IX

Después de la comida, como hacía una tarde hermosa y el tiempo era caluroso, se reunieron en el jardín, alrededor de una mesa rústica, para tomar café.

Châteaufort había notado con despecho creciente las atenciones de Darcy para la señora de Chaverny. Según iba observando el interés que ella parecía tener en la conversación del recién llegado, era menos amable, y los celos no producían otro efecto que quitarle sus medios de agradar. Se paseaba sobre la terraza donde estaban sentados, y, según costumbre de las personas inquietas, no podía permanecer en un sitio, mirando a menudo las gruesas nubes negras que se formaban en el horizonte y anunciaban una tempestad, y con más frecuencia a su rival, que hablaba en voz baja con Julia. Tan pronto la veía sonreir, tan pronto se ponía seria o bajaba tímidamente la vista; en fin, veía que Darcy no podía decirle una palabra que no produjese un efecto marcado; y lo que más le fastidiaba es que las varias expresiones que las facciones de Julia tomaban, no parecían ser más que la imagen y como el reflejo de la móvil fisonomía de Darcy. No pudiendo al cabo resistir esta especie de suplicio, se acercó a ella, e inclinándose sobre el respaldo de su silla, mientras Darcy daba a alguien noticia sobre la barba del sultán Mahmud:

—Señora—le dijo con acento amargo—, el señor Darcy parece ser un hombre muy amable.

—¡Oh, sí!—respondió la señora de Chaverny con expresión entusiasta, que no pudo reprimir.

—Ya se ve—continuó Chateaufort—, pues le hace olvidar a sus artiguos amigos.

—¡Mis antiguos amigos!—dijo Julia con acento un poco severo. No sé lo que quiere usted decir.

Y le volvió la espalda. Después, tomando una punta del pañuelo que la señora Lambert tenía en la mano:

— De qué buen gusto es el bordado de este pañuelo!—dijo—. Es una labor maravillosa.

—¿Le gusta a usted, querida? Es un regalo de Darcy, que me ha traído no sé cuántos pañuelos bordados de Constantinopla. A propósito, ¿es su turca la que los ha bordado?

— Mi turca! ¿Qué turca?

—Sí, esa bella sultana a quien ha salvado usted la vida, que le llamaba... ¡Oh!, lo sabemos todo...

Que le llamaba... su... salvador, en fin. Usted sabrá cómo se dice en turco.

—¿Es posible—exclamó él—que la fama de mi desdichada aventura haya llegado ya a París?

—Pero si no es una aventura desdichada, como no sea acaso para el Mammuchi, que perdió su favorita.

—¡Ay!—respondió Darcy—, veo bien que usted sólo sabe la mitad de la historia, pues es una aventura tan triste para mí, como lo fué para Don Quijote la de los molinos de viento. Después de haber dado tanto que reir a los francos, ¿tengo aún que sufrir las burlas de París por la única acción de caballero andante que he cometido?

Cómo! No sabemos nada. ¡Cuéntenoslo usted!—exclamaron todas las damas al unísono.

—Debería—dijo Darcy—dejarles con el relato que ya conocen ustedes y reservarme la continuación, cuyo recuerdo no tiene nada de agradable para mí; pero un amigo mío—le pido a usted permiso para presentárselo, señora Lambert—, sir John Tyrrel, un amigo mío, actor también en esta escena trágico—cómica, vendrá pronto a París, y acaso se diese el gusto de otorgarme en su relato un papel aún más ridículo del que he desempeñado. He aquí el hecho. Esta desdichada mujer, una vez instalada en el consulado de Francia...

¡Oh, pero comience usted por el principio!

—exclamó la señora Lambert.

—Pero si ya lo saben ustedes.

—No sabemos nada, y queremos que nos cuente usted toda la historia de punta a punta.

—Pues bien! Sepan ustedes que yo me encontraba en Larnaca en 18... Un día salí de la ciudad para dibujar. Conmigo iba un joven inglés, muy simpático, buen muchacho, hombre corrido, Tlamado sir John Tyrrel, uno de esos individuos inestimables cuando se viaja, porque piensan en la comida, no olvidan las provisiones y están siempre de buen humor. Por lo demás, viajaba sin objeto fijo, y no sabía ni la geología, ciencia muy fastidiosa en un compañero de viaje.

