XI

Cuando Julia abandonó el castillo de la señora de Lambert, la noche era horriblemente obscura, la atmósfera pesada y asfixiante. De cuando en cuando, los relámpagos, iluminando el paisaje, dibujaban las siluetas negras de los árboles sobre un fondo anaranjado lívido. La obscuridad parecía redoblar después de cada relámpago, y el cochero no veía la cabeza de sus caballos. Pronto estalló una tempestad violenta. La lluvia que caía, primero en gotas gruesas y raras, se cambió pronto en un verdadero diluvio. Por todos lados el cielo se iluminaba, y la artillería celeste comenzaba a hacerse ensordecedora. Los caballos, asustados, resoplaban fuertemente y se encabritaban en lugar de avanzar; pero el cochero había comido muy bien; su grueso gabán, y sobre todo el vino que había bebido, le impedían tener el agua y los malos caminos. Sacudía enérgicamente su látigo sobre los pobres animales, no menos intrépido que César en la tempestad cuando decía a su piloto: "¡Llevas a César y a su fortuna!" La señora de Chaverny, como no sentía miedo del trueno, no se preocupaba de la tormenta. Se repetía todo lo que Darcy le había dicho, y lamentaba no haberle dicho cien cosas que hubiese podido decirle, cuando de repente fué interrumpida en sus meditaciones por un choque violento que recibió su coche; al mismo tiempo, los cristales saltaron en pedazos y se escuchó un crujido de mal augurio: la carretela se había precipitado en un foso. Julia no sufrió más percance que el miedo. Pero la lluvia no cesaba; una rueda se había roto; los faroles se habían apagado y no se veía por los alrededores una sola casa para guarecerse. El cochero juraba, el lacayo maldecía al cochero y decía pestes de su torpeza. Julia permanecía en el coche preguntando cómo se podría volver a P.... o lo que debía hacerse. Pero a cada una de sus preguntas, recibía esta respuesta desesperante.

—Es imposible!

En esto, oyóse de lejos el ruido sordo de un coche que se acercaba. Pronto el cochero de la señora de Chaverny reconoció, con gran satisfacción suya, uno de sus colegas, con el cual había establecido los fundamentos de una tierna amistad en casa de la señora Lambert y le gritó que se detuviese.

El coche se detuvo y, apenas pronunciado el nombre de la señora de Chaverny, un hombre joven que ocupaba el cupé abrió él mismo la portezuela, y gritando: —¿Está herida?, se echó fuera y se puso de un salto al lado de la carretela de Julia. Ella reconoció a Darcy: le esperaba.

Sus manos se encontraron en la obscuridad, y Darcy creyó sentir que la señora de Chaverny apretaba la suya; pero era probablemente un efecto del miedo. Después de la primera pregunta, Darcy ofreció con naturalidad su coche. Julia no respondió al principio, pues se hallaba muy indecisa respecto al partido que debía tomar. De un lado, pensaba en las tres o cuatro leguas que habría de recorrer a solas con un hombre joven, si quería ir a París; por el otro, si volvía al castillo para pedir hospitalidad a la señora Lambert se estremecía ante la idea de contar el novelesco accidente del coche atascado y del socorro ofrecide por Darcy. Presentarse en el salón en medio de la partida de "whist", salvada por Darcy como la mujer turca... no había que pensar en ello.

¡Pero también tres largas leguas hasta París!

Mientras, ella flotaba así en la incertidumbre y balbuceaba con bastante torpeza algunas frases triviales sobre la molestia que iba a causar, Darcy, que parecía leer en el fondo de su corazón, le dijo friamente: Tome usted mi coche, señora; yo permaneceré en el suyo hasta que pase alguien para París.

Julia, temiendo mostrar demasiada gazmoñería, se apresuró a aceptar el primer ofrecimiento, pero no el segundo. Y como su resolución fué repentina no tuvo tiempo de decidir de si irían a P... o a París. Estaba ya en el cupé de Darcy, envuelta en su capa, que él se apresuró a darle, y los caballos trotaban vivamente hacia París antes de que hubiese pensado en decir dónde quería ir. Su criado había elegido por ello, dándole al cochero el nombre y la calle de su ama.

