Don Segundo Sombra/XIII
Después de dos días de marcha, sin peripecias, llegamos al pueblo de Navarro, un domingo por la mañana.
Tomando una calle poblada, pasamos por la plaza frente a la iglesia petiza, y nos bajamos en un almacén a hacer la mañana.
Por ser día festivo, había gente a porrillo y un antiguo amigo de mi padrino se acercó a saludarlo, con muchos agasajos y recuerdos.
Nunca me gustaron amontonamientos y menos cuando el alcohol menudea, de suerte que me apreté la barriga contra el mostrador, a fin de ocupar poco sitio, y espié lo que sucedía en torno sin entreverarme.
Oí que el desconocido amigo de don Segundo le hablaba de riñas de gallos, instándolo a que fuera esa tarde testigo de una casi segura victoria suya sobre un forastero del Tandil.
Una hora pasó para mí sin diversión, viendo entrar y salir al paisanaje endomingado, que nos miraba de soslayo, observando con disimulo el porte salvaje y rudo de mi padrino.
Para mí todos los pueblos eran iguales, toda la gente más o menos de la misma laya y los recuerdos que tenía de aquellos ambientes, presurosos e inútiles, me causaban antipatía.
Marcó el reloj el medio día y, por un pasadizo angosto, pasamos del despacho de bebidas al comedor, más tranquilo.
En un lugar sombreado, nos sentamos a comer.
Habría en todo unas veinte mesas, con manteles manchados por violáceos recuerdos de vino. Los cubiertos eran de un metal dudoso y los tenedores tenían torcidas las puntas, de tanto pegar contra las lozas rudas, en busca de algún bocado esquivo. Los vasos eran de vidrio espeso y turbio. En el vasto recinto bostezaba una desesperante atonía.
El mozo nos saludó con una sonrisa de complicidad, que no alcanzamos a comprender. Tal vez le pareciera una excesiva calaverada para dos paisanos, eso de almorzar en la «Fonda del Polo».
-Sírvanos de lo que haya -ordenó don Segundo.
Yo miraba a mi alrededor.
En un lugar central, tres españoles hablaban fuerte y duro, llamando la atención sobre sus caras de baturros o dependientes de tienda. Vecino a la entrada, un matrimonio irlandés esgrimía los cubiertos como lapiceras; ella tenía pecudas las manos y la cara, como huevo de tero. El hombre miraba con ojos de pescado y su cara estaba llena de venas reventonas, como la panza de una oveja recién cuereada.
Detrás nuestro, un joven rosado, con párpados y lacrimales lagañosos de «mancarrón palomo», debía ser, por su traje y su actitud, el representante de alguna casa cerealista.
-Yo he visto las romerías de Giles -decía uno de los españoles- y no se diferencian en nada de las de aquí.
Otro, de la misma mesa, dialogaba con un vecino sobre el precio de los cerdos y el cerealista intervenía, opinando con gruesas erres alemanas.
Tratando de hacerse olvidar un momento, un hombre grande y gordo, solitario frente a su mantel cargado de manjares, callaba, comía y bebía. Sólo levantaba de vez en cuando, la cabeza del plato, y parecía entonces llenarse de satisfacción el comedor aburrido.
Una vez se interrumpió para llamar al mozo, decirle quién sabe qué, a propósito de una botella, y palmearle el lomo con protección cariñosa.
En el rincón opuesto al nuestro, como empujados por el ruido, una yunta de criollos miraba en silencio. Uno de ellos tenía una hosca onda volcada sobre el ojo izquierdo y los dos estaban tostados de gran aire.
Comieron apurados. A los postres rieron sin voces, las bocas sumidas en sus servilletas.
Pero uno de los españoles relataba el suicidio de un amigo:
-Vino de una farra, se sentó al borde de la cama en que su mujer dormía, tomó el revólver y delante de ella: ¡pafff!
El de las romerías seguía pesadamente sus comparaciones con Giles.
Con gran contento pagamos nuestra comida, aunque cara, y salimos al sol de la calle.
Al tranco fuimos para el reñidero, que don Segundo conocía, y metimos los caballos a un corralón donde les aflojamos la cincha.
En el mismo corralón, había unas jaulas llenas de cacareos y el público, que como nosotros llegó temprano, comentaba la sangre y el estado de los animales.
Nos acomodamos en el redondel, como patos alrededor del bañadero.
