Madrugó mucho don Gonzalo, como quien no ha pegado los ojos en toda la noche; afeitóse con gran esmero; fregó y pulimentóse el pellejo, hasta sacarle lustre, y preparó las ropas más apreciadas entre cuantas guardaba en sus baúles; toda esta faena, acompañada de trémulos suspiros, palpitaciones de corazón e incesantes, lánguidas y voluptuosas miradas al espejo. Después, como aún no era, hora de realizar sus meditados planes, entretúvose en ensayar reverencias, sonrisas y posturas; ya blandas y rendidas, ya nobles y resueltas, ya llanas y familiares; hizo entradas y salidas, ora pasando al gabinete desde la sala, ora tornando a la sala desde el gabinete; imaginóse diálogos y discursos, metáforas expresivas, réplicas ingeniosas, todo género, en fin, de artificios y travesuras de lenguaje, y de todo quedó satisfecho y complacido. Almorzó luégo de prisa y sin apetito; vistióse despacio; empapó en esencias varias su pañuelo de bolsillo, sus guantes azules y hasta los faldones de la levita; y al marcar las once su reló, puso el sombrero blandamente sobre sus rizos escarolados, tomó el manatí, volvió a mirarse al espejo, suspiró virando los ojos al mismo tiempo, y se lanzó a la calle con aquel hechicero contoneo que era su orgullo, por ser, en su creencia, la fuerza de su elegancia. Así llegó a casa de Magdalena. Halló a Narda en el portal, y por ella anunció a don Román que deseaba hablarle con mucha urgencia.

Momentos después, don Gonzalo se descoyuntaba a reverencias en el salón que conocemos, delante del comedido Pérez de la Llosía, y se sentaban ambos en el sofá, debajo de la Purísima-, grave e impasible el uno; conmovido, inquieto y desatinado el otro.

Tardó mucho el indianete en romper a hablar; y no parecía sino que estaban los almohadones rellenos de tachuelas punta arriba, según lo que el pobre hombre revolvía las asentaderas sobre ellos, y tecleaba con los dedos en el manatí, y movía el pescuezo entre los cuellos rígidos de su camisa, ínterin hallaba modo de entrar en materia. Sin duda le parecía ésta muy grave para acometida de frente, porque después de flanquearla con aquella mímica embarazosa, habló de la feria y de las labores de la estación, de la última nevada y de la futura cosecha; de todo menos del caso.

Al fin, y cuando ya se le iba acabando al otro la paciencia, amparóse del recuerdo de Magdalena, llenó con él todo su corazón vacilante, y se atrevió a expresarse del siguiente modo:

-Pues los asuntos que aquí me traen, mi señor don Román, son dos, y los dos muy serios... Si usted se sirviera escucharme...

-Rato ha que no hago otra cosa.

-Se estima la fineza... Y prosigo. Primeramente, yo vine a Coteruco a descansar de las fatigas de mi trabajo, y a gastar, como el otro que dice, entre los míos y en santo amor y compaña, el dinero que honradamente gané.

-Nada más puesto en razón.

-Viniendo así a mi pueblo, me encontré con la iznorancia de las gentes: no eran quién para uno amoldado a la buena sociedad de los tiempos. De modo y manera, que fabriqué mi casa, como usted sabe, y me encerré en ella, atenido a cuidar de mis peculios y a vivir con algo de ellos, pues del total del rédito me sobra, sin que sea bambolla, más de la mitad... ¿Comprende usted?

-Hasta ahora, no mucho que digamos.

-Seguiré el relate. Este comportamiento mío no ha sido al gusto de todos: al cabo, no es uno onza de oro... Y sé que tengo enemigos; sé que de mí se han dicho, señor don Román, las miles indiznidades por esos inseztos venenosos: que si fui, que si voy, que si vengo... en fin, ¡herejidas! Pero como mi conciencia estaba muy limpia, y no debo a nadie un centavo, me reí de los dichos, y la guerra se ha ido acabando ella sola... ¿Se va enterando usted?

-Ni pizca.

-Pues voy al caso. Cuando a mí me dejaron en paz, echaron la murmuración hacia otra parte, y la impostura con ella; pero ¡cosa admirable! yo que me había reído de lo que conmigo iba, no he tenido calma para oír callado lo que va con el prójimo... ¿Se entera?

-Siga usted.

