Tusé mis caballos, chiflando de contento, y acomodé mis prendas con'prolija satisfacción. Los pesos, que sentía hinchar mi tirador, me daban un aplomo de rico y pasé la mañana acomodando cuanto tenía para ponerlo todo a la altura de mi riqueza.

Iríamos a una feria, ruidosamente anunciada por los rematadores lugareños, y como allí encontraría mucha gente del reñidero, no quería desmerecer la fama adquirida con mis apuestas, exponiendo una pobreza desaliñada.

A las once salimos del puesto, despidiéndonos de nuestros amigos hospitalarios y nos dirigimos cruzando el pueblo hacia los locales del remate.

Tomamos una calle desierta. Pasamos al galope por la plaza principal y, a las dos cuadras, paramos frente a un almacén. A los costados de la entrada, cabalgando unos cuartos de yerba, lucían sus colores vistosos unos sobrepuestos bordados.

Atamos nuestros caballos en dos gruesos postes de quebracho, pulidos por los cabrestos, y entramos, pues mi padrino quería hacer unas compras. Había olor a talabartería, yerba y grasa.

El pulpero se agachaba para escuchar el pedido, como perro frente a una vizcachera.

-Dos ataos de tabaco «La hija'el toro» -dijo don Segundo.

-¿Picadura?

-¡Ahá!... Una mecha pa'l yesquero, un pañuelo d'esos negros y aquella fajita que está sobre del atao de bombachas.

Nos sorprendió como un porrazo una voz autoritaria:

-¡Dese preso, amigo!

En la puerta se erguía la desgarbada figura de un policía, cuyas mangas subrayaban los escasos galones de cabo.

Haciéndose el desentendido, don Segundo abrió los ojos para buscar en derredor al hombre en causa. Pero no había más que nosotros.

-¡A usté le digo!

-¿A mí, señor?

-Sí, a usté.

-Güeno -replicó mi padrino, sin apurarse-, espéreme un momento que cuantito el patrón me despache vi a atenderlo.

Atónito ante aquella insolencia, el cabo no halló respuesta. El patrón, en cambio, maliciando un barullo, desordenaba con manos temblonas sus trastos, completamente olvidado de los pedidos que se le habían hecho.

-La fajita está allí -decía mi padrino con paciencia. Ese pañuelo floriao no... aquel otro negrito que tocó ricién.

Sintiéndose bochornosamente olvidado, el cabo volvió por sus cabales:

-¡Si no viene por las güenas, lo vi a sacar por la juerza!

-¿Por la juerza?

Don Segundo pensó un rato, como si de pronto le hubieran propuesto hacer encastar mulas con gaviotas.

-¿Por la juerza? -repitió revisando al cabo enclenque con su mirada de hombre fornido. Y luego pareciendo comprender:

-Güeno, vaya buscando los compañeros.

El cabo palideció sin dar seguimiento a una intención de paso.

Don Segundo arregló sin premura su paquete, salió, no sin despedirse del azareado bolichero, y montó a caballo. El cabo amagó un manotón a las riendas, que quedó a medio camino.

-No -dijo don Segundo, como si se equivocara sobre los designios del cabo. Déjelo no más que dende el año pasao sé andar solito.

Lastimosamente el policía sonrió, festejando el chiste.

En un gran salón desamueblado, frente a un enorme mapa de la provincia, estaba sentado el comisario panzón y bigotudo.

-Aquí están, señor -dijo el cabo, recobrando coraje.

-Aquí estamos, señor -repitió don Segundo-, porque el cabo nos ha traído.

-Ustedes son forasteros ¿no? -inquirió el mandón.

-Sí, señor.

-¿Y en su pueblo se pasa galopiando() por delante'e la comisaría?

-No, señor... pero como no vide bandera ni escudo...

-¿Ande está la bandera? -preguntó el comisario al cabo.

-La bandera, señor, se la hemoh'emprestao a la Intendencia pa la fiesta'e'el sábado.

El comisario se volvió hacia nosotros:

-¿Qué oficio tienen ustedes?

-Reseros.

-¿De qué partido son?

Como si no entendiera el carácter político de la pregunta, mi padrino contestó sin pestañear:

-Yo soy de Cristiano Muerto..., mi compañerito de Callejones.

-¿Y las libretas?

Lo mismo que había hecho un chiste con nuestra procedencia, don Segundo inventó un personaje:

-Las tiene, allá, don Isidro Melo.

-Muy bien. Pa otra vez ya saben ande queda la comisaría y si se olvidan yo les vi a ayudar la memoria.

-¡No hay cuidao!

Afuera, cuando estuvimos solos, don Segundo rió de buena gana:

-Güen cabo..., pero no pa rebenque.

