No necesito hacer grandes esfuerzos, seguramente, para que el lector se persuada de que la bacanal de la Pascua causó a don Román una amarguísima pesadumbre. Era vanidad lícita la que él tenía en considerar aquel pueblo, morigerado y feliz, como obra suya. A ella se había acostumbrado a ver en cada labrador un hijo que necesitaba sus cuidados y sus desvelos, y se los dedicaba con la incansable abnegación de un padre. ¡Y todo aquel edificio, levantado a costa de tantos esfuerzos, se desplomaba en pocas horas, socavados sus cimientos por la piqueta alevosa de cuatro miserables!

Pero si todo esto era triste para su alma generosa; si el corazón se le desgarraba al ver cómo aquellos desgraciados iban, paso a paso, acercándose al abismo; si la ingratitud de todos ellos, aunque no le sorprendía, le atormentaba, ¿qué no sentiría el noble caballero cuando se vio insultado por una turba de borrachos, que antes fueron hombres de bien y objeto de su cariño, y que, a la sazón del agravio, aún le debían hasta la camisa que llevaban puesta?... Dudó de sus propios oídos y hasta de su razón. ¡Tan enorme juzgaba el atentado! Quiso convencerse de que aquellos improperios y aquellas groserías e indecencias, arrojados a su nombre por discordantes y tartamudas voces, eran alucinación de sus sentidos; que tantas inmundicias como el silencio de la noche introducía en su hogar por huecos y rendijas, no eran lanzadas en son de afrenta por los hombres que habían aprendido en su cocina a ser honrados y felices; y abrió una ventana. El ruido que produjo fue el que dispersó a la ebria muchedumbre. Al sentir sus pasos atropellados y percibir los bultos sustrayéndose, en la densa obscuridad de los callejones inmediatos, al poder maravilloso de sus pupilas, no le quedó la menor duda de que no le engañaban los sentidos... ¡Los miserables que le habían insultado eran aquellos que corrían como ladrones sorprendidos en el crimen!

Sintió su pecho oprimido, y el fuego de un volcán en el cerebro. Un cuarto de hora permaneció asomado a la ventana, sin darse cuenta cabal de lo que hacía. El fresco ambiente de la noche fue templando poco a poco el ardor de su frente, y entonces su vista y sus ideas se elevaron a la esplendente bóveda, cuyos sublimes misterios eran la suprema ambición de su alma cristiana y de su fe incorruptible. Admiró la divina grandeza que en obra de tanta maravilla se le mostraba, y ofreció, en descargo de su debilidad, aquella miserable pequeñez que servía de tormento a su flaca naturaleza.

Más en reposo su espíritu después de haberle elevado sobre las viles pasiones de la tierra, recogióse a su habitación y oró como de costumbre; pero el sueño no cerró sus párpados. Había logrado dominar su indignación sobreponiéndose al motivo de ella; pero sus ideas, si bien en región serena, libraban en su cerebro, aunque lenta y ordenada, muy reñida batalla. Acusábanle de no haber sabido completar su obra. Había logrado construir el edificio; pero no acertado a darle la necesaria consistencia para asegurarle contra los asedios de un mal intencionado o de un envidioso. De indóciles, descuidados, suspicaces e indolentes aldeanos, llegó a formar un pueblo de inteligentes, laboriosos, morigerados y felices labradores; pero algo dejó de hacer, algo faltó a su obra, cuando en tan pocos días se derrumbó lo que se fue elevando en el transcurso de muchos años. No es fuerte, no está bien construido lo que se destruye con un soplo en un instante.

