Reflexiónese un instante sobre lo que significa guisar una becerra, por pequeña que sea, y un carnero, aunque no peque de grande, y servir la masa resultante en múltiples y variados condumios, a sesenta convidados, en una taberna de aldea, con su ajuar mezquino y a mucha distancia de un mercado en que surtirse de lo más indispensable para cumplir tan difícil cometido, y se comprenderá lo que se revolvió en Coteruco desde ocho días antes del acontecimiento.

La Semana Santa fue un incesante escándalo. Por de pronto, el pueblo entero estuvo pendiente del festín de la Pascua; y público fue que no cumplieron con ella muchísimos de los que jamás habían faltado a este precepto; como lo fue también, con asombro de propios y extraños, que el Ayuntamiento no tuvo a bien acercarse al confesionario, quebrantando así la tradición inalterada en Coteruco desde que los nacidos se acordaban. Por ser muchos los solicitantes, hubo siempre que sortear entre ellos doce rollizos mocetones que cargasen con los dos pasos de la procesión del Jueves Santo; pues en la ocasión de que se trata, a duras penas, y muy rogados, halló don Frutos ocho, harto desiguales y no muy forzudos, que cargasen con la Oración del Huerto y Jesús atado a la columna, cuando al tabernero se le estaba brindando, para ayudarle, lo mejor de cada casa... ¡Qué más! hasta Toñazos el de la Callejona armó de mala gana el esqueleto del Monumento, dejándole inseguro y desnivelado porque tuvo que invertir toda la semana, complacidísimo, en arreglar con tablones, parte de ellos arrancados de sus propias pesebreras, la mesa del festín en el piso alto de la taberna. Díjose también que el mayordomo de la iglesia no trabajó lo necesario para buscar las mejores colchas para el Monumento; y es averiguado que por no haberse atrevido a pedírselas, como de costumbre, a don Román, ni a encargar a Magdalena el adorno de la almohada de la Cruz, estuvo aquél deslucido como nunca.

Todos los afanes eran para la función de la taberna: el mismo Juan Antón prestó tres fuentes y un caldero estañado; Chisquín, dos cargas de leña; Gorión, cuatro sillas y seis platos, y Carpio, una sartén y tres cazuelas. No se citaba un solo tertuliano de don Román que no hubiera contribuido, o no estuviera dispuesto a contribuir, con algo, siquiera consistiese en trabajo personal, para el mayor lucimiento de la anhelada fiesta. De este grupo fueron la mayoría de los invitados al regodeo, no tanto por su fiel asistencia al partido, cuanto por razones políticas que se le alcanzarán fácilmente al lector. Pero había otros tantos de ellos, y muchos más de los otros, que andaban a la husma del festín, persuadidos de que habría salsa para todos; de manera que nadie se negaba a ayudar al tabernero en sus preparativos.

Por tres juegos habían perdido la batalla Patricio y Barriluco; pero nadie creía que la pagaban ellos, desde que se supo, a última hora, que se aumentaba el agasajo con dos calderadas de arroz con leche. El nombre de don Gonzalo había dado en sonar con tal motivo; y como Patricio no mostraba gran empeño en negarlo, y hasta había declarado la verdad a un par de amigos, «en confianza», tomaron mucho cuerpo los rumores y alcanzó con ellos gran auge el indianete, no poco alzado ya en la opinión pública durante la Cuaresma.

Cada vez que Rigüelta le visitaba, procuraba ir acompañado de alguno de la otra casa, para que le rindiera pleito homenaje. Así fue viendo en la suya don Gonzalo a los principales tertulianos de la cocina de don Román. Pero acontecía a menudo que, para demostrarles Patricio que podían pasarse muy bien sin la protección que habían perdido, presentaba un necesitado al vanidoso hijo de Bragas, excitándole a que le socorriera; lo cual no le agradaba tanto como los sahumerios, pues con ello iba saliéndole muy cara la conquista del suspirado predominio.

Prueba fue a sus ojos del que iba adquiriendo, la solemne invitación que se le hizo a que tomara parte en el banquete... ¡como si no le pagara él de su bolsillo! Agradecióla en sumo grado el mentecato; pero creyó muy político no aceptarla, aunque con la promesa de no privar por entero de su bizarra presencia a los comensales.

Fueron éstos más de sesenta en propiedad; pero cerca de otros tantos los pegadizos que rodeaban la mesa y comían, de pie, de lo que sobraba, que era mucho, y bebían de lo que abundaba en jarros y botijos sobre la mesa, debajo de ella y en cada rincón de la sala. Al olor de lo de arriba, llena estaba también la parte baja de la taberna. Bebíase allí mucho, aunque a expensas propias, y no poco se pellizcaba de los guisotes que subían y de las sobras que bajaban en jirones tibios y manoseados.

