Nota: Se respeta la ortografía original de la época


XXV


Cuando Robert acabó de hablar, Carlos le dijo, tratando de parecer alegre:

— Tú serás siempre un farsante, capaz de burlarte de lo más sagrado para hacer reír á los amigos... ¿Le has dicho que te casas con ella?... Está bien, puesto que sólo de ese modo puedes lograr lo que te propones. Ahora de lo único que se trata es de que ella no se lo cuente á todo el mundo para que los que no te conocen...

Bruscamente, Robert interrumpió á su amigo:

— ¿Entonces tú también te figuras que se trata de una broma? Yo te creía, sin embargo, más listo que los demás... ¿Por qué ha de ser una broma?

— Porque tú no puedes casarte.

— ¿Y por qué no he de poder casarme yo, lo mismo que todo el mundo?

— ¿Casarte con una...?

— Dilo con franqueza: con una zorra... ¿no era eso lo que ibas á decir? Pues bien: me caso con Margot, que, al fin y al cabo, no es tan perdida como muchas marquesas viudas.

Carlos comprendió la alusión y repuso con sequedad:

— No hablemos así.

Luego, enternecido:

— Yo te quiero como á un hermano mayor y, por lo mismo, me entristece ver que un capricho que todos hemos contribuido á fomentar en tu corazón ha llegado á convertirse en verdadero y ciego amor. Siendo débil, lo mismo que los demás hombres en general, puedo decirte que vas á cometer una locura muy grande, lo cual no quiere decir que yo sea incapaz de cometer otra más grande aún. En cuestiones sentimentales, todo es natural, y lo más natural de todo es el crimen y la demencia. Por otra parte, tú debes de conocer á Margot mejor que yo y saber lo que te espera... Si te he ofendido, dispénsame, y ten la seguridad de que tu mujer será siempre, para mí, la más respetable de las mujeres... Pero no hablemos más de eso; ¿quieres?...

Robert enjugó las lágrimas que temblaban en sus párpados enrojecidos y marchitos. Su rostro, prematuramente envejecido, crispábase á cada instante con un temblor nervioso que hacía más profundos los surcos de sus mejillas.

«¡Pobre hombre! —pensaba Carlos—. ¡Pobre amigo, cuya máscara de cruel ironía y de impenetrable escepticismo desaparece al más ligero soplo de la verdadera pasión, convirtiéndole en débil juguete del Destino ó de la Lujuria... ¡La Lujuria!... ¡El Destino!... Yo también quise burlarme de ellos, creyéndome fuerte, y no logré sino inferir á mi alma una herida incurable... ¡Pobre amigo!...»

Después de un largo y penoso silencio, Robert preguntó á Carlos:

— ¿Me guardas rencor por lo que acabo de decirte?

— ¿Rencor?... ¡No seas niño! ¿Por qué te he de guar dar yo rencor?...

— Es verdad que yo no he dicho nada que pueda ofenderte, pero tú tampoco... y, sin embargo, tu modo de hablar de Margarita me ha hecho más daño que una bofetada... Por eso me figuré que mi alusión á la Muñeca...

— No hablemos de eso que pertenece ya á la historia antigua; hablemos de ti.

— No; tampoco de mí, puesto que tú también me consideras como un imbécil á causa de mi determinación definitiva. Te juro que, en cuanto me case, me marcharé á vivir al campo, muy lejos, con mi mujer y mis libros...

Carlos no pudo contener un nuevo impulso de extrañeza:

—Pero ¿es cierto, cierto?...

— Sí.

— ¿Entonces, á pesar de las apariencias, tú no has conseguido aún nada con ella?...

— Sí... Hace más de quince días que vivimos juntos.

— En ese caso, no me lo explico...

— Yo tampoco... Esas cosas no se explican nunca... Son locuras, son la obra de la fatalidad, son lo que te dé la gana... pero son la vida misma con su fuerza irresistible. Son cosas que se hacen y que no se explican... Tú mismo serías capaz de hacerlo si te encontrases en mi situación... ¿no es cierto?

Carlos no se atrevió á responder una palabra, temeroso de ofender á su pobre amigo.

— Voy á decirte la verdad —prosiguió Robert—: me caso porque estoy loco, porque la adoro, porque entre ella y el honor, me quedo con ella... Yo conozco su vida mejor que nadie, y sé que ha sido la querida de Plese, de Rimal, de Delmonte y de otros muchos. Sin embargo, me caso, no porque ella me lo exija, sino porque yo lo deseo... Y no te figures que soy de los que creen que un hombre puede redimir á una Dama de las Camelias rodeándola de dulces ejemplos de bondad y encerrándola en el círculo estrecho de las caricias honradas... No... Para mí, la prostituta sigue siendo prostituta á pesar de todo, y cuando sale del fango, lleva el fango consigo misma, en el alma y en el cuerpo, para salpicar el lecho nupcial, para manchar á sus hijos, para ensuciar el camino por donde pasa... Margarita seguirá siendo la criatura malsana y viciosa que conociste tú y que conocieron todos; mas su vicio no será sino mío... sólo mío... enteramente mío, y se confundirá con mi propio vicio en el lecho de fango en que los dos nos revolcaremos, lejos de todo el mundo. Y además, yo no detesto esas almas misteriosas y oscuras en las cuales se confunde la bestialidad con la tristeza sensitiva, el amor con el desprecio de la carne, y la exquisitez más sutil con los más violentos instintos... ¡Si hubieras visto á Margot cuando le pregunté si quería ser mi mujer para toda la vida!... Figurábase ella que yo le ofrecía un concubinaje eterno, y al ver que se trataba de un matrimonio verdadero, echóse á llorar entre mis brazos como una chiquilla de diez años... Los besos de tal instante valen mil veces más que todos los honores que el porvenir pudiera reservarme...

Carlos recordó, con tristeza, otra ocasión en la cual su amigo le había hablado, en términos muy diferentes, del riesgo de las pasiones y de la vida de familia. «Hace tiempo —pensó— este mismo hombre me decía que abandonase á Liliana porque nosotros no debíamos tener grandes pasiones... y hoy que se trata de su propia persona, de su vida futura, de su honor y dicha personales, en vez de razonar con más juicio, razona como un demente. Así somos todos: sabemos dar cuerdos consejos á los demás y no guardamos para nosotros sino los razonamientos delirantes»... Luego su imaginación percibió, en las lejanías del Futuro, la vida atormentada de Robert envejecido antes de tiempo, siendo el esclavo de una mujer sin sentimientos y sin escrúpulos, cuyo perfume lascivo había convertido ya al fuerte luchador del pensamiento moderno en una bestia instintiva, hambrienta de carne joven y de sabios besos. Ante ese miraje lamentable, su propia soledad, amargada por el recuerdo palpitante de Liliana, aparecíale como la más bella de las existencias.