En cuanto don Gonzalo llegó a casa, envió un recado a Patricio para que, sin pérdida de un solo instante, fuera a verse con él. Acudió el pardillo, y díjole el indianete mientras se despojaba de sus galas:

-Hace tiempo le llamé a usted a este mismo sitio para contarle qué se me quería hacer jefe de una conspiración contra determinadas personas de este pueblo.

-Es verdad.

-Le declaré, camará, que no estaba de ese humor, y también afeé muchas de las cosas que, según se me había dicho, y yo repetí a usted, se trataba de hacer en público.

-Cierto.

-Y a los pocos días volvió usted a relatarme que se había armado en la taberna un partido a la flor, que debía durar dos semanas... Y que se jugaba una becerra.

-Cabales; y como la cosa era de saberse y a usted no le ofendía, también le di cuenta, unos días después, de que el partido iba animándose; que acudía mucha gente a vernos, y que, entre envite y envite, algo se murmuraba que luego se repetía en las cocinas del lugar.

-Justamente; y yo, para probar que no me agraviaba esa diversión, me brindé a pagar de mis peculios la becerra, con la condición de que no lo supiera nadie más que usted.

-Así se ha cumplido... Y la partida marcha que es una gloria, y la gente acude que es una bendición, y aquello es un belén que rechispea... Y a la iglesia no va un alma.

-Pues bien: hoy vuelvo a llamarle a usted para decirle que, además de la becerra, doy un carnero y pago la salsa y el vino... Siempre con la condición de que esto quede entre los dos, y diga usted, si el caso llega, que todo ello es humorada de usted. ¿Me entiende? Pero que acuda mucha gente... ¡mucha! que la partida se anime; que se hable hasta por los codos todas las noches... yo me derrito por la alegría... ¿Me entiende, camará?

Y don Gonzalo, cuando esto decía, estaba fuera de sí: tenía los ojos inyectados de sangre, le temblaba la barbilla y apretaba los puños. Patricio le miraba con asombro, y respondió sin dejar de contemplarle:

-Se hará como usted desea, señor don Gonzalo.

-Pues no tengo más que decirle, -concluyó éste, indicándole con un ademán que se largara de allí.

Entendióle el pardillo, y respondió, mientras hacía una grotesca reverencia, en señal de despedida:

-Con pocas pedradas como ésta, acorrala usted en dos días a Coteruco... A bien que por más acorralado, no doy dos cuartos.

Y como le había visto salir poco antes de casa de don Román, al bajar la escalera murmuró para sí:

-El demonio me lleve si no paece que a este hombre le han dado carrancas en la otra casa.

Como si las tuviera en las fauces, pasó el indiano la tarde, febril y desesperado; y llegó la noche, y fue para él la cama tormento de espinas, Magdalena le había dado calabazas en crudo, y su padre le llamó González a secas, negándole el derecho de llamarse cosa más decente. Le habían herido a un mismo tiempo en su corazón y en su vanidad. Estaba roto el ensalmo de sus guantes azules, de su bastón acaramelado y de sus levitas relucientes. ¿De qué le servían ya estas prendas y otras no menos coruscantes? ¿De qué su palacio ostentoso? ¿De qué su remilgado contoneo y hechicera sonrisa? ¡De incesante y bárbaro martirio, puesto que nada hablaban al corazón de la empedernida ingrata para quien labró su palacio, y antes se engalanaba, se balanceaba y se sonreía el desventurado! En adelante cubriría el espejo con fúnebres crespones, y enfundaría en áspera lona sus baúles, y dejaría que el escajo, la garduña, las zarzas y los helechos invadieran los pespunteados cuarterones de su jardín. En cuanto soñaba y le pertenecía, palpitaba antes el recuerdo de la ingrata, y oía el crujir de su vestido vaporoso, y aspiraba el casto aroma de su hermosura, y hasta sentía el excitante rumor del ósculo apasionado... En lo sucesivo no verían sus ojos más que el pálido semblante y el espantado mirar de la inicua, ni a sus oídos llegarían otros sones que el fatídico ¡jamás! en cuyos afilados garfios se desgarraron sus tiernos deseos, al salir por vez primera del corazón.

Y esto lo vería y esto lo oiría siempre y a todas horas: en el cristal del espejo, y en la soledad de la alcoba, y en las estampas de la sala, y en la fragata del tejado, y entre los arcos de su alcázar, y en los rosales del jardín... ¡en todo cuanto fue antes su delicia, su recreo... su orgullo!

Pero ¿estaba puesto en razón el desdén de Magdalena? ¿Merecía su ardiente pasión el pago que recibía? ¡Qué absurdo! ¿Quién podría, en buena justicia, negar que él era hermoso, y elegante, y rico, y discreto, y docto? Y reuniendo él todas éstas y otras muchas ventajas, ¿cómo se atrevía a despreciarle la orgullosa lugareña?

Discurriendo y batallando así incesantemente, algo como fiebre se apoderó de él, que a las altas horas de la noche, sumiéndole en caliginoso letargo, llegó a producirle deslumbradores delirios.

En uno de ellos vio que se abrían las puertas de su dormitorio, y que avanzaba hasta su lecho, entre vistosos fulgores de luces de bengala, ordenado escuadrón de púdicas beldades con diademas de oro en la frente y guirnaldas de olorosas flores en las manos.

