En todo este largo período desde el instante en que termina el capítulo anterior, no presentan los sucesos de Coteruco aspecto de novedad bastante para que, sin cansancio del lector, puedan detallarse minuciosamente. Juzgo, por ende más cuerdo hacer un ligero resumen de todos ellos, que sirva de enlace de los ya referidos con los que han de relatarse después.

Llevados a ejecución los proyectos de Patricio, siguiéronse con asombrosa regularidad los partidos a los bolos y a la baraja; los vencedores hallaban siempre otros tantos valientes que los retaban para el otro día; y de este modo, el lar de la taberna no se enfriaba jamás, ni los pringosos manteles de la mesa en que se jugó la becerra se levantaban. Hoy se comía una fuente de callos; mañana un cazuelón de caracoles; y avezada la gente a tales luchas y festines en el corro y en la taberna, apenas podían distinguirse los días festivos de los de trabajo.

De los efectos de aquella epidemia se resentía ya todo el organismo del pueblo; por todas partes, por todas las conversaciones se iba a parar a la taberna. Si el gato de la vecina estaba gordo, y esta observación se hacía delante de tres personas, y el gato pasaba a la sazón, una pedrada le tendía sin vida, dos manos hábiles le despellejaban; y a la noche siguiente, guisado por la tabernera, le comían los cuatro que le habían sentenciado, después de haber decidido la baraja quiénes pagarían la salsa y el vino. Si de carnes saludables se trataba y había quien rechazase la del perro, otro sostenía que, bien guisada, podía comerse como la mejor, surgía la disputa, traía consigo la apuesta, se mataba un can de un garrotazo... Y a la taberna con él, y a vencer, a fuerza de vino, la repugnancia que a los más bravos causaban aquellas hebras correosas.

Sobre si llovería o no al día siguiente, apuesta de una azumbre de lo blanco; convite porque se terminó una labor dos horas antes de lo presumido, y convite, en buena correspondencia, al que convidó; parva de aguardiente aquél, porque iba al monte, y sosiega el de más allá, porque tenía sed al pasar por delante de la taberna... Y en medio de tantas francachelas y de tantos regodeos, unas veces se pagaba con lo que había, y otras se dejaba a deber: en este caso, como la deuda era sagrada, había que pagarla pronto, y para ello, vendíase lo del desván a cualquier precio, quedándose, por de pronto, sin los ofrecidos y necesarios zapatos los chiquillos, o sin refajo la mujer. Como consecuencia de todo esto, las amargas quejas, los brutales denuestos y los subsiguientes golpes en el hogar; frutos naturales de las borracheras en la taberna y de los jolgorios en la calle, de todo lo que hubo prodigiosa copia en Coteruco en ese tiempo, durante el cual las labores del campo se hicieron mal y fuera de sazón.

No hubo ya necesidad de atacar la buena fama de don Román. El grado de corrupción a que habían llegado sus antes adictos convecinos, fue la sima que los apartó de él. Ninguno de los seducidos por los agentes de Lucas creía ya encontrar en don Gonzalo lo que había perdido en la otra casa: todos comprendían que habían caído demasiado pronto en la red tendida, y que jamás debieron llegar tan al extremo como llegaron en sus manifestaciones hostiles al noble caballero, por propio interés; pero veíanse ya esclavos de aquella corruptora tiranía; y enfrente de la serenidad inalterable de don Román, parecíales éste limpio espejo en que ellos se contemplaban degradados y embrutecidos, y le odiaban, y, por instinto, deseaban destruirle.

Con esto quedaba cumplida la primera parte del programa de Lucas. Para que la segunda se cumpliese también, es decir, para hacer «ciudadanos activos de la patria» de los que habían dejado de ser «miserables labriegos», trabajaron sin descanso los insignes redentores de aquel puñado de infelices. Predicáronles teorías deslumbradoras, con sus ribetes de socialistas, en frases campanudas y rimbombantes que la astucia de los Rigüeltas traducía al lenguaje del país, único accesible a sus incultas inteligencias; pintábaseles con horribles colores todo lo existente, y como un paraíso de felicidades lo porvenir; echáronse nombres a su voracidad maliciosa, como se echan huesos a perros hambrientos, y hasta entraron en Coteruco periódicos de batalla, que corrían de mano en mano y deletreaban los embrutecidos aldeanos en el rincón de la cocina o en el poyo del portal, mientras los maíces se estiraban en la mies, pálidos y entecos, clamando por una azada que los librase del pan de cuco que les chupaba el jugo de la tierra, y el ganado mugía en los pesebres, azotándose hambriento los hundidos ijares con el rabo.

Álvaro continuó durante un mes visitando a Magdalena. Don Lázaro hizo un esfuerzo, y acompañó en uno de estos viajes a su hijo; y las dos familias acordaron entonces que el casamiento de los novios tuviese lugar quince días después; pero la delicada salud del caballero de Sotorriva se alteró de nuevo, y vióse obligado a abandonar el valle con su hijo, para tomar no sé qué aguas de muy lejos. Volvió de ellas más achacoso que fue, lo cual sucede con mucha frecuencia en tales casos; y entre alivios pasajeros y recaídas graves, fue corriendo el verano sin realizarse el anhelado proyecto.

Pero le olió bien pronto don Gonzalo; y aquéllos sus intentos de atormentar a Magdalena con la conquista de Osmunda, que le devoraba con los ojos y le aturdía con una fogosidad sin ejemplo, trocáronse súbito en un arrebato de despecho que acabó por inflamar su mimosa pasión en un infierno de deseos. Notólo Osmunda, redobló sus agasajos de pantera celosa; comparó el indianete la apacible y fragante primavera de la que le desdeñaba, con el otoño cenagoso y desabrido de la que le perseguía, y empezó a tener miedo a la noble hija de don Pelayo.

