Don Segundo Sombra/XV
¡Qué estancia ni qué misa! Ya podíamos mirar para todos lados, sin divisar más que una tierra baya y flaca, como asonsada por la fiebre. Me acordé de una noche pasada al lado de mi tía Mercedes (dale con mi tía). Los huesos querían como sobrarle el cuero y estaba más sumida que mula de noria. Pero mejor es que lo sangren a uno los tábanos y no acordarse de esas cosas.
Habíamos dejado la tropa en un potrero pastoso, antes de que nos mandaran para la costa, a hacer noche y descansar en un puesto.
¡Bien haiga el puesto! Desde lejos lo vimos blanquear como un huesito en la llanura amarilla. A un lado tenía un álamo, más pelado que paja de escoba, al otro tres palos blancos en forma de palenque. La tierra del patio, despareja y cascaruda, más que asentada por mano de hombre parecía endurecida por el pisoteo de la hacienda que, cuando estaba el rancho solo, venía a lamer la sal del blanqueo.
Don Sixto Gaitán, hombre seco como un bajo salitroso y arrugado como lonja de rebenque, venía dándonos, de a puchitos, datos sobre la estancia. Eran cuarenta leguas en forma de cuadro. Para el lado de la mañana, estaba el mar, que solo la gente baqueana alcanzaba por entre los cangrejales. En dirección opuesta, tierra adentro, había buen campo de pastoreo; pero eso estaba muy retirado del lugar en que nos encontrábamos.
Bendito sea si me importaba algo de los detalles de aquella estancia, que parecía como tirada en el olvido, sin poblaciones dignas de cristianos, sin alegría, sin gracia de Dios.
Don Sixto hablaba de su vida. Él pasaba temporadas en el rancho solitario. La familia estaba allá, en un puesto cerca de las casas. Tenía un hijito embrujado que le querían llevar los diablos.
Miré a don Segundo, para ver qué efecto le hacía esta última parte de las confidencias. Don Segundo ni mosqueaba.
Me dije que el paisano del rancho perdido debía tener extraviado el entendimiento y dejé ahí reflexiones, porque bastante tenía con mirar el campo y más bien hubiese deseado hacer preguntas acerca del mar y de los cangrejales.
Aunque el arreo sea bueno, y no le haya sobado al resero el cuerpo más que lo debido, siempre se apea uno con gusto de los aprestados cojinillos para ensayar pasos desacostumbrados. El palenque, con sus postes blancos, llamó más mi atención de cerca, mientras desarrugaba a manotones el chiripá y aflojaba las coyunturas.
Don Segundo me dijo riendo:
-Son espinas de un pescao del que entuavía no has comido.
-Hace más de cincuenta años -explicó don Sixto- que la ballena, tal vez extraviada, vino a morir en estas costas. El patrón se hizo llevar el güeserío a las casas, «pa adorno» decía él. Aquí ha quedao este palenquito.
-Mirá que bicho pa asarlo con cuero -dije, temeroso de que me estuvieran tomando por sonso.
-Estas son tres costillas -concluyó don Sixto, agregando para cumplir con su deber de hospitalidad. Pasen adelante si gustan; en la cocina hay yerba y menesteres pa cebar..., yo voy a dir juntando unas bostas y algunos güesitos pa'l juego.
A la media hora de una conversación interrumpida por el lagrimeo y la tos que me imponía la humareda espesa de la bosta, gané el campo so pretexto de ver para dónde se había recostado mi tropilla.
Más vale el campo, por fiero que sea, que estar tosiendo a la orilla del fuego como vieja rezadora.
Mi tropilla se había alejado caminando con cautela de quien está revisando campo para comprar, despuntando los pastos, mirando a veces en derredor o a lo lejos, como buscando un punto de referencia. El picazo en que iba montado, relinchó. La yegua madrina alzó la cabeza, desparramando un tropel de notas de su cencerro. Todos los caballos miraron hacia mí. ¿Por qué estábamos así desconfiados y como buscando abrigo?
Casi entreverado con mis pingos, me dejé estar mirando el horizonte. La yegua Garúa olfateó hacia el mar y nos pusimos a seguir aquel rumbo, como una obligación.
-¡Campo fiero y desamparao! -dije en voz alta.
Íbamos por un pajal descolorido y duro que los caballos husmeaban despreciativamente, con algo de alarma. También yo sentía un presagio de hostilidad.
Cruzábamos unas lagunitas secas. No sé porqué pensé en lagunas, dado que ninguna diferencia de nivel existía con el resto de la pampa.
