Don Gonzalo González de la Gonzalera/XII
La noticia de que se añadía un carnero a la becerra y se hacía un proporcionado aumento de convidados al festín de la Pascua, se extendió rápidamente por el pueblo y llevó nuevos y no pocos espectadores al partido, con lo cual el escándalo acabó de penetrar en los pacíficos hogares de Coteruco. Eran allí todas las mujeres partidarias decididas de don Román, que tenía a raya los vicios de sus maridos; sabían lo que en la taberna se trataba delante de éstos, y los veían llegar a deshora de la noche, y no siempre en sus cabales. Reprendíanlos ellas, murmuraban ellos; y como los más crédulos o suspicaces dejaban traslucir las sugestiones de que iban henchidos, la indignación de las mujeres crecía, y llegaba al apóstrofe seco y punzante; el apóstrofe provocaba una réplica brutal, la réplica un lamento, el lamento la disputa, y la disputa arañazos y repelones más de dos veces. Algo se reflejaba de estos desacuerdos domésticos en la mies al otro día (andábase, a la sazón, en las faenas de la siembra); algún cuchicheo se notaba el domingo en el corro; pero podía asegurarse que, de tejas afuera, el respeto a don Román sellaba todavía los labios e impedía toda manifestación irreverente, hasta en los autores del infame complot. De todas maneras, lo que estaba sucediendo en el pueblo era por todo extremo alarmante, y aumentaba en gravedad de día en día: la taberna parecía absorbente vorágine que se engullía a los hombres de Coteruco en cuanto salían dos pasos más allá de los umbrales de sus puertas.
En la noche a que en este capítulo nos referimos, no se veía a los cuatro jugadores, ni el velón que los alumbraba sobre el tosco tablero de roble que servía de mesa: tan circuídos estaban de curiosos. Amontonados unos sobre otros, de puntillas los más bajos, estirando todos el pescuezo y abriendo mucho los ojos y la boca, trataban de leer en los mugrientos naipes lo que ligaba cada uno, o quién envidiaba en falso, o quién se caía con treinta y ocho, o quién aceptaba el resto con veinticinco, sabiendo, por discretísima seña del compañero, que había cuarenta redondas en el mano. Real y positivamente lo entendían aquellos cuatro jugadores. Cada envite era una emboscada, y un prodigio de previsión cada caída. Estos atractivos y el inaudito valor de lo jugado, daban a la partida un interés incalculable. Además, Patricio hablaba como un sacamuelas, y siempre fue muy celebrada en el pueblo su garrulidad; Barriluco no cantaba un punto ni tendía una sota sobre la mesa, sin traer a cuenta los resbalones de algún notable; Facio echaba la culpa de sus golpes desgraciados a los deslices del cura, y Polinar se jactaba, en son de burla, de no apurarse por las pérdidas, porque cerca estaba don Román para sacarle de apuros «con su cuenta y razón», como había sacado en su día a Barriluco; el cual, a instancias de Facio, contó el episodio de la caldera y desmintió en redondo que se la hubieran devuelto a su mujer con dinero encima, jurando, por aquellas cruces que hacía con los dedos (un poco torcidas, eso sí), que para rescatarla tuvo que vender uno de la vista baja (con perdón de los oyentes) y un celemín de fisanes.
En éstos y otros análogos trances, los concurrentes se miraban entre sí, y Patricio los miraba de reojo; y cuando en alguno de ellos notaba incredulidad, o siquiera duda, le alargaba un vaso de vino de lo del jarro que estaba sobre la mesa para consumo de los jugadores, y solía decir, como si le inspirara el piadoso fin de que allí no saliera nadie lastimado en su reputación:
-Cuando los dichos son de ese modo, ya es pasarse de lo justo. Todos sabemos muy bien que a Dios no se le engaña. Pues dejemos a Dios que se entienda con el que obra mal... y nosotros, a lo que estamos.
-Es de razón, -se le contestaba, apurando el vaso... Y el veneno.
El mismo Barriluco dio luego la noticia de que don Gonzalo había regalado a un aparcero de Verdellano su parte de ganancia en una res vendida en la última feria de San José. amén de otra cantidad muy respetable para levantar un hastial medianero.
-¡Esas son las verdaderas caridades -dijo Polinar, -y no algunas que yo sé, con mucha trompeta... y ná en junto!