"Yo me había sentado a la sombra de una casucha, a unos doscientos pasos del mar, que en aquel sitio está dominado por rocas a pico. Estaba muy ocupado en dibujar los restos de un sarcófago antiguo, mientras sir John, tumbado en la hierba, se burlaba de mi desdichada pasión por las bellas artes, fumando delicioso tabaco de Latakié.

A nuestro lado, un truchimán turco, que habíamos tomado a nuestro servicio, nos hacía café. Sabía hacer el café de un modo admirable, y era el más cobarde de los turcos que he conocido.

"De repente, sir John exclamó con alegría:

"—Mire usted esas gentes que bajan del monte con nieve: les compraremos para hacer un sorbete con naranjas.

"Levanté la vista, y vi venir hacia nosotros un asno, sobre el cual iba atravesado un grueso bulto; dos esclavos lo sostenían por cada lado. Delante, un asnero conducía el asno, y detrás, un turco venerable, de barba blanca, cerraba la marcha montado en un caballo bastante bueno.

"Nuestro turco, sin dejar de atizar el fuego, echo una mirada de soslayo sobre la carga del asno, y nos dijo con sonrisa singular:

"No es nieve.

"Y siguió ocupándose de nuestro café con su flema habitual.

"¿Qué es, pues? —preguntó Tyrrel—. ¿Es algo de comer?

"—Para "los peces"—respondió el turco.

"En este instante, el hombre a caballo partió a galope, y, dirigiéndose hacia el mar, pasó a nuestro lado, no sin dirigirnos una de esas miradas despectivas con que los musulmanes gustan de opsequiar a los cristianos. Metió su caballo hasta las rocas a pico a que me he referido, y lo paró junto al sitio más escarpado.

"Entonces examinamos nosotros con más atención el bulto que llevaba el asno, y nos chocó la forma extraña del saco. En seguida acudieron a nuestra memoria todas las historias de mujeres ahogadas por maridos celosos, y nos comunicamos nuestras impresiones.

"—Pregunta a esos granujas—dijo sir nuestro turco—si es una mujer lo que llevan ahí.

"El turco abrió los ojos con espanto, pero no la boca. Estaba claro que juzgaba nuestra pregunta demasiado impertinente.

"En este momento, llegado ya el saco cerca de nosotros, le vimos claramente moverse y hasta escuchamos una especie de lamento o gruñido que de él salía.

"Tyrrel, aunque gastrónomo, es muy caballeresco. Se levantó como un loco, se precipitó sobre el asnero y le preguntó en inglés, tan turbado estaba por la cólera, lo que llevaba y lo que pretendía hacer con el saco. El asnero no se preocupó de responder; pero el saco se agitó violentamente y escuchamos gritos de mujer, a lo cual los esclavos se pusieron a dar sobre el saco fuertes golpes con las correas de que se servían para conducir el asno. Tyrrel estaba decidido a todo.

De un vigoroso y científico puñetazo derribó por tierra al asnero; después cogió a un esclavo por el cuello; y en esto, el saco, empujado violentamente en la lucha, cayó con pesadez sobre la hierba.

"Yo había acudido. El otro esclavo se disponía a recoger piedras, el asnero se levantaba. A pesar de mi aversión a mezclarme en los asuntos de los demás, me era imposible no ir en socorro de mi compañero. Cogí un palo que me servía para sostener mi quitasol y lo blandi, amenazando a los esclavos y al asnero, con el aire más marcial que me era posible. Todo iba bien, cuando el diablo del turco a caballo, visto ya el mar y habiéndose vuelto al escándalo que hacíamos, partió como una exhalación y cayó sobre nosotros antes de que lo hubiésemos pensado; llevaba en la mano una especie de mal cuchillo...

—¿Un ataghán?—preguntó Châteaufort, que gustaba del color local.