-Pues, señor, un día y otro llegan a mis oídos voces y más voces, dichos y más dichos; ahora atacando al pensar, después a la hombría de bien, mañana... a esto y a lo otro, y luego... vamos, cosas que no se pueden oír, hasta que reflexioné y dije: «los hombres de algún valer están obligados a ampararse en los apuros, porque si no, los inseztos se nos vienen encima; cada uno arrempuje lo que buenamente pueda, y allá voy yo con todo mi pecho a cumplir con mi obligación». Y le aseguro a usted, señor don Román, que hice los imposibles y que apreté por lo más duro; pero a fuerza mayor el valiente se rinde, y yo no pude solo contra tanto; porque es de saberse que hay de por medio conspiración en regia, y lo que es peor, intenciones del mismo demonio.

-Bien, ¿y qué? -preguntó aquí don Román con una seriedad y una firmeza que. desconcertaron al indianete- ¿por qué me cuenta usted eso a mí?

-Pues se lo cuento, señor don Román, para decirle en seguida, como ahorita tengo el honor de hacerlo: con usted va la historia, y aquí me tiene dispuesto a rendir la existencia carnal a su propio lado, si a mano viene, para sacar triunfante por el medio A o el medio B que a usted se le ocurra, la diznidad y valía de persona tan respetable.

Don Román miró al indiano, entre burlón e indignado, y le preguntó con sorna:

-Dígame usted, señor mío: cuando de usted murmuraban, ¿conocía a los murmuradores?

-Tanto como conocerlos... Pero sospechaba.

-Pues yo conozco a los que me calumnian, los tengo con frecuencia delante de mí, y no me doy por entendido.

-¡Carambita!... ¡eso ya es demasiado!... No estará usted muy convencido...

-Tengo la seguridad -continuó don Román, tocando con su diestra el hombro de don Gonzalo-, de poner mi mano sobre cada uno de ellos sin equivocarme.

El indianete tembló bajo el peso de aquella mano que le parecía el espadón de la Justicia, y dijo con insegura voz:

-Yo celebro mucho que usted tome así esas cosas. A la verdad, no merecen más que el desprecio; pero yo me arrepiento de haberle ofrecido mi ayuda para combatirlas, porque, en mi lugar, usted hubiera hecho otro tanto. ¿Es verdad?

-No lo sé, porque yo jamás consiento en mi casa que se hable mal de nadie, ni fuera de ella lo autorizo con mi presencia.

Don Gonzalo se quedó yerto, y luego dijo:

-Pero ¿tendré la satisfacción de saber que no le ofende la voluntad con que hice la oferta?

-Puede usted estar seguro de que aprecio su voluntad en todo lo que vale.

-Pues eso me regocija, -exclamó don Gonzalo, mostrándose quizá más gozoso de lo que estaba.

Hubo tras estas palabras un buen rato de silencio.

-¿Tenía usted más que decirme? -preguntó don Román, al ver que el indianete no chistaba. Don Gonzalo volvió a sudar, apremiado por esta pregunta. -Voy a ello, si usted me lo permite, -respondió, pasando el perfumado pañuelo por su cara. Luego carraspeó, se aplomó en el sofá, y dijo así: -Yo, señor don Román, creo que el hombre, cuando llega a su edad varonil, y tiene buenos sentires y su por qué de caudal, y además es desvalido de toda familia, debe buscar esposa que le consuele y acompañe.

-Es muy cierto.

-Pues bien: yo estoy sólido en el mundo, y en lo mejor de la vida; tengo tres mil pesos de renta, y el corazón cautivo de una madamita, y he determinado contraer alianza con ella.

-Que sea en buen hora.

-Ese parecer me alienta, señor don Román.

-Hombre, no veo la razón... Si fuera el de la dama...

-Ese, señor don Román, aunque lo tome usted a vanagloria, creo que le tengo también muy favorable a mi fino deseo.

-Pues entonces...

-Ahí verá usted.

-Absolutamente nada.

-Quiero decir que me falta un requisito de mucho suponer; un requisito que vengo a cumplir hoy, diciendo: señor don Román Pérez de la Llosía, imploro amante y rendido la mano de Magdalenita, su adorada y hermosa hija de usted.

Don Román recibió la demanda como si se le hubiera desplomado el techo sobre la cabeza; después miró con asombro a don Gonzalo (que se había quedado como santo en éxtasis) recordando haberle oído decir que tenía el beneplácito de la señora de sus pensamientos; pero en seguida, desechando por absurda y extravagante su pasajera idea, tomó el caso a broma, y respondió al compungido galán:

-¡Con que me pide usted la mano de mi hija?

