Diez años de destierro/Parte I/II

CAPITULO II

Comienzos de la oposición en el Tribunado. Primeras persecuciones con este motivo.—Fouché.

Algunos tribunos querían formar en su asamblea una oposición análoga a la de Inglaterra, y tomar en serio la Constitución, como si los derechos que al parecer garantizaba tuviesen alguna realidad, y como si la aparente separación de los cuerpos del Estado fuese algo más que una mera fórmula de etiqueta, una distinción entre las diversas antecámaras del Cónsul, en las que se admitía a unos cuantos funcionarios. Confieso que recibía con gusto al corto número de tribunos que se negaban a emular la complacencia de los consejeros de Estado, y pensaba que, sobre todo los que en años anteriores se habían dejado arrastrar demasiado lejos por su amor a la República, tenían el deber de ser fieles a su antigua opinión, ya que había pasado a ser la más débil y amenazada.

Uno de esos tribunas, amigo de la libertad, y dotado de uno de los entendimientos más notables que la naturaleza haya otorgado jamás a hombre alguno, Benjamín Constant, me consultó acerca del discurso que se proponía hacer, denunciando la aurora de la tiranía; le animé a ello con toda la fuerza de mis convicciones. Sin embargo, como se sabía que era de mis íntimos amigos, no pudo por menos de temer lo que por ese motivo podía sucederme. Mi lado flaco era mi afición a la vida de sociedad. Montaigne escribía antaño: "Yo soy francés por París." Y si pensaba así hace ya tres siglos, ¿qué sería hoy, cuando vemos reunidas en una sola ciudad tantas personas de ingenio, habituadas a emplearlo en el placer de la conversación? El aburrimiento me ha parecido siempre un espectro pavoroso; por el terror que me causaba, hubiese sido yo capaz de plegarme a la tiranía si el ejemplo de mi padre, y su sangre, que corre por mis venas, no hubieran triunfado de tal flaqueza Sea como quiera, Bonaparte la conocía muy bien; discierne con rapidez el lado flaco de cada cual, y utiliza los defectos de los hombres para imponer su dominación. Al poder con que amenaza y al cebo de las riquezas junta el discernimiento del fastidio, que también es un modo de aterrorizar a los franceses. La permanencia a cuarenta leguas de la capital contrasta de tal modo con los atractivos de la ciudad más agradable del mundo, que la mayor parte de los desterrados, hechos desde su niñez a los encantos de la vida de París, acaban por rendirse.

La víspera del día en que Benjamín Constant iba a pronunciar el discurso, estaban en mi casa Luciano Bonaparte, los señores X., X., X., X., y algunos más, cuya conversación tenía, en diferente grado, el interés sin cesar renovado que despiertan la fuerza de las ideas y la gracia de la expresión. Todos, excepto Luciano, dolido de haber sido proscrito por el Directorio, estaban dispuestos a servir al nuevo Gobierno, sin exigirle otra cosa que buety nas recompensas por adherirse a su poder. Benjamin Constant se me acerca y dice, en voz baja:

—Tenéis el salón lleno de personas de vuestro agrado; si hablo, mañana no vendrá ya nadie; pensadlo bien.

—Hay que seguir sus convicciones—le respondí.

La exaltación me inspiró esta respuesta; pero confieso que si hubiera previsto lo que he sufrido desde entonces, me hubiesen faltado fuerzas para rehusar el ofrecimiento que el señor Constant me hacía de renunciar a ponerse en evidencia para no comprometerme.

Hoy en día significa muy poco, desde el punto de vista del buen nombre, incurrir en la desgracia de Bonaparte; puede hacerle a uno perecer, pero no puede menoscabar una reputación. Entonces, por el contrario, la nación ignoraba sus tiránicos designios; y como todos los que habían padecido durante la Revolución aguardaban de él el retorno de un amigo o la devolución de una fortuna, quien osaba resistirle recibía el abrumador dictado de jacobino, y la buena sociedad os abandonaba al mismo tiempo que la amistad del Gobierno; situación insoportable, sobre todo para una mujer, y cuya punzante mortificación nadie puede conocer sino por experiencia.

