrir en mil naturales acontecimientos, en mil insignificantes casualidades la amenaza de un Dios que la juzga y la condena.
Una nube que cubre a la luna en el momento que la mira; un pájaro negro que pasa cerniéndose sobre su cabeza; un retrato suyo de cuando era niña y pura, manchado y casi borrado por una casualidad; una pesadilla en que se sueña cayendo de abismo en abismo sin llegar jamás al fondo; un libro místico abierto al acaso de un pasaje que pinta la desesperación de los réprobos, aquella desesperación sobre la cual pasa la eternidad sin cansarla ni envejecerla: ¡Pensamiento el más terrible que pudo concebir el entendimiento humano! Todo le parece profético, todo la intimida.
Tal era la suerte de aquella mujer contra la cual lanzaba el mundo su anatema, y a la que Luisa en su tristeza llamó muchas veces su triunfante enemiga, su rival feliz.
¡Hay compasión en nosotros para el asesino, para el bandido a quien conducen al último suplicio! ¡Y no la hay para los reos de aquellas faltas que produce el sentimiento, y cuya secreta expiación es tan larga y dolorosa!
Todos nos hallamos dispuestos a arrojar la primera piedra al desgraciado mortal que vemos caído, todos queremos castigar aquellas culpas que en el código de nuestras leyes no tienen señalada una pena, porque sólo Dios debe imponerla juzgándolas en el tribunal de su justicia. Pero nosotros le usurpamos en particular ese derecho que, en general, le hemos concedido; nosotros individualmente nos constituimos jueces y nos convertimos en verdugos, y nos llamamos rectos y virtuosos cuando somos inflexibles para la piedad y mudos para el perdón.