Del amor, del dolor y del vicio/XXVIII

Nota: Se respeta la ortografía original de la época


XXVIII


Al levantarse, Carlos encontró sobre su mesa de trabajo una carta de Robert. Abrióla y comenzó á leer:

«Te escribo en el café, aprovechando un minuto de libertad... Porque ésta es una carta secreta que ni mi futura ni tu pasada deben conocer. Estírate las orejas y no te caigas de espaldas al enterarte de mi revelación: ¡Liliana te adora aún!...»

Carlos leyó de nuevo:

«Liliana te adora aún...»

¿Sería una broma?

«... Liliana te adora aún!»

La carta continuaba:

«Acabo de hablar con ella largamente y me ha suplicado que te invite á nuestra fiesta de mañana. ¿Comprendes? Si no comprendes es porque te has vuelto tonto... Pero ¡ya lo creo que comprenderás! Le he dicho que si tú y ella se veían de nuevo, tenía que ser para reanudar vuestras antiguas relaciones amorosas. Su respuesta fué: «¡Invítale!» Te invito, pues, no para cenar humildemente con nosotros, sino para hacer algo mejor, que vendrá después de la cena, y que durará mucho tiempo. (... ¡Oh lechos esculpidos por Dampt, ya os oigo gemir!...) Te invito á la reconciliación, á la dicha, al olvido de las querellas pasadas; y al hacerlo cumplo con un deber sagrado, pues estoy seguro de que la Muñeca y Margot fueron sencillamente amigas sin más... Te lo aseguro; ¡pero no hablemos de eso! Esta noche, á las nueve, á las diez, á las once, á la hora que quieras, en casa de Liliana...»

Indignado y colérico, Carlos rompió la carta sin acabar de leerla.

«¡Ir e ese lugar donde ella ha dormido con otros!... ¡Pues no faltaba más!... ¡No; ni aun pensar en eso!...»

«¡La Muñeca había muerto para él!...»

Con aparente tranquilidad, tomó un libro y se puso á leer; luego trabajó durante algunas horas; enseguida salió á dar un paseo.

A cada instante se decía, como respondiendo á sus propios deseos y á sus propios impulsos:

«¡No iré! ¡no iré!... ¡Pues no faltaba más!... ¡No iré! ¡Robert se figura que todos somos tan débiles como él!... ¡No, no, no iré!»

Las penas infinitas que hasta entonces había sufrido con resignación, se le agolparon en el alma repentinamente, con una precisión rabiosa.

En vez de halagarle, el nuevo amor de la Muñeca lo humillaba. «¡Acaso era él un instrumento que podía abandonarse y recogerse enseguida conforme á los caprichos de una mujer más ligera que las ligeras de profesión?»

Liliana lo había engañado con Margot («sí, sí, á pesar de lo que creía inocentemente Robert... sí»); luego había profanado su amor entregándose al primero que pasara por la calle... Los que no habían dormido con ella, era porque no habían querido...

... «¡No iré!»

Después de haber monumentalizado su odio contra la Muñeca, tratándola mentalmente como á la más infame de las prostitutas, Carlos sintió una inquietud extraña y una extraña persistencia de su antiguo amor. ¡La había querido tanto! Pero estaba decidido á luchar contra sí mismo, á no «dejarse sufrir», á no pensar en ella.

En cuanto á ir, de ningún modo.

«¡No iría!... no, no, no; ¡no iría nunca!»