"Un ataghán—prosiguió Darcy con una sonrisa de aprobación. Pasó cerca de mí, y me dió en la cabeza una cuchillada con este ataghán, que me hizo ver treinta y seis... "bujías", como tan elegantemente decía mi amigo el marqués de Roseville. Yo le respondí, sin embargo, dándole un palo en los riñones, y me puse a hacer el molinete como mejor pude, golpeando a asnero, esclavos, caballo y turco, más furioso ya que el mismo Tyrrel. El asunto hubiese, sin embargo, terminado mal para nosotros. Nuestro truchimán se mantenía neutral, y nosotros no podíamos defendernos mucho tiempo con un palo, de tres hombres de infantería, uno de caballería y un ataghán. Por fortuna, sir John se acordó de un par de pistolas que habíamos sacado. Las cogió y me arrojó una, y con la otra apuntó en seguida al jinete que nos daba tanta guerra. La aparición de estas armas y el ligero chasquido del gatillo de la pistola, produjeron un efecto mágico en nuestros enemigos, que se pusieron vergonzosamente en fuga, dejándonos dueños del campo de batalla, del saco y hasta del asno. A pesar de toda nuestra cólera, no habíamos hecho fuego, y fué suerte, pues no se mata impunemente a un buen musulmán y cuesta caro darle una paliza.

"Una vez que me hube sécado un poco, nuestro primer cuidado fué, como pueden ustedes imaginárselo, acudir al saco y abrirlo. Nos encontramos con una mujer bastante bonita, un poco gorda, de hermoso pelo negro, y, por todo vestido, con una camisa de lana azul, un poco menos transparente que el chal de la señora de Chaverny.

"Esta mujer salió inmediatamente del saco, y no muy turbada en apariencia, nos dirigió un discurso, muy patético sin duda, pero del cual no comprendimos una palabra; después me besó la mano. Es la única vez, señoras, que una dama me ha hecho este honor.

"Mientras, habíamos recobrado nuestra sangre fría. Veíamos a nuestro truchimán arrancarse la barba como un desesperado. Yo me arreglé la cabeza como mejor pude con mi pañuelo. Tyrrel decía:

"—¿Qué haremos con esta mujer? Si nos quedamos aquí, volverá el marido con refuerzos y nos aplastará; si volvemos a Larnaca con ella en esta forma, el populacho nos lapidará infaliblemente.

"Tyrrel, confundido con todas estas reflexiones y recobrada ya su flema británica, exclamó:

"¡Qué demonio de idea ha tenido usted de venir a dibujar hoy!

"Su exclamación me hizo reir, y la mujer, que no había comprendido nada, se puso a reir también.

"Fué preciso, sin embargo, tomar una resolu ción. Se me ocurrió que lo mejor sería ponernos todos bajo la protección del cónsul de Francia; pero lo más difícil era entrar en Larnaca. El día declinaba, y fué una circunstancia favorable para nosotros. Nuestro turco nos hizo dar un gran rodeo, y gracias a la noche y a esta precaución, llegamos sin tropiezo a la casa del cónsul, que está fuera de la ciudad. Se me ha olvidado decirles, que habíamos arreglado a la turca una indumentaria, casi decorosa, con el saco y el turbante de nuestro intérprete.

"El cónsul nos recibió muy mal; nos dijo que éramos unos locos; que era preciso respetar los usos y costumbres de los países en que se viaja; que era preciso no poner el dedo entre el árbol y la corteza... En resumen, nos echó una buena reprimenda, y tenía razón, pues lo que habíamos hecho era suficiente para ocasionar un motín violento y una degollina de todos los francos de la isla de Chipre.

"Su mujer fué más humana; había leído muchas novelas y encontraba muy generosa nuestra conducta. De hecho, nos habíamos conducido como héroes de novela. Esta excelente señora era muy devota, y pensó que convertiría fácilmente a la infiel que le habíamos llevado; que esta conversión sería mencionada en el "Monitor", y que su marido sería nombrado cónsul general. En su cabeza quedó instantáneamente dibujado este plan.