-¡Oh... don Gonzalo! ¡No sabéis vosotros la gran persona que es! Di que se le ha mirao con mal ojo desde que vino, y eso le ha quitao a él de hacer muchos beneficios- porque es hombre opíparo de dinero y no sabe lo que tiene; y de por sí, blando como unas dulzuras. Y arrimao al pobre como la uña a la carne... ¡Hay que ver sus sentires cariñosos, como yo los veo a cada hora, y su gemir y sospirar por el bien del necesitao, cuando mas le murmura y menosprecia la envidia de la gente!... Y, por último, es de la cepa nuestra; y esto vale mucho en su día para entenderse con él cada uno en sus inclemencias.
Dijo esto Patricio alargando un vaso de vino a Carpio Rispiones, que estaba de pie a su lado oyendo con asombro, pero sin repugnancia, cuanto se decía en bien del indiano y en mal de su protector generoso.
-Seis envido, -añadió el trapisondista después de recoger el vaso vacío que le volvió Carpio, y poniendo, al mismo tiempo que envidaba, en el centro de la mesa, seis granos de maíz tomados del montoncito que le correspondía.
Quísolos Facio y se dio la tercera carta. Pasó éste, que era mano, guiñando el ojo a Polinar, su compañero. Patricio reenvidó diez: Polinar echó entonces el resto, y el envidante le aceptó con cuarenta; pero las tenía Facio de mano, y gano el juego.
-Se ha ganado en ley, caballeros, -dijo Patricio sin incomodarse.
-Está perdido en regla -objetó Facio; -no ha podido hacerse más que lo que ustedes han hecho para defenderse.
-¡Vaya, que no sois ranas!
-¡Pues digo que vosotros!...
-Quien diz que maneja el naipe como una seda -apuntó el cáustico Barriluco, -es el señor cura.
-Ya no tanto, -repuso muy grave Patricio escanciando un vaso de vino y ofreciéndosele a Facio.
-¿Con que también le gusta a ese santo tirar de la oreja a Jorge? -exclamó Polinar.
-¡Ufff! -respondió Patricio sacudiendo al aire la mano izquierda, mientras con la derecha escanciaba otro vaso a Barriluco; -y si no, que lo diga a su amigote, el señorón de la otra casa.
-¿También ese?
-Pues ¿qué ha de hacer, hombre? De más arriba o de más abajo, leña somos todos del mismo tronco.
-¡Y yo que hubiera jurado que en su vida habían roto una cazuela!...
-No diré que por la presente las rompan de esa clase; pero bien me acuerdo yo cuando se armaba cada zalagarda en Pontonucos, en casa de la Peripuesta, que estaba de guapa entonces que robaba los ojos de la cara...
-¿Allí iban?
-Un pie detrás de otro, con una porrá de señorones del valle.
-Pues ¿de ónde piensas tú -dijo Barriluco -que ha sacao el cura la casa y el huerto, y el ganao que, por más que él lo niegue, tiene en aparcería por el valle, y los botes de onzas que están enterraos donde él sabe muy bien?
-¿Luego sacamos en limpio -añadió Polinar fingiendo una sorpresa candorosa, -que allí se jugaba de largo?
-¡Ayayay!... ¿así estamos, inocente? ¡Allí se jugaba a cuanto Dios crió; y se bebía y se comía... Y lo demás!
-Pero, hombre, ¡no digas que un señor cura... Y un don Román!...
-¡Pues ahí está la hipocresía de esos fariseos!... Y no te cuento nada de andar los dos una noche a testarazo limpio sobre si la hija de la Peripuesta se amejaba más al uno que al otro... aunque yo diré para mí que la muchacha, y a la vista está, es la mesma estampa de la Organista.
Aquí hubo un murmullo huracanado entre los oyentes-, y Carpio, que no salía de un asombro sin caer en otro mayor, dijo, después de rascarse mucho la cabeza, mirando con ceño adusto al maldiciente:
-Si todo lo que se acaba de decir es tan cierto como eso, maldito si ajuntáis boca con verdá. Conozco a la muchacha de la Peripuesta, y por cierto vida mía que más paece ratón despellejao que presona humana.
-De modo -replicó Barriluco un poco desconcertado, -que si se toman las cosas al pie de la letra y rata por cantidá... pero mírala en su andar, en su aquél de voz y su finura de ojos...
-Taday, ¡niquitrefe! -gruñó Carpio; -eso no es más que habladuría y fanfarria... El hombre ha de ponerse siempre en la razón...
-Justo y cabal, -interrumpió Patricio, temiendo que sus cómplices, con el afán de probar mucho, no probaran nada. Después llenó el vaso hasta los bordes y se le ofreció a Carpio.
-Carpio dice la verdad -añadió en seguida guiñando el ojo a Barriluco: -para juzgar a los hombres, no hay que sacar las cosas de sus quicios... Y, por último, lo que he dicho siempre: si hay hipócritas que hacen negocio con la buena fama y engañan a los pobres para chuparles el sebo el día de mañana, con Dios se verán que les ajustará las cuentas... Nosotros, a lo que nos importa. A ti te toca dar, Facio.