Comenzaron la conversación cohibidos. El tono de voz de Darcy era breve y parecía anunciar un poco de mal humor. Julia imaginó, que su resolución le había chocado y que la tenía por una gazmoña ridícula. Hasta tal punto se hallaba bajo la influencia de aquel hombre, que se dirigía interiormente vivos reproches y sólo pensaba en disipar aquel movimiento de mal humor de que ella se acusaba. El traje de Darcy estaba mojado; lo advirtió, y despojándose inmediatamente de su capa exigió que se cubriese con ella.

Entablóse con tal motivo un pugilato de generosidad, de donde resultó que, adoptando un término medio, cada uño obtuvo una parte de la capa.

¡Imprudencia enorme que no hubiese cometido sin aquel momento de vacilación que quería hacerse perdonar! Estaban tan cerca uno de otro, que la mejilla de Julia podía sentir el calor del aliento de Darcy. Las sacudidas del coche los aproximaban aún más a veces.

—Esta capa que nos envuelve a los dos, me recuerda—dijo Darcy—las charadas de otro tiempo. ¿Se acuerda usted de haber sido mi Virginia cuando nos pusimos los dos la manteleta de su abuela?

—Sí, y del regaño con que me castigó por eso.

—¡Ah!—exclamó Darcy, ¡qué tiempo tan feliz aquél! Cuántas veces he pensado con tristeza y gusto en nuestras divinas reuniones de la calle Bellechasse. Se acuerda usted de las hermosas alas de buitres que le ataron con cintas rosas, y el pico de papel dorado que yo le fabriqué con tanto primor?

—Sí—respondió Julia—. Usted era Prometheo y yo el buitre. Pero qué memoria tiene usted!

¿Cómo puede usted acordarse de todas estas locuras? ¡Porque hace tanto tiempo que no nos hemos visto!

—Si me pide usted un cumplido...—dijo Darcy sonriendo y adelantándose de manera que la miraba de frente.

Y con tono más serio:

—En verdad—prosiguió—, no es extraño que haya conservado recuerdo de los más felices momentos de mi vida.

—¡Qué talento tenía usted para las charadas!...—dijo Julita, temiendo que la conversación tomase un giro demasiado sentimental.

—¿Quiere usted que le dé otra prueba de mi memoria? interrumpió Darcy. Se acuerda usted de nuestro tratado de alianza en casa de la señora Lambert? Nos habíamos prometido hablar mal de todo el universo; pero en cambio sostenernos mutuamente contra todos... Pero nuestro tratado ha corrido la suerte de casi todos los tratados; no ha sido ejecutado.

—¿Qué sabe usted?

¡Ay!, imagino que no ha tenido usted muchas ocasiones de defenderme; una vez alejado de París, ¿quién iba a ocuparse de mí?

—De defenderle... no... pero de hablar de usted a sus amigos...

—¡Oh, mis amigos!—exclamó Darcy con sonrisa algo melancólica—, no los tenía en aquella época o, por lo menos, que usted conociese. Los jóvenes que trataba su madre de usted me odiaban, no sé por qué, y en cuanto a las mujeres, pensaban poco en el señor agregado del ministerio de Negocios Extranjeros.

—Es que usted no les hacía caso.

—Es verdad. Nunca he sabidu ser amable con personas a quienes no quería.

Si la obscuridad hubiera permitido ver el rostro de Julia, Darcy hubiese podido ver que un vivo rubor se había extendido sobre sus facciones, al oír esta última frase a la cual ella había dado un sentido en que acaso Darcy no pensaba.

De cualquier modo, abandonando el terreno de los recuerdos demasiado bien guardados por una y ctro, Julia quiso llevarle a sus viajes, esperando que por este medio se vería dispensada de hablar.

El procedimiento resulta casi siempre con los viajeros, sobre todo con los que han visitado un país lejano.

—¡Qué hermoso viaje ha hecho usted!—dijo, y cuánto siento no haber podido hacer nunca uno parecido.

Pero Darcy no se hallaba en vena narrativa.

—Quién es ese joven de bigotes—preguntó bruscamente que hace poco hablaba con usted?

Esta vez Julia se ruborizó todavía más.

—Es un amigo de mi marido—respondió—, un oficial de su regimiento... Dicen—prosiguió sin querer abandonar su tema oriental—que quien ha visto ese hermoso cielo azul de Oriente, no puede ya vivir en otra parte.