La feria era para mí una novedad. Cuando llegamos, estaban concluyendo de clasificar la hacienda en lotes, disponiéndolos en los corrales. Aquello parecía un rodeo, dividido en cuadros por los alambrados como una masa para hacer pasteles. La peonada que llevaba y traía los lotes era numerosa y, tanto entre ellos como entre los peones de las estancias, se veían paisanos lujosos en sus aperos y su vestuario. ¡Qué facones, tiradores y rastras! ¡Qué cabezadas, bozales, estribos y espuelas! ¡Si ya me estaba doliendo la plata en el tirador!

A la sombra de un ombú, al lado del gran galpón del local, se asaba la carne para los peones y el pobrerío. Había como elegir entre los asadores que, aquí ensartaban un costillar de vaquillona, allá un medio capón o un corderito entero, de riñones grasudos.

Los dueños de la feria, así como los estancieros y los clientes de consideración, tenían adentro acomodada una mesa larga, con muchos vasos y servilletas y jarras y frascos y hasta tenedores. Adentro, también, vecino al comedor, había un despacho de bebidas con sus escasos feligreses.

Con mi padrino, nos arrimamos a un cordero de pella dorada por el fuego. ¡Carnesita sabrosa y tierna! «Lástima no tener dos panzas», decía con desconsuelo don Segundo.

Enseguida que sus mercedes de la mesa se hartaron de embuchar, salió el rematador y su comitiva en un carrito descubierto y empezó la función. El rematador dijo un discurso lleno de palabras como: «ganadería nacional», «porvenir magnífico», «grandes negocios»... y «dio principio a la venta» con un «lote excepcional».

Alrededor del carrito, a pie o montados en caballos de los peones de la feria, estaban los ingleses de los frigoríficos, afeitados, rojos y gordos como frailes bien comidos. Los invernadores, tostados por el sol, calculaban ganancias o pérdidas, tirándose el bigote o rascándose la barbilla. Los carniceros del lugar espiaban una pichincha, con cara de muchacho que se va a alzar las achuras de una carneada. Y el público, formado por la gente de huella y de estancia, conversaba de cualquier cosa.

Sin alternativas pasó la tarde. La garganta del rematador no daba más de tanto gritar y mis orejas de tanto oírlo.

Empezaban a marchar las tropas.

Un hombre de los de la feria, que conocía a don Segundo, nos habló para un arreo de seiscientos novillos destinados a un campo grande de las costas del mar. El paisano encargado de entregar el lote era un viejito de barba blanca, petizo y charlatán. Después de mostrarnos la hacienda, nos convidó a tomar la copa. Iba montado en un picacito overo, que le había codiciado toda esa mañana viéndolo trabajar. De a poquito, mientras nos dirigíamos al despacho, fui tanteando la posibilidad de una compra, que las perspectivas del largo arreo hacía casi necesaria. Pero el hombre nos hablaba de los novillos:

-Güena, animalada señor, y bien arriadita.

Frente al galpón, se le descolgó al picazo por la paleta y sonó el lucido juego de botones de su tirador, cuando tocando el suelo, sus pies barajaron el peso del cuerpo con golpe sordo.

Entramos.

Nuestro hombre se encaró con un anciano medio ebrio:

-Aquí habías de estar vos, haciendo gárgaras como sapo en el barro.

-Con las copas que me pagas ¿no? -respondía el viejo de sonrisa envinada y ojos vagos.

-¡Al propósito vine al mundo pa mantener borrachos!

-¿Por qué no dentrás de polecía, hermano?

Mientras tomábamos nuestras sangrías, volví a hablar del picazo:

-Es ponderao pa'l trabajo.

-Vea, señor, no es por decirlo, pero tengo unos pingos medio güenones. Éste que ando es uno de los más mejorcitos y corajudo pa'l porrazo. Vez pasada, cuando era redomón, traiba yo unas vacas por cuenta de un inglés Guales. Venía cuidándolas por chúcaras, cuando cata aquí que cruzando cerca de un puesto, se me atraviesa en el callejón una señora a salvar unos patitos. Ya se me entró a remolinear la hacienda. «Hágase a un lao señora», le grité. «¿Que me haga a un lao?» «Sí, señora, se lo decijo como un servicio». «¿Y a mí, qué me importa de su hacienda?» Yo estaba cerquita della y me iba dentrando rabia de verla tan enteramente porfiada, cuando pa mejor comenzó a echarme con madre y todo a loh'infiernos. ¡Dios me perdone! Le cerré las espuelas al picazo y la alcé por los elementos.

Aunque la prueba fuera buena para el caballo, me pareció aquel proceder un tanto salvaje. Sin dar mi opinión sobre el tal suceso, siguiendo la plática, resulté dueño del picazo por cincuenta pesos.

