Del amor, del dolor y del vicio/XXVI
Durante algunos días, Carlos siguió consolando sus íntimas penas con la idea de las penas que esperaban á su amigo en la vida matrimonial. «¡Casarse con Margot!» Llorede no comprendía cómo Robert había llegado á tal extremo de aberración pasional. «La lucha de ese hombre —decíase—, la lucha interna contra los prejuicios sociales, contra las ideas de casta y contra el orgullo nativo, debe de haber sido espantosa... Todo en él debe de haberse rebelado contra un matrimonio semejante, y, sin embargo, ciego al fin, y vencido por la carne, ha hecho la voluntad de la lujuria... ¡oh, la Lujuria! Para resistir á sus tenaces embestidas, á sus reclamos de fuego y á sus ligaduras formidables, es necesario poseer el alma de Julien Sorel... y los Sorel no existen sino en las novelas! Stendhal, que fué el creador de las más fuertes encarnaciones de la voluntad, vivió siempre á la merced de mil caprichos de mujeres...»
Una cosa extrañaba mucho á Carlos, y era que Robert no le hubiese pedido que le sirviera de padrino para su boda. ¿Sería por temor de un desaire? ¿Sería porque Margot había pensado ya en servirse de la Muñeca como madrina?... Esta duda llenaba de inquietud su corazón enfermo, y la idea de que Liliana se asociase á semejante acto de inmoralidad contra Robert, le parecía inaceptable, pues, á pesar de su desprecio profundo por la vida de su antigua querida, repugnábale creerla capaz de cometer una suprema ironía, ayudando á casar á una chica depravada con un hombre leal y noble. «No —pensaba— no lo hará... Liliana no es tonta, y si hace de su cuerpo un sayo, es porque tiene derecho para hacerlo... Pero contribuir a que su compañera de vicio envenene para siempre la existencia de Robert, no sería una falta, sino un crimen, una burla macabra... no, no lo hará...»
Sin embargo, Robert mismo le dijo la víspera de la boda:
— No te suplico que me acompañes a la alcaldía, porque tendrías necesidad de encontrarte al lado de la Muñeca.
— ¿Has invitado a Liliana?
— Sí... la ha invitado Margarita... ya tú sabes lo mucho que se quieren.
Sin poder contener su indignación, Carlos exclamó con sarcasmo:
— ¡Vaya si se quieren!
— ¡Rencoroso! —concluyó Robert campechanamente—. ¡Tú no puedes perdonar a las mujeres un pasajero extravío de los sentidos inconscientes! Nosotros también hemos hecho mil barbaridades, y no por eso somos ningunos monstruos. Es una pura hipocresía exigir la pureza de la mujer en cambio de nuestra impureza. Yo creo, como Björnstjerne, que el hombre que no es virgen no debe casarse con una mujer virgen... En el fondo, todos somos iguales, chico.