—Me ha desagradado horriblemente, no sé por qué... Hablo del amigo de su marido, no del cielo azul... En cuanto a ese cielo azul, señora, ¡Dios le preserve a usted de él! Se acaba por tomarle tal asco a fuerza de verlo siempre lo mismo, que se admiraría como el más bello de los espectáculos una bruma de París. Nada irrita más los nervios, créame usted, que ese cielo azul, que ayer estaba azul y que será azul mañana ¡Si usted supiera con qué impaciencia, con qué desengaño, siempre renovado, se espera ansiosamente una nube!

—¡Y, sin embargo, usted ha permanecido mucho tiempo bajo ese cielo azul!

—Pero, señora, me era bastante difícil evitarlo.

Si hubiese podido seguir nada más que mi inclinación, hubiera vuelto muy de prisa a los alrededores de la calle Bellechasse, después de haber satisfecho el pequeño impulso de curiosidad que deben excitar necesariamente las cosas extrañas de Oriente.

—Creo que muchos viajeros dirían lo mismo si fueran tan francos como usted... ¿Cómo se pasa el tiempo en Constantinopla y en las demás ciudades de Oriente?

. —Allí como en todas partes, hay varias maneras de matar el tiempo. Los ingleses, beben; los franceses, juegan; los alemanes, fuman, y algunos espíritus inquietos, para variar sus distracciones, corren el riesgo de recibir algún balazo, trepando sobre los tejados para atisbar a las mujeres del paísi —A esta última ocupación daría usted probablemente la preferencia.

—Nada de eso. Estudiaba el turco y el griego, cosa que me cubría de ridículo. Cuando había terminado los despachos de la embajada, dibujaba, iba a caballo a las Aguas Dulces, y paseaba por las orillas del mar a ver si venía alguna figura humana de Francia o de cualquier otra parte.

— Debía ser un gran placer para usted ver un francés a tan gran distancia de Francia?

—Sí; pero por un hombre inteligente, ¡cuántos mercaderes de quincalla y de cachemira no nos venían!; o, lo que es peor, jóvenes poetas, que, apenas divisaban de lejos a alguien de la embajada, le gritaban: "Lléveme usted a ver las ruinas, lléveme usted a Santa Sofía, condúzcame por las montañas, al mar azul; querría ver los lugares en que Hero suspiraba." Después, cuando han pescado una buena insolación, se encierran en su cuarto y no quieren ver nada más que los últimos números de "El Constitucional".

—Lo ve usted todo por el lado malo, según su vieja costumbre. ¿Sabe usted que no se ha corregido? Continúa siendo tan burlón como siempre.

—Dígame, señora; ¿no estará permitido a un condenado que se fríe en una sartén, divertirse un poco a expensas de sus compañeros de fritura?

Le aseguro, que no sabe todo lo miserable que es la vida que llevamos por allá. Nosotros, los secretarios de Embajada, nos parecemos a las golondrinas, que no reposan nunca. Para nosotros no existen esas relaciones íntimas que constituyen la felicidad de la vida... me parece. (Pronunció estas últimas palabras con un acento singular y acercándose a Julia.) Desde hace seis años no he encontrado a nadie con quien pudiese cambiar mis pensamientos.

—¿Es que no tenía usted amigos por allí?

—Acabo de decirle que es imposible tenerlos en país extranjero. Había dejado a dos en Francia. El uno, ha muerto; el otro, se encuentra en América, de donde no volverá hasta dentro de algunos años, y si la fiebre amarilla no se queda con él.

—De suerte que está usted solo?

Solo.

—Y la sociedad de las mujeres, ¿cómo es en Oriente? No le ofrece a usted ningún recurso?

¡Oh! Esta parte es la peor de todas. En las mujeres turcas no hay que pensar. De las grie, gas y las armenias, lo mejor que puede decirse en su alabanza es que son muy bonitas. En cuanto a las mujeres de los cónsules y los embajadores, permítame usted que no le hable de ellas.

Es una cuestión diplomática, y si dijese lo que pienso, pudiera causarme perjuicio en el ministerio.

Me parece que no tiene usted mucho cariño a su carrera. ¡Con qué ardor deseaba usted en otro tiempo entrar en la diplomacia!

—No conocía aún el oficio. ¡Ahora quisiera ser inspector de los fangos de París.

—Dios mío! Cómo puede usted decir eso? ¡París! ¡El sitio más fastidioso de la tierra!

—No blasfeme usted. Quisiera escuchar su palinodia en Nápoles, después de pasar dos años en Italia.

—Ver Nápoles, es lo que más quisiera en el mundo—respondió ella suspirando...—siempre que mis amigos estuviesen conmigo.