Dulces y arrobadoras melodías sonaban en tanto, y a su compás danzaban voluptuosas las doncellas en derredor del lecho largo rato. Después sellaron, una a una, con sus rosados labios, la ardorosa frente del iluso, y con níveo y perfumado cendal enjugaron el sudor que el rostro le humedecía, y la más bella, más gentil y más pegajosa, ciñéndole la cabeza con sus ebúrneos brazos, le dijo con voz sonora y argentina, en tanto las otras beldades le contemplaban con ojos lánguidos y amorosos:

-¡Oh, tú! mortal hechicero, en quien las gracias prodigaron sus dones, ¿por qué gimes? ¿por qué lloras? ¿Qué se te da a ti del áspero desdén de una tosca lugareña? ¿Por qué en tan ruín señora pusiste el rico tributo de tus finos deseos? ¿Qué vale esa tarasca para llenar el abismo de tu corazón apasionado, ni beber con caricias delirantes el caudal de ambrosía que vierten a raudales las eternas sonrisas de tu boca?... Mira en tu rededor reinas, emperatrices y duquesas, que, rendidas, imploran que trueques el duro potro de martirio en que ahora te agitas y retuerces, en blando y voluptuoso nido de sus amores castos, ardientes, infinitos. Todas te amamos, todas te pretendemos; sacude la modorra que te abate, abre los saeteros ojos, contémplanos y elige.

Tras estas palabras, volvieron a agruparse las vírgenes y derramaron sobre él frasquetes de patchoulí, rosas de Alejandría y yemas acarameladas. Y en tanto, las campanas de Coteruco sonaban con triste clamoreo, porque Magdalena se moría de envidia y de remordimientos. Después entrelazaron sus guirnaldas, colocáronle blandamente sobre ellas, y comenzaron a mecerte en el aire. Sintió en una de estas sacudidas que por todas las extremidades de su cuerpo se le escapaba la vida, larga, larga, larga y delgada como un hilo; pudo el amor al pellejo más que la fuerza de las ilusiones; hizo un desesperado esfuerzo para asirse a algo... Y despertó. Mas todo era silencio y obscuridad en su aposento. Ni una reina, ni una emperatriz, ni una triste duquesa halló a su lado que le confirmara la verdad del cuadro embriagador de su delirio. Pero si el hecho no existía, su recuerdo, vivo y palpitante en su memoria, le sugirió una idea. Demostrado estaba, hasta por el sueño de que acababa de salir, que si no de reinas y emperatrices, porque no existían en los contornos, él era merecedor, por sus prendas y caudales, de la dama más apuesta y encopetada del valle.

No obstante, Magdalena te había desdeñado y su padre le tuvo en poco, evocando recuerdos, que él creía borrados para siempre Por los rayos de su flamante esplendor. Era, por tanto, indispensable que la vanidosa familia le viera codiciado de mujer que valiera tanto como Magdalena en ranciedad de estirpe. Y ¿quién lo valía en Coteruco? Osmunda. Osmunda no era bella, ni elegante, ni fresca, ni tenía la virtud de conmover su corazón sensible y ardoroso; pero era de ilustre solar, y dama de fina cepa. No la tomaría por esposa; pero explotaría en beneficio de sus intentos aquella fervorosa adhesión con que le distinguía y abrumaba la infanzona. Magdalena lo vería; y al contemplarle siendo el embeleso de otra dama ilustre, conocería el valor de lo desdeñado, y lloraría su insensatez, y él podría entonces vengar el desdén con otro más inclemente, o adquirir por conquista lo que solicitó como esclavo. En cuanto a don Román, ¡en buenas manos había caído para que no le pagara el ultraje hasta con réditos!

No pudo dar comienzo a su acordada empresa en el mismo día, porque le costó más de cuatro de recogimiento la indigestión de las calabazas; pero en cuanto logró andar sin vértigos ni sudores, vistióse con esmero y se trasladó a la Casona con el doble fin de hablar con Lucas y enloquecer a su hermana. Al primero le dijo lo que ya éste sabía por Patricio, que lo había leído en los mal disimulados deseos del indiano: que estaba resuelto a sacrificar sus escrúpulos en aras del patriótico pensamiento del Estudiante. Con Osmunda fue un sinsonte canoro, e hizo prodigios de flauteado. La infanzona echó fuego por los ojos, y tembló de placer sobre la silla. En aquella mujer toda pasión tomaba aspectos bravíos. Jamás había hallado al indiano tan fogoso e insinuante; y en su propósito de aislarle más para conquistarle mejor, clavó a Coteruco, en cuerpo y alma, en la picota de su mordacidad. Don Gonzalo se sintió crecer hasta la alteza de los inmortales, al verse venerado de aquel modo.

Cerrada ya la noche, Lucas y su amigo salieron juntos de la Casona.

-Osmundita -la dijo el meloso al despedirse, -hasta la vista.

-¡Hasta siempre... Gonzalo! -contestó la solariega con voz fogosa y ojos centelleantes, oprimiendo entre los dedos de su mano, lívida y descarnada, la velluda y rechoncha que el otro le tendió.

La llaneza del tratamiento, inusitada en Osmunda, conmovió al indiano; y viendo a la hermana de Lucas a la luz que la abrasaba, hasta llegó a decirse:

-Pues, bien mirada, esta mujer no es fea.

Lucas se despidió de don Gonzalo en cuanto salieron a la calle.

-Voy a la cátedra, -le dijo.

-Mucho cuidado, amigo, con la Justicia que le vigila.

-La Justicia está ya presa, señor don Gonzalo.

-Con todo, no hay que fiarse...

-Estoy haciendo allí mucha falta. Mis sustitutos han explicado ya, con gran éxito, lo preliminar y accesorio; precisa que entremos de lleno en materia, y a eso voy esta noche... ¡Qué progresos, don Gonzalo!... ¡No salgo de mi asombro! ¡Qué idea la de ese endemoniado Patricio! Con una becerra en salsa vamos a conquistar a Coteruco.

Separáronse. Don Gonzalo se encerró en su casa, bien indemnizado, en su concepto, del berrinchín de las calabazas, y Lucas entró en la taberna.