Llegó el juez que se sentó frente a una balanza, colgada sobre la cancha. Vinieron los dueños con sus respectivos gallos, que se pesaron colgándolos envueltos en un pañuelo. Después se eligieron las púas, se hizo el depósito de los quinientos pesos jugados, y cada cual salió a calzar su campeón.
Don Segundo me explicó en cortas palabras las condiciones de la pelea.
Esperamos.
Un poco aturdido por el movimiento y las voces, miraba yo el redondel vacío, limitado por su cerco de paño rojo, y los cinco anillos de gente colocados en gradería, formando embudo abierto hacia arriba.
En el intervalo de espera, se discutieron las probabilidades en favor de ambos animales. Sería la riña, al parecer, un combate rudo y parejo. Los gallos eran de igual peso, de igual talla. Cada uno había pisado por tres veces la arena para salir vencedor.
El público enumeraba los detalles de la pesada, buscando algún indicio de superioridad. El bataraz fallaba en el pico, levemente quebrado hacia la punta, del lado izquierdo, pero tenía no sé qué tranquilidad, que el giro no compensaba con su mayor viveza.
La expectativa se hizo más tensa, cuando los combatientes fueron depositados, en postura conveniente, por los dueños, en el circo.
Sonó la campanilla.
El giro había caído livianamente al suelo, ladeadas las alas como un chambergo de matón, medio encogido el pescuezo en arqueo interrogante, firme en el enemigo la pupila de azabache, engarzada en un anillo de oro.
El bataraz, más burdo en alardes, se acercaba a pasos cortos, alta la cabeza agitada en pequeñas sacudidas de llama.
Se cerraron tres o cuatro apuestas sin importancia. La plata estaba al giro.
En un brusco arranque, los gallos acortaron distancias. A dos centímetros, los picos se trabaron en un rápido juego de fintas. Las cabezas temblequeaban, subiendo, bajando.
Y el primer tope sonó como guascazo en las caronas.
Aprovechando los revuelos, que desnudan al combatiente, juzgamos los cuerpos, los muslos, la respectiva capacidad de violencia o ligereza. Luego miramos en silencio, para traducir nuestra opinión en apuesta.
-¡Treinta pesos al giro!
-¡Doy cincuenta a cuarenta con el giro!
La usura me pareció un insulto de compadre logrero, que aprovecha una tara para envalentonarse. El bataraz sentía su defecto del pico. Espié minuciosamente.
El giro cargaba de firme, el buche pegado a su contrario, que le daba un poco el flanco, cruzando el pescuezo. Pero el bataraz, cuando se sentía picado en las plumas del cogote, zafaba el encontrón echando casi al suelo la cabeza, de modo que los puazos pasaran por encima, sin herirlo. Maldije del dueño que largaba al reñidero un animal tan noble, en condiciones desventajosas.
Brillaban las cabezas barnizadas de sangre. Afanosos los picos buscaban los verrugones de las crestas o un desgarrón de pellejo para asegurar el bote.
Las apuestas, dando usura, caían con persistencia de gotera.
Veinte, treinta minutos pasaron angustiosamente, sin que variara el aspecto del combate. Mis simpatías estaban por el bataraz que, no habiéndose empleado a fondo, resistía las cargas del giro, incapaz de inferirle una herida grave. Pero ¿sabría mi favorito emplear su vigor en caso de tomar la ofensiva?
Mi atención se había hecho sutil. Mis ojos como mis oídos, percibían hasta las fibras íntimas, las dos vidas que a unos pasos de mi asiento batallaban a muerte.
Pertinazmente el giro seguía empujando con el buche, agravando así el silbido de su respiración penosa, y noté que aflojaba en su juego de pico.
-¡Quince a diez da el giro!
Nuevamente la usura me daba en el rostro su cachetada.
-¡Pago! -respondí.
-¡Veinte a quince al giro!
-¡Pago!
Y así, no sé cuantas veces, tomé posturas en que arriesgaba plata penosamente ganada en mis rudas andanzas. Algunos del público me miraron como se mira a un loco o a un sonso. Para ellos el giro no tenía más que insistir en su trabajo, acentuando su victoria hasta el anonadamiento del bataraz. Herido por esas miradas que me trataban de bisoño y, excitado por el empeño de mi dinero, me concentré en la pelea hasta identificarme con el gallo en quien había puesto mi cariño y mi interés.