De pronto el viejo borracho, olvidado por nosotros en su rincón, comenzó a observarlo muy sonriente a mi padrino. Con expresión de quien medita una picardía lo interpeló:

-¿Cómo te va, Ufemio?

¿Quién sos vos? -interrogó mi padrino, con un tono que me hizo comprender que no ignoraba la filiación del borracho.

-¿Ya no conocés a tuh'ermanos?

-Debe ser por los muy muchos que tengo en las pulperías.

-¿Y me has de negar que soh'Ufemio Díaz?

-¿Días?..., y algunos meses -consintió mi padrino.

-¡Gaucho pícaro! -dijo el borracho, adelantándose hacia nosotros. Yo soy Pastor Tolosa, conocido por Lazarte, vecino viejo del Carmen de Areco..., y vos sos Segundo Sombra. ¿No te acordás? -insistió, mostrando la cicatriz de un tajo que le cruzaba la frente. Yo era diablo pa'l cuchillo. Aura soy viejo y cualquier sonso me grita -señalaba con la barba a nuestro compañero de mesa. En esos tiempos, sólo un toro como vos era capaz de cortarme.

El hombre se nos sentó en la mesa. Mi padrino lo miraba, sonriéndole como se sonríe a un recuerdo, y lo dejaba hablar.

-¿Y te acordás de las fiestas en lo de Raynoso, ande nos conocimos?

-Me acuerdo, ahá..., me mandaron que te cuidara porque eras medio aplicao al frasco y de yapa aficionao al barullo.

-¡Ahá!..., y me viniste a cuidar, gaucho sagaz..., y al último fuiste voh'el que metió el bochinche. Más de cuatro salieron cortaos y se apagaron las luces a ponchazos y el hembraje juia a los gritos..., y vos ni un arañón te agenciaste en el entrevero. ¡Qué tiempos! Y un día por probarnos, jugando, me dejaste de recuerdo este pajarito que me canta todas las mañanas: ¡bicho-feo! ¡bicho-feo!

Nos reíamos todos.

Mi padrino se levantó y se dieron un gran abrazo con aquel viejo amigo, que quería seguir la charla de los años pasados. No teníamos tiempo. Trabajosamente nos despedimos. Nos entregaron la tropa, y marchamos con los demás peones a la caída de la noche.

Tropita mansa y linda. Un mes de arreo debimos contar, aunque sin mayores contratiempos. Los animales que llevábamos, eran flacos y dispuestos. Sin embargo, tres días antes de entregar el arreo, pasamos un mal rato. La hacienda venía sedienta, pues nos faltaban aguadas naturales y estancieros conocidos que nos sacaran del apuro.

Habíamos pasado una noche de pesadez tremenda, defendiéndonos de los mosquitos, con un fueguito de biznaga por demás pobre. El campo sudaba por dondequiera, cuando salimos de mañana.

Después cayó un golpe de lluvia. Las reses se nos alborotaron. En los charcos que había dejado el chaparrón, se amontonaban ensuciando enseguida el agua, no chupando más que barro.

El capataz iba afligido con esa desesperación del animalaje, que para mejor no podía sino aumentar con el sol y el movimiento.

A eso de las diez enfrentamos una estancia.

No hubo nada que hacer. Los animales después de olfatear con ansia, se largaron a correr por el callejón. Inútilmente quisimos apurarlos para que pasaran derecho. En una porfía incontenible, atropellaron los alambrados que primero resistieron haciéndolos caer. Hasta los enredados, no cejaban en su empuje a pesar de tajearse o caer de lomo. Y en seguida ¡qué habíamos de sujetarlos por el campo!

Las casas estaban cerca y, atrás de un potrerito alfalfado, había un cañadón bordeado de sauces. Nos separaban de él otro alambrado y un cerco de cañas. Corríamos sin esperanza por delante de los brutos sedientos. El alambrado sufrió la misma suerte que el anterior y el cerco de caña no pudo sino crujir y quebrarse ante la avalancha ciega.

Las bestias se sumían en el agua bebiendo atropelladamente. Otros se echaban. Otros les pasaban por encima con peligro de ahogarlos. Nosotros no teníamos más tarea que la de impedir las montoneras y ordenar en lo posible aquel tumulto.

Los peones de la estancia, que habían oído el tropel o visto la disparada, nos ayudaban.

Vino el patrón y nuestro capataz, jadeante por las corridas y algo asustado, explicó la cosa, proponiendo pagar los daños.

Por suerte, el hombre tomó bien nuestro involuntario asalto y, lejos de incomodarnos, nos hizo acompañar con su gente después de saciada la sed de la hacienda.

Tuvimos que degollar un animal por demás estropeado en los alambres y curar algunos otros.

Salvo esto, todo siguió como antes, hasta llegar a destino.