—Oh! Con esa condición yo daría la vuelta al mundo. ¡Viajar con los amigos! Es como si se quedase uno en su salón, mientras pasara el mundo por delante de las ventanas, como un panorama que se desenvuelve.

—¡Pues bien! Si es pedir demasiado, quisiera viajar con uno... con dos amigos solamente.

Por mi parte, no soy tan ambicioso; no quisiera más que uno solo, o una sola—añadio sonriendo. Pero es una dicha que nunca he tenido... y que no tendré—continuó con un suspiro. Y en tono más alegre—: En verdad he sido poco afortunado. Nunca he deseado vivamente más que dos cosas, y no he podido conseguirlas.

—¿Cuáles eran?

¡Oh! Nada muy singular. Por ejemplo, he deseado con pasión poder bailar con alguien... He hecho estudios profundos sobre el baile. Me he ejercitado durante meses enteros, solo, para vencer el mareo que nunca dejaba de presentarse, y cuando he llegado a no sufrir ya vértigos...

—Y con quién deseaba usted bailar?

—Si le dijera que con usted?... Y cuando me había hecho, a fuerza de trabajo, un bailarín consumado, la abuela de usted, que acababa de tomar un confesor jansenista, prohibió el baile por una orden del día que tengo aún sobre el corazón.

—¡Y su segundo deseo?... preguntó Julia muy turbada.

—Mi segundo deseo, voy a confiárselo. Hubiera querido, era demasiada ambición, ser amado... pero amado... Era antes del baile cuando lo deseaba; no sigo el orden cronológico... Hubiera querido ser amado por una mujer que me hubiera preferido a un baile—el más peligroso de todos los rivales; por una mujer a quien hubiese podido ir a ver con las botas sucias, en el momento en que se dispusiese a montar en coche para ir al baile. Estaría elegantemente vestida y me ciría: "Nos quedaremos". Pero esto era una locura. No se deben pedir cosas imposibles.

¡Qué malo es usted! ¡Siempre las observaciones irónicas! Nada encuentra indulgencia en usted. Es usted implacable con las mujeres.

—Yo! ¡Dios me libre! De mí mismo es de quien me lamento. ¿Es hablar mal de las mujeres sostener que prefieren una noche agradable... a quedarse a solas conmigo?

—Un baile! ¡Un traje elegante!... ¡Ah! ¡Dics mío!... ¿A quién le gusta un baile ahora?

No pensaba en defender a todo su sexo de tales acusaciones; creía escuchar el pensamiento de Darcy, y la pobre mujer no escuchaba más que su propio corazón.

—A propósito de trajes y de baile, ¡qué lástima que no estemos en Carnaval! He traído un traje de mujer griega admirable, y que le sentaría a usted a maravilla.

—Hágame usted un dibujo para mi álbum.

—Con mucho gusto. Verá usted qué progresos he hecho desde la época en que emborronaba muñecos sobre la mesa de te de su madre. A propósito, señora; tengo que felicitarle; esta mañana me han dicho en el ministerio que el señor De Chaverny iba a ser nombrado gentilhombre de cámara. Me he alegrado mucho.

Julia se estremeció involuntariamente.

Darcy prosiguió sin advertir este movimiento.

—Permítame usted que desde este momento solicite su protección... Pero, en el fondo, no estoy muy contento de su nueva dignidad. Temo que se vea usted obligada a vivir en Saint—Cloud durante el verano, y entonces tendré menos a menudo el honor de verla.

—Jamás iré a Saint—Cloud—dijo Julia con voz muy conmovida.

¡Oh! Mucho mejor, pues París, como ve usted, es el paraíso, de donde es menester salir sólo para ir a comer de vez en cuando en casa de la señora Lambert, a condición de volver por la noche. ¡Qué fortuna la suya, señora, vivir siempre en París! Yo, que no estoy aquí acaso más que por poco tiempo, no tiene usted idea de lo dichoso que me siento en el pequeño cuarto que mi tía me ha dado. Y usted, según me han dicho, vive en el barrio Saint—Honoré. Me han indicado su casa. Debe usted tener un jardín delicioso, si la manía de construir no ha cambiado ya sus avenidas en tiendas.

—No; mi jardín está todavía intacto, gracias a Dios.

—¿Qué día recibe usted, señora?