-Con toda reverencia y humillación.

-Pues las cosas, señor mío, o hacerlas bien, o no hacerlas.

Dicho esto, se levantó; acercóse a la puerta de la sala, y llamó a Magdalena.

Don Gonzalo creyó ver en estos pormenores y en aquellas palabras, el término inmediato y venturoso de sus tiernas agonías.

Apareció Magdalena. Su padre le dijo, señalando a don Gonzalo:

-El señor acaba de pedirme solemnemente tu mano.

-¡Mi mano! -exclamó aturdida la gentil doncella, temiendo que su padre, que con tal formalidad la hablaba, estuviera de acuerdo con el indiano.

-Tu mano, sí, -, insistió don Román imperturbable.

-¡Sí, Magdalenita -expuso don Gonzalo, acercándose a la joven, entre receloso y confiado, pero siempre blando y pegajoso; -esa mano de nácara y ambrosida para consuelo de mi rendido corazón!

-Pero, padre -se atrevió a preguntar la angustiada muchacha-, ¿es esto serio?

-Hija mía, ya lo ves... ya lo oyes,

-¡Y usted me pregunta!...

-Yo... te consulto.

-Consultamos a usted, Magdalenita, -añadió don Gonzalo, que tomaba las exclamaciones de esta por explosiones de un gozo mal disimulado.

-Pues bien -dijo Magdalena con una entereza impropia de su carácter infantil, pero no del horrendo trance en que se creía colocada, -si a mi decisión se deja... eso, resuelvo que ¡jamás!

-¿Se entera usted? -preguntó entonces don Román al indianete.

Pero éste, falto de fuerzas y hasta de aliento, no le respondió. Volvióse hacia Magdalena su padre, y díjola con cariñoso acento:

-Perdóname, hija mía, el mal rato que acabo de darte... Adivinaba tu respuesta, y por eso te la pedí, aunque el señor me había asegurado que contaba con tu aquiescencia.

-¡Con la mía!... Y ¿quién le ha autorizado para asegurarlo, si en su vida ha hablado conmigo particularmente, hasta ayer, y puedo jurar que no sé lo que me dijo?

-¿Lo oye usted bien? -preguntó don Román a don Gonzalo, con voz áspera y gesto duro. -Ningún motivo tiene usted para asegurar un hecho que, siendo cierto, sería grave por desconocerle yo.

En don Gonzalo acababa de verificarse una transformación que no es rara en naturalezas como la suya, siempre solicitadas de los resabios de origen, mal extirpados por una falsa educación, o por carencia absoluta de ella. Pasado el estupor que le produjo el amargo desengaño, en lugar de buscar un recurso para salir de aquel trance con el menor desaire posible, entregóse de lleno al furor de su despecho, y domináronle sus instintos rencorosos y vengativos. Enderezó el cuerpecillo, brillaron sus ojuelos como dos ascuas, trocóse en apretada lanzadera la media luna de su boca, y respondió, con voz ronquilla, a las palabras de don Román:

-Es cierto que hasta ayer no he hablado con esta señora. Entendí que me había comprendido lo que la dije... Y esa fue mi equivocación. En lo que valgo me he ofrecido, sin afrenta para nadie; y si lo que valgo es poco, yo no tengo la culpa de no valer más.

-Señor González... -replicó don Román-, porque creo que así se llama usted, puesto que así se llamó su padre: le he oído a usted sus pretensiones; se las he transmitido en santa calma a mi hija, para que jamás tuviera usted el derecho de creer que pude yo influir en su decisión, y quedara el caso resuelto de una vez para siempre; lo que usted aseguraba ser señal de aquiescencia en ella, no lo es, y usted mismo lo declara así, y yo me doy por satisfecho... Nada hay en todo esto que, en buena justicia pueda ofenderle. Deje, pues, lo de la afrenta, que aquí no viene al caso, y entienda que, a mis ojos, las tachas no están en la bajeza del origen, pues que todos somos hijos de nuestras obras, sino en avergonzarse de él por frívolas e insensatas vanidades.

Si don Gonzalo entendió lo que esto quería decir, yo no lo sé: el hecho es que, sin tratar de contestarlo, despidióse airado y salió de la casa enfurecido.

Cuando el padre y la hija estuvieron solos, dijo el primero a la segunda:

-Ya que de estas cosas tratamos, quiero que entiendas, Magdalena, que así como yo no me creo con el derecho de imponerte mi voluntad en elección de tanta transcendencia, tú estás en el deber de no dar un solo paso en tan escabroso terreno sin aconsejarte de mí.