-¡Campo bruto! -dije otra vez, como contestando a un insulto imaginario.
De atrás de unos junquillales voló de golpe una bandada de patos, apretada como tiro de munición. El bayo Comadreja plantó los cuatro vasos, en una sentada brusca, y bufó a lo mula. Quedamos todos quietos, en un aumento de recelo.
Atrás de los junquillales, vimos azulear una chapa de agua como de tres cuadras. Volaron bandurrias, teros reales y chajás. Parecían tener miedo y quedaron vichándonos desde el otro lado del charco. Sabían algo más que nosotros. ¿Qué?
Garúa trotó dando un rodeo, seguida por Comadreja, y bajó hacia el agua. Nosotros quedamos a orillas del pajonal.
El barro negro que rodeaba el agua, parecía como picado de viruelas. Miles de agujeritos se apretaban en manada unos contra otros. Unos pocos cangrejos paseaban de perfil, como huyendo de un peligro. Me pareció que el suelo debía de sufrir como animal embichado.
-Ahá -dije- un cangrejal -y me pregunté por qué me había dado ese día por hablar en voz alta.
Como si mi palabra hubiese sido voz de mando, voló de un solo vuelo la sabandija. Garúa y Comadreja, castigadas por repentino terror, corrieron hacia nosotros. Dudé de mis ojos. Garúa había perdido sus cuatro patas y avanzaba apenas arrastrándose sobre el vientre. Y el barro se abría como un surco de agua. «Murió la yegua», me dije. Pero Garúa, tirada sobre el costillar, remaba con las cuatro patas, avanzando como si nadara, con tanta rapidez, que no daba tiempo a que la tierra, desmoronada en sinuosa herida, se juntara tras ella. Aquello hizo un ruido sordo y lúgubre, hasta que la yegua pisó firme. «Linda madrinita baquiana», murmuré con emoción y recordé que me había sido vendida por un paisano del Rincón de López. Sí, pero ¿y mi bayo?
Comadreja se había detenido ante la caída de Garúa. Dos veces intentó echarse al cangrejal, para vencerlo a lo bruto, pero tuvo que volver atrás, después de haberse perdido casi totalmente, salvándose a pura energía, con quejidos de esfuerzo.
Sin perder tiempo, arrié mi tropilla en su dirección, recordando el camino seguido hoy por la yegua. Me encomendé a Dios, para que no me dejara desviar ni un metro de la dirección que recordaba. En una atropellada alcancé con ansia el lugar en que estaba Comadreja, que se entreveró con sus compañeros, y al grito de «¡Vuelva!», salí, yegua en punta, para el lado del campo firme.
Pasado el apuro, seguimos como muchachos castigados, hinchando el lomo y con las cabezas muy gachas.
Llegando al rancho pensaba: La casa es la casa, en cualquier parte que esté y por pobre que sea.
El rancho, antes tan miserable, me resultaba, al volver del paisaje, un palacio. Y sentí bien su abrigo de hogar humano, tan seguro cuando se piensa en afuera.
Aunque todavía fuese temprano, mi padrino y don Sixto preparaban la comida en el patio. Me preguntaron por mi paseo.
-Lindo no más. Casi pierdo el bayo contesté, e interrogado relaté el percance.
Don Segundo comentó a manera de consejo:
-El hombre que sale solo, debe golver solo.
-Y aquí estoy -concluí con aplomo.
Atardecía. El cielo tendió unas nubes sobre el horizonte, como un paisano acomoda sus coloreadas matras para dormir. Sentí que la soledad me corría por el espinazo, como un chorrito de agua. La noche nos perdió en su oscuridad.
Me dije que no éramos nadie.
Como siempre, andábamos de un lado para otro, en quehaceres de último momento. Íbamos del recado al rancho, del rancho al pozo, del pozo a la leña. No podía dejar yo de pensar en los cangrejales. La pampa debía sufrir por ese lado y... ¡Dios ampare las osamentas! Al día siguiente están blancas. ¡Qué momento, sentir que el suelo afloja! Irse sumiendo poco a poco. Y el barrial que debe apretar los costillares. ¡Morirse ahogado en tierra! Y saber que el bicherío le va a arrancar de a pellizcos la carne... Sentirlos llegar al hueso, al vientre, a las partes, convertidas, en una albóndiga de sangre e inmundicias, con millares de cáscaras dentro, removiendo el dolor en un vértigo de voracidad... ¡Bien haiga! ¡Qué regalo el frescor de la tierra del patio, al través de las botas de potro!