—Estoy en casa casi todas las noches. Tendría mucho gusto en que viniese usted a verme algunas veces.

—Usted ve, señora, que me conduzco como si nuestra antigua "alianza" subsistiese todavía. Me invito a mí mismo sin ceremonia y sin presentación oficial. Usted me perdonará, ¿verdad? No conozco en París más que a usted y a la señora Lambert. Todo el mundo me ha olvidado; pero estas dos casas son las únicas que he recordado con sentimiento en mi destierro. Su salón, sobre todo, debe de ser delicioso. ¡Usted elige tan bien sus amigos!... ¿Se acuerda usted de los proyectos, que en otro tiempo hacía, para cuando fuese ama de casa? Un salón inaccesible a los fastidiosos; música algunas veces, siempre conversación, y hasta muy tarde; nada de gentes con pretensiones, un pequeño número de personas que se conocen perfectamente y que, por tanto, no procuran mentir ni causar efecto. Dos o tres mujeres simpáticas además (es imposible que sus amigas no lo sean), y su casa es la más agradable de París. Sí; es usted ia más dichosa de las mujeres y hace usted felices a todos los que la rodean.

Mientras hablaba Darcy, Julia pensaba que esta dicha, descrita por él con tanta vivacidad, hubiese ella podido alcanzarla de haberse casado con otro hombre... Con Darcy, por ejemplo. En lugar de este salón imaginario, tan elegante y tan agradable, pensaba en las gentes fastidiosas que Chaverny le había llevado, en vez de las conversaciones tan alegres, recordaba las escenas conyugales como la que le había conducido a P... Se veía desdichada para siempre, atada de por vida a un hombre hacia quien sentía odio y desprecio; mientras aquel a quien encontraba el más amable del mundo, aquel a quien hubiese querido encomendar el cuidado de hacerla dichosa, debía ser siempre un extraño para ella. Su deber era esquivarlo, separarse de él... y estaba tan cerca de ella, que el revés de su traje estrujaba las mangas de su vestido.

Darcy, continuó pintando los placeres de la vida de París, con toda la elocuencia que le daba una larga privación. Julia entretanto sentía correr las lágrimas a lo largo de sus mejillas. Temblaba a la idea de que Darcy lo advirtiese y la fuerza que se hacía acrecentaba la violencia de su emoción.

Se ahogaba; no se atrevía a hacer un movimiento.

Al fin, se le escapó un sollozo, y todo fué perdido.

Cayó con la cabeza entre las manos, medio sofocada por las lágrimas y la vergüenza.

Darcy, que estaba bien lejos de esperar tal cosa, se quedó muy asombrado. Por un momento la sorpresa selló su boca; pero como los sollozos redoblaban, creyóse obligado a hablar y a preguntar la causa de aquel llanto tan repentino.

—¿Qué tiene usted, señora? Por Dios, señora, respóndame usted: qué le ocurre?

Y como, la pobre Julia, a todas estas preguntas apretaba con más fuerza el pañuelo sobre sus ojos, cogióle la mano y, apartando suavemente el pañuelo:

—Señora, por favor—dijo con un tono de voz alterado que penetró a Julia hasta el fondo del corazón. Por favor, ¿qué tiene usted? Le habré ofendido involuntariamente? Me desespera usted con su silencio.

—¡Ah!—exclamó Julia no pudiendo contenerse más. ¡Soy muy desgraciada¹ Y sollozó con más fuerza.

—¡Desgraciada!¿Cómo?... ¿Por qué?...¿Quién puede hacerla desgraciada? Respóndame usted.

Hablando así, estrechábale las manos y su c3beza tocaba casi a la de Julia, que lloraba en lugar de responder. Darcy no sabía qué pensar; pero le conmovían sus lágrimas. Sentíase rejuvenecido en seis años, y comenzaba a entrever que en un porvenir que no se había presentado aún a su imaginación, podría bien pasar del papel de confidente a otro más elevado.

Como se obstinase en no responder, Darcy, temiendo que se pusiese mala, bajó uno de los cristales del coche, desató las cintas del sombrero de Julia, apartó su cap y su chal. Los hombres resultan torpes para estos menesteres. Quería mandar detener el coche en una aldea. Llamaba ya al cochero, cuando Julia, cogiéndole por el brazo, le suplicó que no hiciese parar, y le aseguró que se sentía mucho mejor. El cochero no había oído nada, y continuaba dirigiendo sus caballos hacia París.

