Del amor, del dolor y del vicio/XXVII

Nota: Se respeta la ortografía original de la época


XXVII


La víspera del casamiento de Margot, Liliana llamó aparte á Robert.

— ¿Te acuerdas de tu célebre carta? —le dijo.

Muy avergonzado, el periodista repuso:

— Mi carta... ¿Qué carta?

— No te hagas el tonto: la carta que escribiste á Carlos diciéndole que Margot y yo...

Para no sentirse herido por el final de la frase Robert interrumpió:

— ... ¡Perdóname!...

— No se trata de perdones. Se trata de que en esa ocasión fuiste el más infame de los calumniadores.

— ¿Yo?

— Sí; tú... Porque ni tu mujercita ni yo hemos tenido nunca relaciones más que fraternales. Hemos sido amigas, nos hemos querido mucho, y nuestras zalamerías han podido, en apariencia, ser pecaminosas; mas en el fondo nada tan inocente como nuestras caricias y nuestros besos. Te lo juro...

— En ese caso, debiste decirlo desde luego á Carlos.

— No. Yo deseaba recobrar mi libertad, y aproveché tal pretexto como habría aprovechado otro cualquiera. Tengo la locura de la independencia. Todos los yugos me pesan... aún los más agradables.

— Es cierto... ¿Y tu militar?

— Ya no lo veo. Al cabo de quince días, los hombres me repugnan. El único á quien quise largo tiempo, es Carlos.

— ¡Pobre Carlos! Ahora que me aseguras que la causa de vuestra ruptura fue una ligereza mía, me siento lleno de emordimientos. El recuerdo de sus penas amarga mi alegría. ¡Pobrecillo!

— ¿Tú eres de los que creen en el amor de los hombres?

Y, luego, enternecida:

— Ya se habrá consolado con otras.

— Sí; naturalmente. Un hombre de su edad, guapo y famoso como él, dispone de mil elementos de consuelo... Se consolará ó se habrá consolado, no hay duda... Sólo que el consuelo es siempre triste, puesto que supone un sufrimiento anterior. Un hombre que se consuela es como un hombre que se cura de una enfermedad: el recuerdo del mal subsiste siempre... Y lo curioso es que, á medida que pienso en mi mala acción, dudo más y más de haberla cometido por el cariño que le tenía á él y no por el odio que sentía contra Margot. ¡A cuántas tonterías nos obliga el amor!... Tú eres la más feliz de las mujeres, gracias á tu carácter variable.

Liliana sonreía melancólicamente.

— No hay duda de que eres feliz —prosiguió Robert—. Bella, rica, inteligente, sin pasiones durables, ¿qué más quieres? En cambio, Llorede tendrá que padecer mucho antes de casarse con una mujer que lo comprenda y que lo adore.

— ¿Crees que va á casarse?

— Me parece natural.

A la Muñeca no le parecía aquello natural. La idea de que su antiguo amante pudiese unirse para siempre á otra mujer, no se le había ocurrido nunca. Que se casara Ernesto Gramont, que se casara el militar, que se casaran los demás hombres que habían dormido en su lecho durante algunos días, enhorabuena; —¡pero Carlos no!— Carlos había sido «demasiado suyo» para que ella aceptase la perspectiva de verse olvidada en absoluto por él.

Liliana se había separado de su primer amante después de haber sufrido, en cierto modo, de lo que Bourget llama Adolfismo, —enfermedad psicológica que consiste en desear la libertad erótica sin dejar de querer al esposo ó al querido. «Eleonora —dice Claudio Larcher— me parecía insoportable cuando vivía conmigo; pero su amor ocupaba toda mi vida. Una vez esa ocupació abolida, no sé en qu↨ emplear mi tiempo. Las tres ó cuatro horas que ella me robaba antes, ¿en qué ocuparlas ahora? Lo único que se necesita para obligarme á llamar de nuevo á su puerta, es una circunstancia especial.»

Sin darse una cuenta muy exacta de su propio y prolongado estado de alma, Liliana venía experimentando, desde el día de su rompimiento con Carlos, algo parecido á lo que se sentía el amante de Colette Rigaud en ciertas ocasiones, Habíase separado de Llorede para ser libre, y luego la libertad no pudo proporcionar la nunca sino goces rápidos y poco apreciables. Muy á menudo su imaginación la llevaba á pensar en Carlos; pero como ella le creía siempre libre y siempre «suyo hasta vierto punto», casi no sufría al entretenerse en acariciar el recuerdo del único hombre que no había sido un «puro capricho de sus sentidos».

... Y de pronto la imagen de «su iniciador» aparecíale unida á otra imagen rival. Esa visión la obsesionaba.

Viéndola preocupada, Robert la interrogó:

— ¿Qué tienes?

— Nada, nada —repuso ella.

Y un instante después murmuró, como hablando consigo misma:

— «¿Se casará realmente?»

— ¿Por qué no se lo preguntas?

— Yo no le veo nunca. Y es una pura curiosidad. Nada más.

— ¿Quieres que le invite á nuestra fiesta de mañana?

— ¡No! ¡no!

— ¿No?...

— Además, él no querría venir á mi casa, ni aun como amigo.

— Tal vez sí.

— Al fin y al cabo, la fiesta es tuya; puedes invitar á quien se te antoje...

— ¡Hipócrita! Te conozco mejor que nadie, y sé que querrías verle... y hasta algo más...

Poniéndose colorada, la Muñeca se echó á reír nerviosamente.

En seguida dijo:

— ¡Invítale!