Como estaban abiertas puertas y ventanas, y aun así no se podía respirar en aquella pocilga, y se gritaba mucho arriba y se hablaba muy recio abajo, las inmediaciones de la taberna estaban llenas de muchachos que de vez en cuando se dispersaban por el pueblo, llevando a hogares y corrillos noticias detalladas de cuanto pasaba y se decía en el banquete. De este modo puede asegurarse que todo Coteruco asistió a él.

Empezó al mediodía del domingo; y a las cinco de la tarde, deglutida la becerra a fuerza de vino, descuartizóse el carnero, que exigió, para atravesar los esófagos rendidos, nuevos auxilios del jarro. Los comensales más valientes empezaron entonces a perder la serenidad; y como los muchachos de afuera continuaban su espionaje, nadie ignoró en el pueblo cuántos y quiénes de los concurrentes al festín rodaban a aquellas horas por el suelo, o roncaban sobre la mesa.

De entre los más serenos escogió Patricio tres, y con ellos pasó a invitar a don Gonzalo y a Lucas a tomar el arroz con leche que iba a servirse. También esto se supo inmediatamente en el lugar, como se supo que habían aceptado la invitación los dos caballeros; que acababan de entrar en la sala, en medio de un estrépito de voces roncas y destempladas; que el alcalde, que ocupaba la cabecera de la mesa, se la había cedido a don Gonzalo, y que Patricio había colocado enfrente de él a Lucas. Era la pura verdad.

El Estudiante tomó en su diestra un vaso mugriento lleno de vino tinto, y alzándole sobre su cabeza, brindó por la unión de aquellas gentes, prenda segura de la prosperidad futura de Coteruco, si no se apartaba de la buena senda que había emprendido. Contestáronle eructos, restregones y bramidos. En seguida brindó don Gonzalo con las mismas ideas de Lucas, y a propuesta de Patricio, saludósele con un ¡viva el señor de la Gonzalera! que fue tanto como alzarle sobre el pavés, allí donde no había sino tarteras de barro mal cocido.

Sirvióse luego a los dos señores copiosa ración de arroz con leche, la cual probaron por corresponder a la fineza; y con el pretexto de no dar motivo a los malévolos para interpretar torcidamente el hecho de su presencia allí, retiráronse al instante. La verdad era que aquello les daba asco y, aunque obra suya, les infundía cierto miedo.

Patricio, al verlos salir, dijo mascando a dos carrillos:

-¡Esto se llama, caballeros, parcialidá y estimación de veras ¡Ésta es la verdadera gente de saber y de posibles, y el sol que alumbra y da calor a los pobres! Yo vos digo que seréis unos desagradecidos si no los ponéis en las niñas de los ojos, como a padres y superiores de vusotros... ¡contra todo viento y a toda resistencia!... ¡del insuncorda mesmo que se pusiera por delante!

Levantóse aquí, no sin trabajo, Chisquín Bisanucos, el niño mimado de la otra casa; hizo algunas tentativas de discurso; y no pudiendo compaginar cosa con orden ni sentido, dijo balbuciente:

-Otorgo al auto. -Y desplomóse.

Gildo se alzó luego, en un extremo de la mesa, rojo el semblante, deshechos sus rizos, suelto el cuello de la camisa y desatacados los pantalones y el chaleco. Tomó el asunto donde lo dejó su padre, y gritó desaforadamente:

-Siempre he dicho yo que donde están las obras no valen tres cominos las palabras. Pues ahora vos digo que llegó la ocasión de que se vea quién es hombre como Dios manda, y quién un chafandín de pantomina; quién va por los caminos regulares, y quién ha venido aquí por el solo aquél de llenar la panza.

-¡Hombre soy como el que más! -dijo a esto, con voz de trueno, Juan Antón, sin levantarse.

-¡Repito al consonante! -añadió Toñazos oscilando.

-¡Lo mesmo estipulo! -balbució Gildo-; y por la buena voluntá, que corra el vaso, si mal no vos paece.

Y corrió el vaso, y corrió la noche; y Barriluco y Facio y Polinar, con cuyas respectivas chispas se contaba para alegrar el festín, no levantaron cabeza desde las primeras horas, ni cosa más divertida hicieron que dar manotadas en la mesa, reírse como idiotas y canturriar indecencias.