Y miré para arriba. Otro cangrejal, pero de luces. Atrás de cada uno de esos agujeritos debía haber un Ángel. ¡Qué cantidad de estrellas! ¡Qué grandura! Hasta la pampa resultaba chiquita. Y tuve ganas de reír.
Comimos, sin decir palabra, en unos platos de zinc, una «ropa vieja» en que la sal del charqui nos ofendía la boca. La galleta era como poste de quebracho y gritaba a lo chancho, cuando le metíamos el cuchillo. Para peor, no tenía sueño. Me quedé tomando mate en la cocina. El pabilo del candil, cansado de tanta grasa, quería caer por momentos y la llama chisporroteaba a antojo. Dos veces la enderecé con el lomo del cuchillo. Por fin la dejé, temiendo que me entrara rabia y cediera a la tentación de fajarle al aparatito un planazo de revés, para que fuera a alumbrar a los demonios.
Don Segundo tendía cama afuera y don Sixto estaba ya en el dormitorio, al cual había entrado mis jergas, creyendo así cumplir con el forastero.
¡Linda cortesía, hacerlo dormir a uno en un aposento hediondo y seguramente poblado por sabandija chica!
Apagué el candil, volqué la cebadura en el fuego, que se iba consumiendo, y fui a echarme en mi recado, en la otra punta del cuarto de don Sixto.
No hallaba postura y me removía como churrasco sobre la leña, sin poder dar con el sueño. Era como si hubiese presentido la extraña y lúgubre escena, que iba a desarrollarse entre las cuatro paredes del rancho perdido.
Debió pasar algún tiempo. La luna volcó por la puerta una mancha cuadrada, blanca como escarcha mañanera. Vislumbraba los detalles del aposento: las desparejas paredes de barro, el techo de paja, quebrada en partes, el piso de tierra lleno de jorobas y pozos, los rincones en que negreaba una que otra cuevita de minero.
Mi atención fue repentinamente llamada hacia el lugar en que dormía don Sixto. Había oído algo como una queja y un ruido de caronas. Antes de que imaginara siquiera qué podía ser aquello, lo vi confusamente, de pie sobre sus matras, en una postura de espanto.
Sentándome de un solo golpe, hice espaldas en la pared, desenvainé mi puñalito, que había como siempre alistado entre los bastos, puestos como cabecera, y encogí las piernas de modo conveniente para poderme erguir en un impulso.
Miré. Don Sixto dio con la zurda un manotón al aire. Fue como si hubiera agarrado algo. «No», dijo, ronco y amenazando, «no me han de llevar, so maulas». Con la ancha cuchilla que apretaba en su derecha, tiró al aire dos hachazos como para partir el cráneo de un enemigo invisible. Tuve la ilusión de que aquello que tenía aferrado con la mano izquierda, le asentara un recio tirón. Trastabilló unos pasos. «No», volvió a gritar, como aterrorizado, pero firme en su propósito de no ceder, «angelito... no me lo han de llevar».
Con más saña, tiró puntazos en diferentes direcciones; después hachazos de derecha, de revés, con una violencia superior a sus fuerzas. Otro tirón lo llamó hasta la mitad del cuarto. Con más desesperación clamó, «M'hijo..., m'hijo no ha de ser de ustedes». Comprendí lo terriblemente angustioso de aquella alucinación. El hombre defendía a su hijo embrujado, con la desesperación del que no sabe si hiere. ¿Pero, cómo podía ser eso? Sin embargo, vi por tercera vez y claramente, los tirones y golpazos con que le hacían perder el equilibrio, don Sixto caía al suelo, volvía a incorporarse y se esgrimía nuevamente contra el vacío, repitiendo su estribillo: «No, no me lo han de llevar».
La lucha inverosímil, de la cual yo sólo veía un combatiente, arreció en violencia. Los zamarrones aumentaban, las cuchilladas menudeaban a tontas y a locas, los gritos de desesperada negación se repetían con mayor frecuencia. Las fuerzas de don Sixto, disminuían mientras el tono de la voz llegaba por su angustia a hacérseme intolerable. Quería ayudarle, pero una cobardía, un anonadamiento desconocido, se opuso a los esfuerzos que hice por levantarme. No podía siquiera hacer la señal de la cruz. El horror me tiraba los pelos para atrás de las sienes. Me debilitaba en un sudor copioso.