Magdalena palideció y bajó la cabeza, como si se juzgara Culpable. Don Román la contempló un momento y dijo,

-¿Ves, hija mía, cómo yo no me equivocaba?...

-¿En qué? -preguntó la joven con insegura voz.

-En una sospecha que adquirí esta mañana... Y verás cómo. Después que al despertar me vi libre de la desazón que me produjo el lance de la feria... porque no quiero ocultarte que sentí muchísimo perder la apuesta en tan solemne concurso...¡qué quieres! cada hombre tiene su manía; yo la tengo por el ganado que crío: se me figura que es lo más hermoso del mundo, y me hace daño que un Gorión le críe mejor, aunque sea de lo mío y de mi propiedad; dígote, pues, que cuando me vi libre de esa preocupación, y me hube reído de ella, vínoseme a las mientes el hijo de don Lázaro de la Gerra, a quien vi en la feria hablando contigo; recordé entonces haber visto a ese joven muchas veces, al salir de misa, en este pueblo; y ocurrióseme preguntarme: ¿por qué se conocen Magdalena y él? Y así, de recuerdo en recuerdo y de respuesta en respuesta, vine a parar, hija mía... por las trazas, a la verdad.

Decía esto don Román por la turbación de Magdalena, que crecía a medida que él hablaba.

-¿Me equivoco en mis presunciones? -añadió don Román después de una corta pausa.

-No, señor, -le respondió al fin Magdalena, con segura voz, aunque no con ojos enjutos.

-Luego me has ocultado...

-¡Eso no!...

-Pues, hija mía; no lo entiendo.

-Dos veces -añadió Magdalena-, ha hablado ese joven conmigo: lo que en la primera me dijo, casi en presencia de usted en el baile de Verdellano, era harto insignificante para hacer sobre ello cálculo alguno; lo que sentí pensando en ello y en las visitas a que usted se refiere a la iglesia de Coteruco, tampoco era para confiado a nadie, y mucho menos a mi padre. En la segunda ocasión fue más explícito, y lo que me dijo me ponía en el deber que usted me ha recordado; pero note usted que eso me lo dijo ayer tarde, y que el tiempo corrido desde entonces no es mucho para vencer ciertos reparos quien, como yo, jamás se vio en apuro tan grave.

Refirió en seguida, como su turbación se lo permitió, cuanto Álvaro la dijo de sus deseos y propósitos; oyólo don Román muy atento, pero reflejándose en su enérgico semblante cierta expresión melancólica, y dijo a Magdalena, cuando ésta, confusa y ruborizada, concluyó de hablar:

-Nada tengo, hija mía, que reprender en tu conducta, ni otra distinta esperaba de tu buen juicio y bien probada cordura; y por lo mismo, creo que no se te ocultará que en la situación en que el asunto se halla, no debe ir éste más adelante sin que don Lázaro, o alguno en su nombre, lo solicite de mí. No siempre los cálculos de los padres van acordes con el corazón de los hijos: pudiera darse este caso en Sotorriva, y te quiero demasiado y estimo mi honrada medianía en lo suficiente, para no ver sin honda pesadumbre que, sin perjuicio de la mutua estimación de amigos, don Lázaro me tuviera mañana en poco para consuegro, y en menos a ti para señora de su hijo: que esto vendría a significar, en substancia, un desacuerdo en esa familia por no entrar en los gustos del padre el casamiento de don Álvaro, o por tratar de casarle con determinada mujer. ¡Conduce a tan extremados reparos el amor a los hijos! No seré yo quien a sabiendas peque por este flaco; y en mi deseo de armonizar tu inclinación con las recíprocas conveniencias, vuelvo a decirte, por tu bien y por el mío, que en tan delicado asunto no olvides el deber en que te hallas de tenerme siempre, y en cuanto sea compatible con el respeto, por tu único amigo y consejero.

Calló don Román y no replicó Magdalena; y respetando el primero los poderosos motivos del silencio de la segunda, la besó en la frente. Tras esta muestra del amor de su padre, lleno el corazón de esperanzas, salió Magdalena de la sala, en la cual permaneció don Román largo rato, meditabundo y melancólico; pues aunque juzgaba lógico y natural el hecho que le preocupaba, jamás había pensado que tan pronto viniera a disputarle un extraño la mitad del corazón de aquella niña, que era la luz de sus ojos y la ilusión de su vida.