Examinó en seguida la marcha de los acontecimientos; y vio, de una parte, imposturas groseras, calumnias mal urdidas y ambiciones mal disimuladas; de la otra, incapacidad absoluta de distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira. «Aquí está el flaco», se dijo; y luego discurrió así: «¿De qué procede esta incapacidad? De falta de criterio. ¿Y la falta de criterio? De otra falta de educación. Y esta falta, ¿se me puede imputar a mí como una culpa? No. Yo me he afanado por enseñar a estos hombres cuanto podía conducirlos a mejorar su condición de labradores, y por ilustrarles la inteligencia en todo lo que fuera compatible con esa misma condición... Pero también me afané porque ignorasen lo que, mal entendido, los llevaría a aborrecerla por deseo de otra cosa que no penetrarán jamás sin dejar de ser lo que son. ¿Hice mal en esto, por lo que, en la apariencia, se opone al curso de las ideas, según el criterio de los flamantes reformistas? No, mientras no se me demuestre que puede hacerse de cada tosco labrador un estadista, sin dejar el arado de la mano: o que pueden resignarse a labrar sus heredades y a no comer otro pan que el que produzcan éstas, los hombres que poseen la ciencia del gobierno de los pueblos; o, en fin, que lo de Jauja no es conseja estúpida, y puede llegar un día en que, siendo todos los españoles consumados políticos y altos funcionarios, de la tierra broten, en virtud de la ley maravillosa del progreso intelectual, las casas construidas, el pan en hogazas, y planchadas las camisas, y viertan las nubes, en vez de los prosaicos aguaceros de ahora y de antaño, las onzas acuñadas y la ciencia digerida... Tiene, pues, por necesidad, que encerrarse en muy angostos límites la instrucción del hombre rudo del campo, cuyas ocupaciones han de alejarle, necesariamente, del trato de toda persona extraña a su condición... Luego su criterio no puede tener jamás el temple del de los hombres avezados a luchar contra la astucia, la deslealtad y la perenne mentira del mundo... luego yo no obré mal dejando de fomentar en estas gentes insensatas ambiciones, ni es cargo que, en buena justicia, puede hacérseme... ni siquiera es esa falta de criterio enfermedad cuya curación deba intentarse... Pero la falta existe y debe remediarse con algo; y este algo ¿qué es? El cuidado de separarlos del mal, como se separa el fruto sano del podrido. Para esto no alcanza el poder de un hombre aislado, como yo: necesita hallarse revestido de una fuerza de autoridad que sólo tienen los representantes de la ley divina y de la ley social. El primero señala el vicio y le condena; el segundo le busca, le persigue en sus madrigueras y le extermina... Este último ha faltado aquí, no el primero, que, ni por un instante, se ha separado de su deber. Pero ¿quién pudo en este pueblo ejercer tan delicado cargo y ser, a la vez que juez severo, padre cariñoso y vigilante de sus administrados? ¿quién pudo, en la ocasión presente, haber atajado el mal en sus orígenes, y exterminarle, en vez de hacerle irreparable uniéndose a los malvados y aplaudiendo sus iniquidades?... Nadie más que yo, sin el propósito que siempre hice de no aceptar cargo ni preeminencia que pudiera traducirse en logro de mezquinas ambiciones. Pero ¿qué hay que fiar de la virtud que necesita un tutor para no dar a cada instante en las garras del vicio?... ¡Extremada sutileza!... Pues ¿cómo se guardan de los ladrones las alhajas? Con cerrojos. Hay que considerar que no se trata de una virtud aislada, de un hombre que se encierra en su conciencia y en su casa: se trata de un pueblo entero que tiene muchas puertas abiertas al campo de las asechanzas, y escasos centinelas que sepan distinguir el enemigo del hermano... Pero también es triste que un pueblo virtuoso no pueda guardarse por sí mismo... ¿Y qué ha de hacer un conjunto de virtudes pegadizas, hijas del egoísmo en su mayor parte, sino quebrarse al menor descuido, si las adquiridas por el convencimiento y templadas al fuego de todas las batallas, se adulteran, se corrompen... y hasta se venden? ¡Ay!... ¡Es que nos olvidamos de nuestra condición miserable; de que habitamos, como de tránsito y por supremo designio, este montón de tierra donde la vida es un perpetuo deseo, y nuestro viaje una incesante caída!...Pero, así y todo, ¿puedo yo, con mis propias fuerzas, evitar la que ahora lamento? ¿He cumplido con mi deber cruzándome de brazos enfrente del enemigo? Sí: luchando contra él, le daba una importancia que me desautorizaba: ciertas acusaciones no debe mencionarlas un hombre honrado, ni aun para desvirtuarlas, porque se mancha con ellas y rebaja el nivel de su dignidad; y la mía es aquí muy necesaria. Si mañana vuelven a mí esos hombres, me encontrarán limpio hasta del polvo de esta inicua batalla, y no me creerán animado del deseo de venganza, porque no me han oído quejarme del agravio... Sin embargo, esto es cuestionable, como lo es también si yo pude dar a sus criterios más luz, sin tocar el extremo de que huía... Pero ¿quién es el hombre que en tan espinosa materia se atreve a decir, sin temor de equivocarse: «hasta aquí lo conveniente; desde aquí lo temerario»? Y, en esta duda necesaria, ¿debe pecarse por exceso, descorriendo todos los velos, o por defecto, ocultando todo lo peligroso? ¿Es preferible el deslumbramiento del primer caso, o la sorpresa a que se expone una curiosidad excitada de pronto? El primer extremo es inevitable; el segundo es contingente... luego el segundo es preferible. Y, entre tanto, no hay duda, mi obra ha sido imperfecta. ¡Ceguedad humana! ¡tanto blasonar de linces, y no penetran nuestros ojos más que la costra miserable de las más comunes dificultades!»