Besó a la mujer turca, le dió un traje, reprochó al señor cónsul su crueldad y mandó llamar al bajá para arreglar el asunto.

"El bajá vino furioso. El marido de la salvada era un personaje, y estaba echando chispas. Era una ignominia que unos perros de cristianos impidiesen que un hombre como él arrojase su esclava al mar. El cónsul pasó sus apuros; habló del rey su amo, y más aún de una fragata de sesenta cañones que acababa de aparecer en aguas de Larnaca. Pero el argumento de más efecto fué, la proposición que hizo en nuestro nombre de pagar la esclava a justo precio.

"¡Ay! ¡Si ustedes supiesen lo que es el justo precio de un turco! Hubo que pagar al marido, pagar al bajá, pagar al asnero a quien Tyrrel había roto dos dientes; pagar por el escándalo, pagar por todo. ¡Cuantas veces exclamó Tyrrel dolorosamente!:

"¡Por qué diablos ir a dibujar a orillas del mar!" —¡Qué aventura, pobre Darcy!—exclamó la señora Lambert—. ¿Allí es, sin duda, donde ha recibido usted esa terrible cicatriz? Levántese usted el pelo, haga usted el favor. ¡Es un milagre que no le hayan rajado la cabeza!

Julia, durante todo este relato, no había apartado la vista de la frente del narrador; por fin preguntó con voz tímida:

—¿Y qué fué de la mujer?

Es justamente la parte de la historia que no me gusta contar. La continuación es tan triste para mí, que a la hora presente todavía se burlan de nuestra aventura caballeresca.

—Era bonita la mujer?—preguntó la señora de Chaverny, ruborizándose un poco.

¿Cómo se llainaba? —preguntó la señora Lambert.

Se llamaba Emineh.

— Bonita?...

—Sí, era bastante bonita; pero demasiado gorda y demasiado' pintada, según el uso de su país.

Es preciso mucha costumbre para apreciar los encantos de una belleza turca. Emineh fué, pues, instalada en casa del cónsul. Era mingreliana, y dijo a la señora C***, la mujer del cónsul, que era hija de un príncipe. En aquel país, todo granuja que manda a otros diez granujas es un príncipe.

Se le trató, pues, como a princesa; comía en la mesa, comía como cuatro, y cuando se le hablaba de religión solía dormirse. Esto duró algún tiempo. Por fin se fijó día para el bautismo. La señora C*** se designó para madrina, y quiso que yo fuese padrino con ella. ¡Bombones, regalos y lo demás!... Estaba escrito que esta desgraciada Emineh me arruinaría. La señora C*** decía que Emineh me quería más que a Tyrrel, porque al darme el café siempre me lo derramaba encima. Yo me preparaba para el bautismo con compunción verdaderamente evangélica, cuando la víspera de la ceremonia la bella Emineh desapareció. Habré de decírselo todo a ustedes? El cónsul tenía de cocinero a un mingreliano, que ciertamente era un granuja; pero que hacía admirablemente el "pilaf". Este mingreliano había agradado a Emineh, que tenía, sin duda, un patriotismo a su manera. La raptó, y al mismo tiempo le llevó a la señora una cantidad bastante considerable, que jamás volvió a recuperar. El asunto costó al cónsul su dinero, a su mujer el ajuar que había dado a Emineh y a mí los bombones, sin contar los golpes que había recibido. Lo peor es que me hicieron responsable en cierta manera de la aventura. Pretendían que era yo quien había libertado a quella maldita mujer, a la que yo hubiese querido ver en el fondo del mar, y que había traído tantas desgracias sobre mis amigos. Tyrrel supo escurrir el bulto. Fué considerado como una víctima, siendo él sólo la causa de todo el lío, y yo quedé con reputación de Quijote y la cicatriz que ustedes ven, que perjudica mucho a mis éxitos."

Contada la historia, volvieron al salón. Darcy charló algún tiempo con la señora de Chaverny, y fué después obligado a abandonarla para que le presentasen a un joven muy sabio en Economía política, que estudiaba para ser diputado y deseaba tener informes estadísticos sobre el Imperio otomano.