Ocurrió al otro día lo que era de esperar: los antes adictos a don Román, que habían asistido al banquete, no aún bastante corrompidos de alma para meditar sin remordimientos sobre lo que habían hecho y dicho la víspera, desde que dieron en ir a la taberna a presenciar el famoso partido, sostuviéronlos, contra las protestas de la conciencia, el atractivo del espectáculo, la golosina del jarro y sobre todo, la esperanza del gran acontecimiento pascual. Pero este había pasado, y nada veían por delante cuyo saboreo les endulzara las amarguras de los recuerdos.

Los más borrachos en el festín se afanaban al día siguiente por saber de sus mujeres qué habían hecho ellos durante la noche desde que salieron de la taberna hasta que se fueron a dormir; y cuando se les dijo que habían insultado groseramente a don Román, se aturdieron. Idéntica impresión causó el recuerdo de este suceso en los que tenían una idea vaga de haber tomado parte en él. Parecíales excesivo el desacato, o, cuando menos, poco sazonado.

Pero como ni el ofendido había de brindarles con el perdón, ni ir a implorarle, ya porque probablemente no le obtendrían, ya porque, después de todo, don Román los había traído engañados, y en su derecho estaban alejándose de él, hicieron lo que hace todo el que quiere acallar los gritos de la conciencia: empeñarse en engrandecer las causas de la caída, para justificarla a sus propios ojos. Desde entonces se buscaron con ansia unos a otros; y haciendo buenos a Lucas y a los Rigüeltas aunque movidos de diferente propósito que éstos, descuartizaron los de don Román, exprimieron sus jirones, de lengua en lengua, y no los soltaron hasta que las fibras de los más santos hubieron extraído las más absurdas indignidades. ¡Qué bien los conocía el nobilísimo caballero!

No le iba en zaga Patricio en ese punto; y prueba de ello es la visita que, no bien se levantó al otro día, hizo a don Gonzalo. Le halló gozoso y hasta rejuvenecido.

-Camará -le dijo el indiano al verle entrar, -sabe usted más que Lepe... ¡Cascaritas, si hemos corrido en poco tiempo!

-Pues lo que importa, señor don Gonzalo -respondió Patricio-, es que no perdamos en una semana lo que hemos ganado en tres... Y a tratar de eso vengo yo.

-Hable usted, pico de oro.

-Pues hablo; y digo que no conoce usted a esta gente.

-Confieso, camará, que no tanto como usted.

-Pondría las dos orejas a que hoy andan parte de los que tanto ruido hicieron anoche, metiéndose por los bardales para que no los vea el sol.

-¿Arrepentidos?

-Los más.

-¿Teme usted que se vuelvan a la otra casa?

-Eso no, porque ni allí los admitirían ya, ni ellos entrarían de buen aquél con el escajo que tienen en el alma, gracias a este pico y al muy resalado del hijo mío. ¡Vaya si lo ha trabajado a ley el muchacho!

-No lo ha hecho mal.

-¡Le digo a usted que como unas perlas!

-Pues que siga por ahí.

-No vale eso ya, don Gonzalo: una razón puede matarse con otra.

-Y ¿cómo no ha sucedido eso en tantos días?

-Porque en ninguno de ellos ha faltado el vaso de vino para remachar la palabra; porque los hemos tenido como rebaño de bestias, salva sea la comparanza, acorralados en la taberna: porque al olor del pienso de ayer, se fueron metiendo, metiendo, y no vieron el barro hasta que les llegaba a la boca.

-Bien: ¿y qué?

-Que ya se hartaron, y que como no tienen otra becerra en qué pensar, pensarán en lo que han hecho.

-Enhorabuena. camará; pero esas fiestas no se pueden tener cada día: son muy caras.

-No lo niego- pero se inventan otras más baratas.

-Mire que esta guerra me balda; y considere, caracoles, que de quince días acá, no hago más que botar dinero.

-Otros lo botaron antes... Y, por último, también ha visto usted en su casa, haciéndole la rosca, la nata y flor de la tertulia del señorón.

-Pshe...

-Y desde media legua le saluda a usted la gente,

-Puede valer más el coscorrón que el bollo.