Al rayar las diez, cuando los comensales de arriba iban apaciguándose y los concurrentes de abajo disminuían, y quedaban libres de curiosos los alrededores de la taberna, tomó el festín un aspecto enteramente nuevo. Las mujeres de los que, según noticias fieles, no podían rascarse ya, invadieron la sala del convite. Unas llorando y otras maldiciendo, todas intentaban sacar de allí a sus maridos. Entre éstos los había de buen vino, y tomaron el lance a broma, y aun algunos de ellos lograron calmar a sus afligidas y escandalizadas mujeres... Y hasta verlas sentadas a su lado saboreando el pecaminoso trago. Otros, más bravíos, recibieron las amonestaciones con denuestos y amenazas serias; pero todos, blandos y duros, convinieron unánimes en que no podían retirarse a dormir, porque faltaba lo mejor.

Y lo mejor fue que, obedeciendo una orden súbita de Patricio, se levantó la gente como pudo, abandonó la sala, y unida a los bebedores de abajo, ¡que también estaban buenos! echóse en tropel a la calle, aquí tropezando el débil, cayendo allí el muy cargado, y los más firmes pisando con mucha dificultad, pero todos gruñendo o vociferando, en estridente y desacorde algarabía. Parecía aquello una piara de cerdos despeados, conducida por pastores energúmenos.

Así llegó la turba, un poco mermada por los que iban quedándose en el camino, abrumados por el peso de la borrachera, a la plazoleta de don Román. Muchos entraron en ella sin darse cuenta de lo que hacían; algunos hubieran jurado que se hundía el terreno bajo sus pies, y nadie estaba libre de cierto temor delante de aquella mole sombría que se alzaba entre la obscuridad de la noche, como los fantasmas del miedo a los monstruos de la conciencia. Pero el estruendo continuaba, siempre agitado de propio intento por los Rigüeltas, y en él se fortalecían los ánimos más débiles y vacilantes. De este modo pudo repetirse allí la vergonzosa escena que se había representado noches antes enfrente de la casa de don Frutos, excepto el detalle de las pedradas, dicho sea en honor de la verdad, que se omitió no sé si por prudencia, o por no haber brazos que alcanzaran tan lejos, pues aunque descollaba mucho el edificio sobre las tapias, estaba bastante retirado de ellas. Mas si faltaron pedradas, de sobra anduvieron las injurias, porque Barriluco y Polinar, que eran quienes debían entonar ciertas copias insultantes e indecentes (compuestas ad hoc, según fama, por Gildo, y según vehementes sospechas, por Lucas), borrachos perdidos, olvidáronse del son, y trataron de enmendar el contratiempo vomitando insultos y blasfemias que provocaban otros idénticos, entre coros de rebuznos y alaridos salvajes.

No duró mucho el escándalo, porque el ruido de una ventana que se entreabrió en el piso alto de la casa, bastó para que la turba se desbandara como si la persiguieran a tiros.

En el fondo de una calleja de las que desembocaban en la plazuela, estaban ocultas tres personas que presenciaron, a la débil claridad del estrellado firmamento, la dispersión tumultuosa. Siguieron de lejos a los fugitivos de mejores pies, y fueron observando cómo los más borrachos iban arrastrándose hacia sus casas, o se quedaban, cual bestias ahítas, tendidos en el suelo. Cerca ya de la taberna, defendíase un hombre, a duras penas, de los tirones que le daba de la chaqueta, y de las súplicas que entre sollozos le hacía, su mujer. El hombre se empeñaba en entrar de nuevo en la taberna; la mujer pedía por Dios que se fuera con ella a casa, porque bastaba lo que había hecho para perdición de la familia; y así bregando y porfiando los dos, el hombre alzó la pesada mano, descargóla con ira sobre la cara de su mujer, y tendió a la infeliz cuan larga era. Los tres personajes que inspeccionaban el terreno, como los ladrones el campo de batalla después de terminada, conocieron en el hombre que tal felonía acababa de ejecutar, al antes manso, inofensivo y modelo de virtudes domésticas... ¡a Toñazos el carpintero!

Uno de los susodichos tres, se volvió entonces al que tenía a su lado, y le dijo con voz atiplada y pedantesca:

-Señor don Gonzalo, Coteruco es de usted ya. Trabajemos, ahora que ha roto las ligaduras que le oprimían, para que sea de la patria y de la libertad.

-¡Jamás creyera que tan pronto lo consiguiéramos! -respondió don Gonzalo.

-Esa es la gloria de Patricio, -replicó Lucas, señalando al tercer personaje; el cual se apresuró a responder con hipócrita modestia:

-He cumplido con mi deber, y nada más.

Y los tres se largaron a dormir, tan satisfechos y tranquilos, como si no fueran, cada uno a su modo, merecedores de un grillete.