El mismo día en que un amigo mío inauguró la oposición en el Tribunado, iban a reunirse en mi casa varias personas, cuyo trato me agradaba en extremo, pero afectas todas al nuevo Gobierno A las cinco de la tarde recibí diez cartas de excusa; soporté bastante bien la primera y la segunda; pero a medida que las cartas se sucedían, fuí perdiendo la calma. En vano apelé a mi conciencia, que me había aconsejado renunciar a todas las ventajas unidas al favor de Bonaparte; las personas que me censuraban eran tantas y tan honradas, que no tuve firmeza bastante para apoyarme en mi personal modo de ver. Bonaparte no había, en rigor, cometido aún falta alguna; muchos aseguraban que preservaba a Francia de la anarquía. En fin, si en aquel momento me hubiese enviado a decir que se reconciliaba conmigo, creo que mi impresión hubiese sido más bien de contento; pero Bonaparte no quiere reconciliarse con nadie sin exigirle una bajeza, y para determinarle a ella suele dejarse arrebatar por un furor como hecho de encargo, que aterroriza y subyuga. No quiero decir con esto que Bonaparte no sea verdaderamente arrebatado; en él, todo lo que no es cálculo es odio, y el odio se manifiesta de ordinario con ira; pero el cálculo prepondera en su ánimo, hasta el punto de que nunca demuestra más ira de la que le conviene, según las circunstancias y las personas. Un amigo mío le vió cierto día enfurecerse contra un comisario de guerra que no había cumplido con su deber; apenas el pobre hombre se retiró tembloroso, Bonaparte se volvió hacia uno de sus ayudantes, y le dijo riendo: "Me parece que le he dado un buen susto"; y un momento antes hubiera podido creerse que estaba fuera de sí.

Cuando al Primer Cónsul le convino dar suelta a su enojo contra mí, reprendió públicamente a su hermano mayor, José Bonaparte, porque venía a mi casa. José se creyó obligado a no poner los pies en ella durante unas cuantas semanas, y su ejemplo fué seguido por las tres cuartas partes de mis amistades. Los proscritos del 18 fructidor pretendían que en esa época había yo cometido un error recomendando a Barrás al señor de Talleyrand para el ministerio de Negocios Extranjeros, y ahora no se separaban del lado del mismo Talleyrand, que me acusaban de haber protegido. Todos los que se portaban mal conmigo, se guardaban bien de decir que obedecían al temor de desagradar al Primer Cónsul; pero cada día inventaban un nuevo pretexto para perjudicarme, descargando toda la energía de sus opiniones políticas sobre una mujer perseguida e indefensa, y prosternándose ante los jacobinos más viles en cuanto el Primer Cónsul los regeneraba con el bautismo de su favor.

El ministro de Policía, Fouché, me llamó para decirme que el Primer Cónsul sospechaba que por excitaciones mías uno de mis amigos había hablado en el Tribunado. Respondí, cosa seguramente cierta, que, tratándose de un espíritu tan elevado como el señor Constant, no era de razón achacar sus opiniones a una mujer, y que, por lo demás, el discurso de que tratábamos sólo contenía, en absoluto, reflexiones sobre la independencia de que toda asamblea deliberante debe gozar, y no había en él una sola palabra que pudiera molestar personalmente al Primer Cónsul. El ministro convino en ello. Todavía añadi algunas palabras sobre el respeto debido a la libertad de las opiniones en un Cuerpo legislativo; pero no me costó trabajo comprender que le importaban muy poco estas consideraciones generales: sabía ya de sobra que, bajo la autoridad del hombre a quien servía, no se tendrían en cuenta los principios, y obraba en consecuencia. Pero como Fouché, en materia de revolución, es un espíritu superior, tenía ya por sistema hacer la menor cantidad de mal posible, una vez admitida la necesidad del fin. Su conducta anterior no abonaba su moralidad, y a menudo hablaba de la virtud como de un cuento de vieja. Sin embargo, su notable sagacidad le llevaba a escoger el bien como una cosa razonable, y sus luces le descubrían a veces lo que la conciencia habría inspirado a otros. Me aconsejó que me fuese al campo, y me aseguró que en pocos días se apaciguaría todo; pero vi a mi regreso que las cosas no iban por ese camino.