Hice mi plan. Era necesario permanecer en la defensiva, evitando el golpe decisivo, salvando en media hora de resistencia, y tirar hacia abajo a cada picada del contrario.
El bataraz parecía haberme entendido.
De pronto un murmullo de sorpresa sofocó al público. El giro se había despicado. Un triangulito rojo yacía en la tierra barrida del reñidero.
-¡Se igualaron los picos! -no pude dejar de gritar, agregando con insolencia-: ¡Voy treinta pesos derecho al bataraz!
Pero la plaza se había dado vuelta como guayaca vacía.
-Treinta a veinticinco contra el despicao -decía otro.
Me reproché con rabia no haber aprovechado la usura para jugar más. Desde ese momento, los partidarios del giro se harían ariscos.
Extenuados por cuarenta minutos de lucha, los gallos descansaban apuntalándose en el peso del enemigo.
Con seguridad el bataraz tomó la iniciativa, se aferró a una picada de plumas sanguinolentas, golpeó dos veces, reciamente, sin largar.
El giro cloqueó como una gallina cascoteada y comenzó a dar vueltas de derecha a izquierda, el cuello lastimosamente estirado, la respiración atrancada en un ronquido de coágulos. En su cabeza carmínea y como verrugosa, había desaparecido el pequeño lente hostil de su mirada.
-¡Sta ciego y loco! -sentenció alguien.
En efecto, el animal herido, después de repetir sus círculos maquinales, como en busca de una mosca imaginaria, picoteaba el paño del redondel, dando la espalda del combate. En su cabeza como vaciada sólo vivía un quemante bordoneo, cruzado de dolores agudos como puñaladas.
Pero ningún cristiano o salvaje es capaz de imaginar la saña de un gallo de riña. Ciego, privado de sentidos, el giro continuaba batiéndose contra un fantasma, mientras el bataraz, paciente, buscaba concluirlo en un golpe decisivo.
Sin embargo el cansancio, fuerza incontrastable cuyo coma sentíamos caer en el reñidero, hacíase casi perceptible al tacto. Era algo que se enredaba en las patas de los combatientes, sujetaba sus botes, nos oprimía las sienes.
-¿La hora? -preguntó() alguien.
-Faltan dos minutos -pronunció el juez.
Comprendí que el reloj se convertía en mi peor enemigo.
Mi gallo se agotaba, enredándose en las alas y la cola del giro. E inesperadamente éste se rehízo, situó a su adversario por el tacto, le dio un encontronazo que lo echó al suelo.
-¡Cincuenta pesos a mi gallo giro! -vociferó el dueño.
-¡Pago! -respondí, olvidado de mi lástima reciente.
Y el bataraz volvió sobre el golpe, fortalecido de rabia, tomó una picada, clavó las espuelas certeras en el cráneo ciego y deforme.
El giro se acostó lentamente, en un entumecimiento de muerte, cloqueó apenas, estiró el cuello, clavó el pico roto.
Sonó la campanilla.
Los hombres enormes entraban al redondel.
El dueño del giro alzó una maza sangrienta y blanda.
El otro acariciaba un bulto de músculos aún hirvientes de rabia.
Hacia mí se estiraban manos cargadas de billetes, también como cansados. Hice un rollo voluminoso que guardé en mi tirador y salí al corralón.
Allí lo encontré a mi bataraz, asentado todavía en la mano de su dueño, que lo acariciaba distraídamente, alegando con un grupo sobre las vicisitudes de la pelea.
Y vi que el gallo miraba curiosamente en derredor, volviendo a nacer a la sorpresa calma de la vida ordinaria, después de un delirio que lo había poseído, tal vez a pesar suyo, como un irresistible mandato de raza.
Don Segundo me tomó el brazo y lo seguí para la calle, a la cola de la gente que se retiraba.
Una vez a caballo nos dirigimos, al caer de la tarde dorada, hacia un puesto de estancia, en que don Segundo había parado en ocasión de algunos arreos.
Mi padrino me hacía burla por mi audacia en el juego, pretendiendo que en caso de pérdida no hubiera podido pagar las apuestas.
Saqué con orgullo el paquete de pesos de mi tirador y conté, apretándolos bien en una esquina para que no me los llevara el viento.
-¿Sabe cuántos, don Segundo?
-Vos dirás.
-Ciento noventa y cinco pesos.
-Ya tenés pa comprarte una estancita.
-Unos potros sí.