Y en esta batalla empeñado, quedóse al fin dormido el noble Pérez de la Llosía, dejando la cuestión intacta, como seguirá, si Dios no dispone otra cosa, por los siglos de los siglos.

Tampoco dormía Magdalena mientras velaba su padre: las pesadumbres de éste y las inquietudes propias, la quitaban el sueño. No ignoraba la candorosa doncella, por informes adquiridos por Narda, que andaba don Gonzalo en la conjuración, y antojósele que pudiera ser causa de la actitud del indiano, el desaire recibido por éste en sus pretensiones amorosas. En tal caso, ella era quien acarreaba a su padre tan amargos disgustos.

¡Qué consideración tan dolorosa para la pobre niña!

Inquietábale, asimismo, la inexplicable desaparición de Álvaro. Desde el día de la feria de San José, no había vuelto a verle, ni a saber de él. ¿Dónde se hallaba? ¿Por qué hizo conocer a su virgen fantasía regiones de luz, para complacerse luego en rodearla de tinieblas? ¿La habría olvidado ya? ¿Estaría enfermo?... Magdalena salía muy poco de casa, y entre Sotorriva y Coteruco había rarísimas comunicaciones y sobrada distancia para que pudiera curarse en dudas tales sin exponerse a publicarlas; y aún no estaba ella en el caso de correr este riesgo, cuyo temor la había obligado, acordándose de la advertencia de su padre, a prohibir a Narda que diera un solo paso en averiguación de la verdad. Pero debemos hacer justicia a los nobles sentimientos de la doncella: en la noche de que se trata, más que en Álvaro pensaba en su buen padre, insultado por un populacho soez e ingrato; en su padre, que lloraba el fracaso de unos intentos a los cuales había consagrado lo mejor de su vida; y en el deseo de aminorar el dolor que le atormentaba y remediar el mal en lo posible, buscaba en su corazón fuerza bastante para llevar a cabo un proyecto más heroico que razonable.

En estas cavilaciones la sorprendió la luz del alba, que se introdujo por los entreabiertos postigos de su balcón, no a despertar, como en lo ordinario, los risueños cuadros de su juvenil imaginación, sino a alumbrar los pavorosos fantasmas que por ella vagaban.

Levantóse y abrió todas las vidrieras, y aunque la estancia se inundó de luz y el día se presentaba sin una sola nube en el cielo, parecióle éste obscuro y sombrío, como cuando los vapores se aglomeraban en él para descender sobre las montañas y bajar al valle convertidos en torrentes. Se asomó al balcón, y vio a su padre en la huerta. No le extrañó el suceso, porque don Román madrugaba siempre; pero le halló sereno y tranquilo ocupándose, con un criado, en dirigir las ramas de un cerezo; y aunque tampoco esto le causó admiración, porque conocía el temple de aquella alma, dio alivio a su pesadumbre, pues las penas son menores cuando se las domina, como las dominaba su padre.

Envióle los buenos días, envuelto el saludo en una sonrisa forzada, y se le devolvió don Román con otro que parecía decirla: «No has cerrado los ojos en toda la noche».

Permaneció mucho tiempo en la huerta. Más de las diez eran cuando entró en casa. Magdalena le esperaba para hablar con él. ¿Huía el buen padre de entrar con su hija en explicaciones sobre lo que se proponía ir olvidando poco a poco? Todo es creíble. Pero Magdalena, que quizá lo sospechaba, sentía la necesidad de descargar su conciencia de un grave peso, y así despertó la curiosidad de don Román. Hízole saber los recelos que la inquietaban, de que su resistencia a aceptar la mano de don Gonzalo fuera la causa de la conducta de éste, y se declaró «dispuesta a todo», si con ello los odios se acababan y volvían las cosas a su anterior estado.

Entendióla su padre, y enderezándose nervioso, como si acabara de morderle una víbora,

-¡Tú! -exclamó, lanzando sus ojos rayos de indignación. -¿Y me haces a mí capaz... ¡Virgen María! de arrojarte a esos alanos para acallar sus ladridos?... ¿Tan desacordado me crees? ¿En tan poco te estimas, hija mía?

En seguida se acercó a ella, la miró con ternura y la dijo acariciando sus manos ebúrneas:

-Hasta el supuesto de que se consumara semejante sacrificio, me horroriza, Magdalena.