—Pero le ruego, querida señora de Chaverny dijo Darcy, volviendo a tomar una mano que había abandonado un momento—; le suplico; dígame, ¿qué tiene usted? ¡No comprendo cómo he podido tener la desdicha de haberle lastimado!

—¡Ah! ¡No es usted!—exclamó Julia.

Y le estrechó un poco la mano.

—Pues bien, dígame: ¿quién puede hacerla llorar así? Hábleme usted con confianza. ¿No somos antiguos amigos?—añadió sonriendo y estrechando a su vez la mano de Julia.

—Usted me hablaba de la felicidad de que me creía rodeada... ¡Y esa felicidad está tan lejos de mí!

Cómo! No tiene usted todos los elementos de la felicidad?... Es usted joven, rica, bonita...

Su marido ocupa un rango distinguido en la sociedad...

—¡Lo detesto!—exclamó Julia fuera de sí—¡ Lo desprecio!

Y escondió su rostro en el pañuelo, sollozando más fuerte que nunca.

¡Oh!, ¡oh!—pensó Darcy—, esto se pone muy serio. Y aprovechando con destreza todas las sacudidas del coche para acercarse más a la desdichada Julia:

¿Por qué, le decía con la voz más dulce y más tierna del mundo, por qué afligirse de se modo? Un sér que usted desprecia, ¿ha de ejercer tan grande influencia sobre su vida? ¿Por qué le permite que él solo envenene su vida? ¿Es a él a quien debe usted pedir esa felicidad?...

Y le besó la punta de los dedos; mas como ella retiró en seguida su mano con terror, temió haber ido demasiado lejos... Pero decidido a ver el fin de la aventura, le dijo suspirando de una manera bastante hipócrita:

—¡Cuánto me he engañado! Cuando supe su matrimonio, creí que el señor de Chaverny le agradaba realmente.

Ah!, señor Darcy, ¡nunca me ha conocido usted!

El tono de su voz decía claramente: Siempre le he amado y usted no ha querido darse cuenta.

La pobre mujer creía en este momento, con la mejor fe del mundo, que había siempre amado a Darcy, durante los seis años transcurridos, con tanto amor como sentía por él en este momento.

—¡Y usted!—exclamó Darcy animándose—, usted señora, ¿me ha conocido alguna vez? ¿Ha sabido usted cuáles eran mis sentimientos? ¡Ah!, si me hubiese usted conocido mejor, ahora seríamos sin duda felices uno y otro.

—¡Qué desdichada soy!—repitió Julia con llanto redoblado y apretándole la mano con fuerza.

—Pero aun cuando me hubiese usted comprendido, señora continuó Darcy con la expresión de melancolía irónica que le era habitual—, ¿de qué hubiese servido? Yo carecía de fortuna; la de usted era considerable. Su madre me hubiese rechazado con desdén. Estaba de antemano condenado. Usted misma, sí, usted, Julia, antes que:

una fatal experiencia, no le hubiese mostrado dónde está la verdadera dicha, se hubiese reído de mi presunción, y un coche reluciente, con una corona de conde en las portezuelas, hubiese sido entonces, sin duda, el medio más seguro de agradarle.

—Oh! ¡Dios mío, y también usted! ¿Nadie tendrá compasión de mí?

— Perdóneme, mi querida Julia!—exclamó muy conmovido él también—; perdóneme, se lo suplico. Olvide estos reproches. No, no tengo yo derecho a hacérselos. Soy más culpable que usted... No he sabido apreciarla. La he creído débil como las mujeres del mundo en que vivía; he dudado de su valor, querida Julia, y ¡me veo cruelmente castigado por ello!

Besaba con ardor sus manos, que ella no retiraba ya; iba a abrazarla sobre su pecho... pero Julia le rechazó con una viva expresión de terror y se alejó de él todo lo que podía permitirle el espacio del coche.

Entonces Darcy, con una voz cuya misma dulzura hacía más patética la expresión:

—Dispénseme usted, señora, me había olvidado de París. Ahora me acuerdo que aquí se va al matrimonio, pero que no se ama.

—¡Oh!, sí, yo le amo—murmuró ella sollozando—; y dejó caer su cabeza sobre el hombro de Darcy.

A Darcy la apretó sobre sus brazos con efusión, procurando detener sus lágrimas con besos. Ella procuró aún sustraerse a su abrazo, pero este esfuerzo fué el último que intentó.