Pensé en don Segundo y no pude llamarlo. ¿Cómo no oía? El pobre don Sixto, ya exhausto, había caído cerca mío, a unas cuartas, y luchaba con una tenacidad que duplicaba mi desesperación.
Por fin la luz de la luna fue interceptada. Comprendí que mi padrino estaba ahí. Escuché su voz tranquila: «Nómbrese a Dios». Lo vi entrar; tomó a don Sixto de un brazo haciéndolo poner de pie. «Sosiéguese güen hombre, ya no hay nada». También yo pude moverme y me acerqué a sostener a don Sixto que, a pesar de no ser la luz suficiente para ver claro, aparecía demacrado como por varios días de enfermedad. «Sosiéguese», repitió mi padrino. «Acompáñeme pajuera; ya no hay nada». Como un ebrio lo sacamos a la noche.
Don Segundo le acercó al recado en que él había estado durmiendo. El hombre cayó como desgarretado. «Dejalo no más», me dijo mi padrino, «y vos sacá tus jergas y echate a dormir».
Con recelo entré al cuarto, me santigüé, fui al rincón de mis pilchas y manotié, arrastrando lo que quiso venir conmigo. Ya don Segundo dormía, con un cojinillo de almohada, sobre el piso del patio. El otro estaba tirado como potrillo muerto. ¿Dormir? ¡Cómo para dormir estaba por dentro! Nunca pensé que se pudiera tener tanto miedo junto.
Recién al aclarar, cuando mi padrino incorporándose me dio la garantía de que todo no había muerto, pude cerrar los párpados.
Poco después desperté en un sobresalto. Ya el sol calentaba un tanto el cuerpo y un vientecito tierno se colaba entre la ropa.
Don Segundo había arrimado su tropilla y tusaba uno de sus caballos.
No vi ni señas de don Sixto. Como el sol sabe barrer el miedo, no me quedaba de mi angustia nocturna más que un peso en los nervios.
Enderecé mis pasos hacia el pozo. El chirrido de la rondana, el culazo del balde en el agua, el canto de las goteras mientras recogía la soga, cuyos últimos tramos me enfriaron de agua las manos, me cantaban familiares palabras de optimismo. Me enjuagué bien la cabeza, el pescuezo, los brazos hasta el codo. Enseguida sentí mejor el viento y el sol. Mi fuerza de siempre corría a grandes impulsos por mis miembros.
La mañana era linda, dorada, ágil. El desierto se alegraba de su descanso fresco. Unos teros pasaron, muy arriba, gritando su alegría. Se oyeron, lejos, unos balidos. Una nube de gaviotas, chimangos y caranchos, giraba como trompo de aire, sobre alguna osamenta, allá, para el lado de los cangrejales. ¡Qué diablos, y la vida no afloja ni se aflige, porque a un animal o a un hombre, la noche le haya traído un mal rato!
Como había preparado ya el mate, fui a convidarlo a don Segundo.
-Güen día, padrino.
-Güen día.
Don Segundo rió mirándome:
-¿Ya te ha güelto el alma al cuerpo?
Me atreví a preguntar:
-¿Y don Sixto?
-Se jue esta mañana a ver al muchacho que tiene enfermo. Quién sabe como lo halla.
-¿Por qué?... ¿Le han traído una mala noticia?
-¿Y qué más mala noticia querés que la de anoche?
-¡Avise don!
Tuve que ir en busca de la pava para seguir la cebadura. No había conseguido mayores datos sobre el enigma del pasado suceso. ¿Por qué estaba tan seguro mi padrino de la gravedad del chico de don Sixto? ¿Creía en brujerías? Inútil calentarme la cabeza; ya me había dado cuenta de que don Segundo no me contestaría, esa mañana por lo menos. Pero ¡qué hombre que no concluiría nunca de conocer! ¿Sabría también de magia? ¿Esos cuentos que contaba, los contaba en serio? Y yo ¿creía o no creía? Me parece que sí, por el miedo que me daban esas cosas y por mi poca voluntad de meterme a averiguaciones.
Monté el Picazo en pelos y fui a buscar mis caballos. De vuelta ensillé y echando unidas las tropillas por delante, marchamos hacia el potrero vecino, donde al día siguiente debíamos recoger hacienda alzada. No pude dejar de despedirme del fatídico ranchito, que ya tomaba su aspecto de hueso perdido, y dándome vuelta sobre el recado le grité:
-¡Adiós, matrero viejo. Quiera Dios que el pampero te avente con tuito el pulguerío y tus penas de bichoco y tus diablos y brujerías!