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Julia, después que Darcy la hubo abandonado, miraba con frecuencia al reloj. Escuchaba a Cha- teaufort distraídamente, y sus ojos buscaban sin querer a Darcy, que charlaba en el otro extremo del salón. Algunas veces él la miraba sin dejar de hablar con el joven de las estadísticas, y ella no podía soportar su mirada penetrante, aunque tranquila. Sentía que había adquirido un imperio extraordinario sobre ella, y no pensaba sustraerse a él.

Por fin pidió el coche, y ya sea intencionadamente, ya por preocupación, lo pidió mirando a Darcy con una mirada que quería decir: "Ha perdido usted una media hora que hubiéramos podido pasar juntos". Darcy continuaba hablando, pero parecía muy fatigado y aburrido del interrogatorio, que no llevaba camino de acabar. Julia se levantó lentamente, estrechó la mano de la señora Lambert y se dirigió hacia la puerta del salón, sorprendida y casi picada, de ver a Darcy continuar en el mismo sitio. Châteaufort estaba cerca de ella y le ofreció su brazo, que ella tomó sin escucharle y casi sin darse cuenta de su presencia.

Atravesó el vestíbulo, acompañada de la señora Lambert y de algunas personas que la acompañaIron hasta el coche. Darcy se había quedado en el salón. Cuando se hubo sentado en el coche, Châteaufort le preguntó sonriendo si no tendría miedo de verse sola de noche por los caminos, añadiendo que iba a seguirla de cerca en su tilbury en cuanto el comandante Perrin hubiese acabado su partida de billar. Julia, que se hallaba completamente ensimismada, se despertó al sonido de su voz, pero no había comprendido nada. Hizo lo que toda mujer hubiese hecho en caso semejante: sonrió. Después, con un movimiento de cabeza, dijo adiós a las personas reunidas en la escalinata, y sus caballos la arrastraron rápidos.

Pero precisamente al arrancar el coche, había visto a Darcy salir del salón, pálido, con aire triste y los ojos fijos en ella, como si le pidiese una despedida especial. Partió con el sentimiento de no haberle podido dirigir un movimiento de cabeza para él solo, y hasta pensó que se habría molestado por ello. Ya se le había ido de la memoria que había dejado a otros el cuidado de conducirla al coche; ahora las culpas estaban de su parte, y se las reprochaba como un gran crimen. El sentimiento que había experimentado por Darcy algunos años antes era mucho menos vivo que el que ahora abrigaba. Era que no sólo los años habían dado fuerza a sus impresiones, sino que las acrecentaba además toda la cólera acumulada contra su marido. Acaso también la especie de capricho que había sentido por Châteaufort, desde luego completamente olvidado en este momento, la había preparado a abandonarse sin excesivos remordimientos a la pasión mucho más viva que experimentaba por Darcy.

En cuanto a él, sus pensamientos eran de una naturaleza mucho más tranquila. Había encontrado con gusto una mujer bonita que le traía recuerdos felices, y cuya amistad le sería seguramente agradable para el invierno que iba a pasar en París. Pero una vez que no la tenía ya delante, sólo le quedaba el recuerdo de algunas horas pasadas alegremente, recuerdo cuya dulzura era, por otra parte, contrarrestada por la perspectiva de acostarse tarde y de recorrer cuatro leguas para hallar su lecho. Dejémosle abandonado a estas ideas prosaicas, envolverse cuidadosamente en su capa y acomodarse a gusto y de lado en su cupé de alquiler, errando en sus pensamientos del salón de la señora de Lambert a Constantinopla, de Constantinopla a Corfú y de Corfú a un sueño ligero.

Querido lector; seguiremos, si gustas, a la señora de Chaverny.