Unos días después entró don Frutos en casa de don Román, algo caído de cerviz y mustio de semblante. Don Román se paseaba desasosegado en el salón que conocemos.

-Corren malos vientos, señor don Román, -dijo don Frutos por único saludo.

-No deben extrañarle a usted, señor don Frutos -respondió don Román. Meses hace que la tempestad reina y el desastre se está viendo.

-Pensé que lo ocurrido en la ciudad era señal de conjuro.

-Un esfuerzo convulsivo de la agonía, o, como le dije a usted entonces, una grieta que se tapó para que el volcán respirase con más fuerza por el cráter.

-Le aseguro a usted que no salgo de mi asombro.

-¿Asombro de qué?

-De ver como esto se va tan tontamente.

-Quien ve un pueblo, señor don Frutos, ve una nación entera.

-Pero, señor: un arbolito de pocos años se resiste al azadón que intenta arrancarle, porque tiene ya hondas raíces en la tierra; ¡y tantos siglos acumulados se dejan aventar de un puntapié!

-Aquí anochecimos un día en santa calma, y amanecimos al siguiente en completa anarquía.

-Es verdad... ¡y por una becerra en salsa!

-Ni más, ni menos.

-¿Y sabe usted, señor don Román, que desde que me enteré, por noticias y papeles, de la estructura y armazón de este gran suceso, me está dando en la nariz cierto olorcillo?...

-El tiempo dirá si usted es hombre de buen olfato. Entre tanto, el desastre es un hecho.

-Así me va pareciendo a mí... como me parece también que a usted le preocupa mucho.

-Imagínese usted, señor cura, al hombre de más sereno espíritu, que viene caminando años y años por una senda, escabrosa a veces y a veces blanda y placentera, pero siempre a la luz del sol; que, de pronto, la senda penetra en una caverna sin luz y sin guía de ninguna especie; pero no hay otro paso que aquél para continuar el viaje, y que es imposible retroceder: ¿dejará el hombre, por valiente que sea, de temblar delante del misterio tenebroso, antes de penetrar en él? Pues a la boca de esa caverna estamos usted y yo en este instante, en la duda de si nos perderemos en el obscuro laberinto de sus senos, o saldremos a la luz de la otra parte.

-El ejemplo está copiado de la verdad, y no tiene réplica... Pues, señor don Román, agarrémonos a la ventaja que llevamos los cristianos a los valientes sin fe: ¡Dios sobre todo, y adelante!

-Ese es mi lema, don Frutos, y no ceso de invocarle desde que me considero a la entrada del misterio.

-La verdad es, dejando el símil y viniendo a lo concreto, que de éstas han entrado pocas en libra en España, y que el lance es para que tiemblen los hombres de ciertas ideas, en presencia de las qué vierte a su paso la triunfante revolución.

-No son las ideas lo que a mí me causa miedo, sino los hombres.

-Tanto monta, señor don Román.

-No lo creo así, señor cura: en la necesidad de que predominen ciertas ideas cuando los hombres que las proclaman son esclavos de ellas, podemos, los que profesamos otras muy distintas, vivir bajo su imperio; mas cuando detrás de las ideas se ocultan vulgares ambiciones y odios de secta, no hay defensa posible, ni otra elección que el martirio o las catacumbas.

-Y como yo tengo para mí, porque la experiencia nos lo viene demostrando, que en tales casos las ideas no son otra cosa que asideros para trepar a la cumbre del imperio codiciado, digo que tanto me dan los hombres como las ideas... Y a Coteruco me agarro, ya que usted, con gran exactitud, y a ese propósito, le ha comparado a la nación.

-Por eso temo a los hombres, don Frutos; porque aquí, como en todas partes, no es la justicia la que impera en tales casos, sino la pasión, la fiebre... Mas, dejando a un lado este género de consideraciones y volviendo al mísero detalle de Coteruco, ¡cuán otra fuera la situación de mi ánimo en estos instantes, si no hubiera ocurrido la afrentosa caída de este pueblo!

-No lo dudo.

-¡Con qué tranquilidad, aunque no sin pena por los riesgos que la patria pueda correr, viéramos hoy pasar la tempestad sobre nuestras cabezas, bien seguros de que sus estragos habían de sentirse muy lejos de este pacífico rincón! Otras hemos visto, si no tan recias, tan peligrosas; y mientras los tronos han vacilado y la sociedad se ha conmovido, aquí ha seguido su curso inalterable la vida honrada y laboriosa de estas sencillas gentes, que no han de pasar de labriegos, así se desquicie el mundo con revoluciones.

-Es la pura verdad.

-¡Y decir que han bastado cuatro miserables para robarnos en un instante esa envidiable paz!... ¡Misterioso poder del veneno!

-¿Luego usted teme que ese cataclismo se deje sentir aquí?

-¿Cómo dudarlo? ¿No los oye usted cada día, y, sobre todo, no ve cómo la mano que los dirige los lleva engañados hacia una región ilusoria? ¿Cómo, en fin, se cuenta con ese suceso para explotarle cada cual en beneficio de sus miserables ambiciones? Desengáñese usted, don Frutos: aquí va a verse no poco ridículo y algo de ello estúpido; pero mucho que ha de costar lágrimas y ha de ser la ruina del pueblo entero, cuando no del valle.

-Por más arruinado, no doy dos cuartos.

-No lo creo yo así: tal como está hoy esta gente, aún podía traérsela al buen camino... Yo me comprometía a ello si se me daba autoridad y fuerza bastante para perseguir, con la ley en la mano, los vicios públicos y a los instigadores a la anarquía. ¡Bien sabe Dios que esa esperanza no me ha abandonado un instante, de algunos días acá! Pero era en el supuesto de que no triunfase en el corazón de España una política que, por de pronto, ha de llevar a las extremidades el desorden y el barullo, y poner la fuerza y la autoridad precisamente en manos que yo había de inutilizar para conseguir mi objeto. Esto ha sucedido ya, o sucederá muy pronto: no hay, pues, esperanza de salvación para estos infelices.

-Luego tenía razón el mentecato Lucas cuando me amenazaba con eso mismo.

-Ya usted lo ve.

-Pero yo no puedo creer que en cosas tan terribles tengan razón los mentecatos.

-Y no la tienen, señor cura: lo que a veces tienen es fuerza, porque así lo disponen los acontecimientos...

-Sí... Y las becerras en salsa.

Aquí llegaba el diálogo cuando se oyeron grandes voces hacia la iglesia, y luego el repicar de las campanas y el estallido de cien cohetes. Corrió don Frutos al balcón, dirigió la vista al campanario, y distinguió en lo más alto de él a una persona que amarraba a la cruz de piedra en que terminaba la espadaña, un palo a cuyo extremo ondeaba un trapo rojo coronado con algo que parecía un gorro de dormir.

-Ahí tiene usted la confirmación de mis palabras, -díjole don Román, que también miraba hacia el campanario.

El curo no quiso ver más. Sintió su sangre hervir de indignación; y sin despedirse siquiera, salió de la casa y se encaminó a la iglesia.

Mientras don Frutos corría, ansiando saber quién había permitido semejante profanación, pues éralo, y mayúscula en su concepto, meter en la casa de Dios el fango de la política callejera, don Román cerraba las vidrieras y decía para sí:

-Por estos sainetes empiezan siempre las tragedias del populacho. Preparémonos a lo que venga... y Dios sobre todo.