Y puso en manos de éste la baraja.
-Es de razón, -dijo Carpio, devolviendo a Patricio el vaso vacío.
Barajó Facio; apiñáronse los espectadores, que se habían aumentado con el atractivo de la murmuración, y continuó el partido con las peripecias usuales y la pimienta convenida.
En esto entró Lucas, y no pudo acercarse a la mesa de juego para ver a los jugadores y satisfacer como uno de tantos, su fingida curiosidad. El tabernero, orgulloso de ver visitada su casa por levita de tan fina calidad, apresuróse a ofrecerle una silla junto al mostrador, donde también se agrupaban ociosos fumando, bebiendo y charlando de pie, y a ratos oyendo lo que en otro corrillo, sumido en las tinieblas del fondo de aquel local, hablaba Gildo Rigüelta, no muy alto, pero sin réplica, señal de que sus oyentes iban de acuerdo con él.
Rodeó la gente del mostrador a Lucas, y Lucas, al hallar así la ocasión que iba buscando, no quiso desaprovecharla. Habló a su modo; consiguió que se le hicieran muchas preguntas sobre las cosas del día; respondió a ellas como mejor cuadraba a sus intentos; habló de los de la revolución que se esperaba, y cátale explicando con ejemplos, deducciones y comentarios, una lección de sufragio universal, materia nueva en aquellas regiones. Era el alcalde el más cercano oyente; pero como, en su concepto, ni aquélla era la política, ni tendía a perturbar el orden, ni a soliviantar los ánimos, la digna autoridad aplaudía que se las pelaba.
Entre tanto, en el grupo de la sombra se oían a intervalos palabras y frases sueltas, por las cuales se conocía que el tema de Gildo era demostrar que ciertos y determinados beneficios, en apariencia, eran en el fondo, y bien examinados, una infame picardía; y que el párroco de Coteruco no era mejor ni peor que todos los curas de la cristiandad; es decir, un vividor a expensas de la crédula ignorancia de los pobres babiecas, sus feligreses.
Y al propio tiempo el vaso no paraba, y el tabernero, que en su vida se había visto en otra, no daba paz a la mano, retorciendo la llave de la canilla, ni a los pies, corriendo de un lado a otro. Así sudaba el quilo; pero le sudaba muy a su gusto, porque Patricio se había comprometido a responder del gasto que se hiciera a cuenta del partido, y el tal no era hombre que se dejase embargar ni aun por el valor de la taberna. Apuntando iba, por ende, lo que se sorbía; ¡y Dios sabe cómo lo apuntaba, sin reposo ni sosiego para hacerlo con estricta equidad!
A medida que Lucas se iba engolfando en sus explicaciones, el grupo que rodeaba a los jugadores fue agregándosele poco a poco; y en cuanto se acabó el juego que estaba pendiente, los jugadores mismos, a propuesta de Patricio, acudieron también a oír al Estudiante, el cual, según dijo el trapisondista en voz resonante y apasionada, tenía la gracia de Dios en la punta de la lengua, y en el caletre la sabiduría de los tiempos y el pan de los pobres.
El grupo de Gildo, y Gildo a su cabeza, pasó también a engrosar el auditorio de Lucas.