Un día puso ésta un pingajo de crespón negro sobre la guirnalda de siemprevivas que adornaba el retrato de don Gonzalo, en señal del luto que vestía su corazón por las infidelidades del ingrato, y se aterró el sin ventura, creyendo ver en aquel trapo una amenaza de muerte. Sacó fuerzas de flaqueza, y volvió al lado de Osmunda a mentirle dulzuras de jarabe, mientras su corazón andaba preso, sin esperanzas, dentro de la fortaleza de la otra casa, y su memoria llena de los hechizos de la beldad que le había despreciado.

Estos pesares distraía con las noticias que le llevaba Lucas a cada instante, sobre la marcha de los políticos acontecimientos. Le había cumplido el Estudiante una parte de sus promesas, y esto alentaba al indiano para tener fe en el cumplimiento de las demás. Era ya dueño de Coteruco (aunque un tanto al estilo constitucional, quiero decir, que reinaba y no gobernaba) y pronto lo sería del valle, y colgaría cintas de sus olajes, y el bastón de manatí sería cetro en sus manos, y manto imperial su bata rayada, y egregia corona su gorro de terciopelo, y alcázar majestuoso su casa de arcos. Así traducía su ardiente sed de importancia la hueca palabrería con que Lucas le apuntalaba a todas horas la vacilante fe revolucionaria, y distraía el espantoso miedo que tenía a que el día menos pensado entrase la Guardia civil en Coteruco, y se le llevara atado, codo con codo, a encajarle un par de balas en la mollera, al socaire de Carrascosa por andarse metido en caballerías revolucionarias, en aquellos tiempos en que hasta las paredes oían.

Porque ya no eran conjeturas más o menos racionales lo que exponía Lucas ante el ánimo irresoluto de don Gonzalo; eran noticias auténticas y comprobadas. Como el alcalde fue la primera víctima de los embustes del avieso cojo, pudo éste hacer, bajo la garantía de su palabra, frecuentes viajes a la ciudad, desde que por el misterioso decir de los periódicos y otros rumores que, en casos tales, se oyen siempre, sin llegar a averiguarse jamás de dónde nacen ni por dónde vienen, comprendió que la gorda iba a estallar mucho antes de lo que él se figuraba. De estos viajes volvía con las alforjas atestadas de noticias frescas y palpitantes: que por allá avanzaban éstos; que hacia la frontera huían los otros; que navegando a velas desplegadas venían los gallitos del cotarro; que lo viejo se derruía hasta los cimientos, que sobre ellos se alzaría lo flamante, a cuyo solo nombre las fortalezas abatían sus muros, enmudecían los cañones y se quebraban los aceros mejor templados.

Tales y parecidas eran las nuevas que Lucas daba a don Gonzalo, y luego propagaban de casa en casa los Rigüeltas, bien diluídas en su estilo peculiar.

En el calor de estos sucesos, el Estudiante, que no había abandonado el proyecto de llevar la revolución a todo el valle, enviaba a Barriluco de pueblo en pueblo, esparciendo proclamas adquiridas en la ciudad; pero el emisario, cuando no volvía cojeando, traía la cabeza entrapajada, o se rascaba las costillas; porque aquí le apedreaban y allí le molían, y de todas partes le echaban como a perro goloso, siendo griego para aquellas gentes el estilo, el fin y la ocasión de tales papelejos.

Una noche, después de algunos días de ausencia, entró Lucas en Coteruco pálido, jadeante y a uña de caballo, como quien dice; buscó al alcalde, y le obligó a certificar, en papel de oficio, que la digna autoridad no había dejado de ver en el pueblo al tal sujeto, ni por un solo instante, desde que por orden superior había sido puesto bajo su vigilancia.

Fue el caso que Lucas, habiéndose encaminado a la ciudad, tuvo que presenciar en ella, tras de muchos y muy entretenidos desahogos populares, como romper símbolos coronados, tiznar las paredes de ciertos edificios con letreros rimbombantes, desarmar policías, y lo demás de rúbrica, sangrientos y desaforados combates entre griegos que atacaban y troyanos que se resistían; vio luego a éstos abandonar el campo, arrollados por los otros; y como él era de los primeros, aunque no en lo de batirse, pensó que se volcaba la tortilla de sus ilusiones; temió que los vencedores le echaran la zarpa; y loco, desalentado, huyó a campo travieso, como liebre acosada por galgos. De pueblo en pueblo, de escondrijo en escondrijo, corriendo de noche y oculto de día, no descansó un instante, ni su sangre latió en las arterias, ni sus pulmones se dilataron, hasta que llegó a Coteruco y obtuvo del alcalde la susodicha certificación.

Contóle después el motivo de su alarma, y no se le ocultó tampoco a don Gonzalo. Tembló el primero, de miedo a que se descubriese su complicidad con el revolucionario, y por idéntica razón se pasmó al indianete; y en un tris estuvo Lucas de que este doble pánico, puesto de acuerdo, no le entregase a las iras de los soldados triunfantes, para alejar los delatores, con esa muestra de adhesión a lo existente, toda sospecha de simpatía hacia lo vencido.

Lucas no supo jamás este verdadero peligro en que se halló; pero es cosa probada que don Gonzalo y el alcalde trataron largamente el asunto, y que no fue asomo de vergüenza lo que les impidió llevar a cabo el proyecto, sino falta de confianza en la verdadera situación de las cosas políticas.

Esto aconteció al finalizar el mes de septiembre.