-Pero el asunto era sacar a la gente de la otra casa, y esto ya lo conseguimos.

-Pues ahí estábamos antes, camará- y a ello le dije que para llegar al fin que deseamos, que bien silbe usted que no es todo la vanidad de tener yo el respeto que ayer se llevaba ese caballero, sino el bien de estas gentes...

-Entendido: ¿y qué?

-Que sigan predicando los que para ello valgan.

-También dije yo a eso que una palabra se borra con otra palabra por lo que sostengo que basta ya de sermones.

-Pues ¿qué se necesita?

-¡Taberna, taberna... y taberna! Mire usted, señor don Gonzalo: yo no sé en que consistirá; pero es el Evangelio que hombre que toma ley al vaso y al palabreo que va con él en la taberna, no sirve para otra cosa: cuente usted que lo que entre sorbo y sorbo se le mete debajo de los cascos, no sale de allí más que con la mortaja.

-Santo y bueno; pero ¿qué tengo yo que ver en eso?

-Allá voy. Yo no digo que se les dé una becerra cada día; pero puede hacerse otra cosa. Hoy, supongamos, hace bueno y se arma un partido a los bolos, y se juega un plato de callos... Pues seis que juegan y catorce que miran, son veinte; estos veinte que van luego a comer lo jugado a la taberna, y veinte que se arriman al olor, son cuarenta... y, desengáñese usted, con cuarenta personas por delante, cualquier cosa que uno diga o que uno haga, campa y luce... Lo que digo de los bolos, porque hay buenos jugadores entre los de allá, digo de la baraja.

-Pues háganlo, ¡canastillas!

-Sí; pero usted debe comprender que así, en frío, no se encuentran en cada calleja hombres que jueguen cada día una merienda... quiero decir, que la paguen.

-Y ¿qué pretende, camará?

-Que mientras la gente se va animando a hacerlo de por sí, se me autorice para remedar entre cuatro amigos un escote en que puedan entrar otros cuatro convidados.

-¡Ajá!... ¡te veo!

-Y cuando la gente se vaya calentando, y en una merienda se arme otra, y no se cierre la taberna hasta las dos de la mañana, verá usted como al otro día el rozón se cae de la mano, y los maíces no se sallan, la yerba no se siega y las vacas se enflaquecen.

-¡Guapísimo, camará!

-Pues a este estado tiene que llegar Coteruco, si hemos de mandar en él; y como usted me ayude un poco, respondo de alcanzarlo en todo este verano.

-Y estando así la gente, ¿piensa mangonearla a su gusto?

-Mire usted, don Gonzalo... yo no sé en qué podrá consistir, aunque ello es la pura verdá: en mi vida pude meter el diente a un hombre trabajador; pero que le dé por la holganza y la bebida: ya estoy yo haciendo de él lo que se me antoja... Sí, señor, tengo esa gracia, aunque me esté mal el decirlo.

-¿Y cree usted, volviendo a lo principal, que si los dejamos de la mano se largarán, a pesar de lo que hemos adelantado?

-Se van, un pie tras otro, y sin gloria ni provecho para nadie. Los perderá el señorón, y no los ganaremos nosotros... ni, lo que es peor, la libertad; porque ellos solos se irán consumiendo poco a poco, cayendo aquí y levantándose allá.

-Pues, camará, yo para nada los necesito.

-Pues por el lado que los tengo se pudran, señor don Gonzalo.

-Sin embargo, carambita... ¡eso de que la libertad los pierda también mañana u otro día!... Señor Patricio, las grandes causas piden grandes sacrificios... Ya que empezamos a beneficiar a este pueblo, que no se quede la obra a medio hacer por esé pico más o menos... ¿Me entiende, camará?

-Como si cantara yo por su boca de usté, señor don Gonzalo.

-Pues no hay más que hablar.

Y se largó el pícaro, muy satisfecho, quedándose el otro muy remilgado y complacido. Dos horas después, se fue el indianete a ver a Osmunda y a Lucas, en cuya compañía pensaba saborear la pimienta de los comentarios sobre los sucesos de la víspera, y hasta los futuros.