Iba a contestar la joven, cuando súbitamente se quedó como estatua marmórea, clavados los ojos en la portalada, que se veía desde allí al través de las vidrieras del balcón. Don Román siguió con su mirada la dirección de la de Magdalena: Álvaro, a caballo, acababa de entrar en el corral.

Salió apresurado a recibirle a la puerta de la escalera, y momentos después estaban ambos caballeros en presencia de Magdalena, conmovida y gozosa. Álvaro puso en manos de don Román una carta que decía así:

«Mi amigo y señor: Inveterados achaques tiénenme, por mal de mis pecados, prisionero en ésta su casa há ya largos días; y como éstos siguen corriendo sin que Dios sea servido darme la libertad con el alivio, resuélvome a decirle a usted por escrito lo que juzgo más digno de ser tratado de palabra; ni el asunto es de los que se prestan a largas treguas, ni a más que las vencidas se avienen las naturales impaciencias del dador de la presente carta, que lo será, Dios mediante, mi hijo don Álvaro.

Hame confiado éste su decidida y bien meditada inclinación hacia su señora hija de usted, la cual conoce sus sentimientos, y, por lo visto, no los desdeña. Por lo que a mí respecta, bendigo a Dios que se ha servido conducir el afecto de mi hijo hacia prenda de tan alto valor-, y pues que en obtenerla estriba su felicidad, dejando siempre a salvo las particulares miras de usted, me atrevo a pedirle la mano de doña Magdalena para el citado don Álvaro, a quien por honrado, discreto y buen cristiano, fío yo con cuanto valgo y soy.

Interin tengo la altísima honra de reiterar a usted verbalmente petición tan mal escrita, sírvase dar a ésta la solemnidad que el valor del caso reclama, y contarme, como siempre, por su mejor amigo y S. S. Q. S. M. B.

LÁZARO DE LA GERRA».

Cuando la hubo leído se la dió a Magdalena, diciéndola:

-Contigo va esto, hija mía: entérate.

Don Román dijo a Álvaro mientras Magdalena leía:

-Hacerme de nuevas en este asunto, fuera, señor mío, no sólo pueril, sino ridículo. Magdalena es mi hija, y es cristiana; y dicho está con esto que en materia tan delicada no ha tenido secretos para su padre. Conozco, pues, sus sentimientos más íntimos, y aceptando por garantía de la lealtad de los de usted la fianza de tan cumplido caballero como su señor padre, abiertas le quedan las puertas de mi casa, en la confianza de que no será Magdalena quien se las cierre..., ¿Me equivoco, hija mía?

Bien sabe el lector que no se equivocaba don Román, y así lo confirmó la interpelada con una sonrisa tan pudibunda como elocuente. Luego dijo el buen señor, no sin violencia, dirigiéndose a Álvaro:

-Una condición quisiera poner... he dicho mal, una súplica desearía hacer en este momento solemne.

-¡Súplica usted! -exclamó la cariñosa doncella clavando sus ojos anhelantes en su padre, que luchaba heroicamente contra la emoción que estaba a punto de dominarle.

-Llámalo como quieras, hija mía... ¡Pero no te separes de mí jamás!... Don Álvaro -dijo al joven-: siendo niña, perdió a su madre; desde entonces tengo depositados en ella todos mis afectos... Si se va de mi lado, me quedaré solo... ¡enteramente solo!

¡Cuántos recuerdos asaltaron su mente en aquel instante! Leyólos todos Magdalena, y arrojándose en los brazos de su padre, le dijo conmovida:

-¿Cómo pudo sospechar usted que hiciera yo eso jamás?

-Felizmente -expuso Álvaro, -no hay para qué pensar en ello.

-Su padre de usted, señor don Álvaro -dijo Pérez de la Llosía-, tiene más de un hijo, si mal no recuerdo.

-Tengo, en efecto, una hermana.

-Entonces no será egoísta el señor don Lázaro: partiremos como buenos amigos, si llega el caso. ¿No es cierto?

Hablóse luego mucho, y con gran contentamiento de los tres. Aquel día comió Álvaro en la casa, y Narda hizo prodigios en la cocina, en honor de tanta fiesta.

Cuando fue hora de que don Román se retirara a reposar la comida, no a dormir la siesta, pues jamás adquirió tal costumbre, Álvaro, en cuyas manos puso aquella cortés y discreta carta para su amigo don Lázaro, montó a caballo y salió de Coteruco, acompañándole Magdalena con la vista hasta que desapareció en uno de los recodos del valle. El sol estaba entonces velado por las nubes, y, no obstante, hubiera jurado la enamorada doncella que, al revés de lo que vio por la mañana, el campo y el firmamento y las montañas resplandecían de luz y de alegría. ¡Poder de la imaginación!