Cuando éste se vio rodeado de aquella muchedumbre que le devoraba con los ojos, y oscilaba lenta y acompasadamente, porque los más se hallaban a medios pelos, y abrumaban con la pesadumbre de sus cuerpos vacilantes a los menos, quienes, a su vez, los volvían a la vertical por aliviarse de la carga, incesante maniobra de la cual resultaba aquel vaivén de marejada; cuando oyó el sordo roncar de tantas respiraciones contenidas, y vio el ansia que mostraban los más lejanos por encaramarse en bancos y ventanas para no perder palabra ni ademán, sintióse el energúmeno poseído del genio de los grandes tribunos: abandonó el estilo familiar de la conferencia; saltó sobre el mostrador, ágil y suelto, sin que se lo estorbara en lo más mínimo su pata coja; afirmóse allí en su muleta, arrojó el sombrero lejos de sí, encrespó con los dedos el poco pelo de su cabeza, lanzaron sus ojos rayos de entusiasmo, alzó la diestra en ademán solemne, y exclamó, a grito pelado:
-¡Insignes ciudadanos de la patria!... ¡ilustres víctimas de los tiranos de Coteruco!: me habéis oído la explicación del sufragio universal, fuente de todos vuestros derechos, hoy conculcados y desconocidos; base, cimiento, cuerpo, remate, fin y corona de la soberanía popular... Empero necesitáis ahora que, retrotrayendo mis ideas al cauce generador de vuestros males, y dejándome llevar del sacro impulso de mi patriótica indignación, os ponga el dedo sobre la llaga. ¿Sabéis cuál es la fuerza que os aleja de la posesión de esos derechos? ¿Cuál es el misterio fatal que os priva de ser libres, soberanos, poderosos y felices? Oídlo bien: el señor feudal y el confesionario... o en términos más concretos: el clericalismo. Más concreto todavía: el clérigo... En una palabra, el cura... Este cura, el cura de allá, el cura de la otra parte, todos los curas de España, todos los curas del mundo... ¡todos los curas de la humanidad! (Asombro en el auditorio). ¡Ah! ¡el cura! ave siniestra que os arranca los ojos para que no veáis la luz... Pero ¿sabéis vosotros, desdichados, lo que es el cura? El cura es la ignorancia. Por eso no se asoma nunca, como nosotros, los hombres de la ciencia, a la ventana de la inmensidad, llamada telescopio. ¡La verdad le aterra!... Pero ¿por qué se turba el mundo? ¿Qué rumor se oye en los espacios? (Movimiento de curiosidad en los oyentes). ¿Es el juicio final? (Terror en unos e inquietud en otros, según el estado de cada cual). ¿Es el ángel exterminador? (Conatos, en algunos, de echar a correr). No hay que temer. (Explosión de tranquilidad). Es vuestra redención que llega a pasos de gigante... Es el estruendo que produce la caída del clérigo en el abismo de su expiación, empujado por el coloso de la ciencia... El día se acerca, ciudadanos de Coteruco; la luz ilumina ya los horizontes de vuestro valle. Yo os lo anuncio, yo os lo digo. Desechad el escrúpulo, romped la cadena, abrid los oídos a la nueva enseñanza que yo os predico... que nosotros os predicamos; y muy pronto la España toda, toda la Europa, toda el Asia, toda el África, toda la Oceanía... ¡toda la humanidad! sentirá en la corola de su espíritu el rocío consolador de la noticia de vuestra soberanía rescatada... He dicho.
-¡Eso es hablar, puñales! -gritó Patricio echando el sombrero al alto y bajando de un brazado a Lucas del mostrador. -¡Qué vengan aquí pedriques que vengan aquí misioneros... que vengan los mismos pájaros del aire, a ver si cantan como este pico de oro!... ¡Caballeros, este sermón hay que mojarle!
Con la cual noticia la muchedumbre, hasta entonces muda y como atolondrada con el discurso del Estudiante, empezó a revolverse, a gruñir y a carraspear; a dar, en fin, señales de vida.
El vaso volvió a circular de boca en boca, hasta que se agotaron seis jarros de los mayores-, y Gildo gritó entonces, desde la altura de su banco:
-Señores: el pedrique que habéis oído no tiene vuelta; pero a las palabras se las lleva el viento, si no hay detrás obras que las amparen... Eso digo yo, y el que sea valiente, que me siga.
Tras estas, palabras se lanzó a la puerta. Barriluco, Facio y Polinar le siguieron tambaleándose; Patricio, después de buscar la razón de aquella salida en la cara de Lucas, que le dio a entender que también le ignoraba, resolvióse a apoyar a su hijo a todo trance.
-Dirvos, hijos míos, dirvos -aconsejó a unos y a otros de los más remolones; -dirvos con él, que cuando él vos llama, con razón será.
Y empujando a éste y palmoteando en las espaldas del otro, salieron todos de la taberna, como bestias los más borrachos, y movidos de la curiosidad los más serenos. Ya en la calle, a las once de la noche, la muchedumbre comenzó a relinchar y a dar corcovos; y siguiendo a Lucas, detuviéronse todos debajo de las ventanas del señor cura, a quien saludaron con una docena de morrillazos a los cristales, otras tantas seguidillas indecentes que entonaron a porfía Gildo y Barriluco, y un sin cuento de apóstrofes soeces, que los más borrachos se creyeron en el deber de lanzar a los oídos del santo varón. Hecho esto, y algo más que no es de escribirse en este libro, dijo una voz:
-¡Ahora... a la otra casa con lo mismo!
Pero cual si la proposición hubiera sido una descarga cerrada, desbandáronse como palomas todos cuantos eran tertulianos de don Román. Pensáronlo mucho los que se quedaron a pie firme; y al cabo se fueron a dormir la mona a sus respectivos domicilios, donde todo era sustos y congojas, como en el resto del pueblo con motivo de la algarada.
¡No había memoria en Coteruco de un escándalo semejante!