Del amor, del dolor y del vicio/XXI
Superficialmente considerado, Carlos de Llorede parecía un perfecto ejemplar de esa raza irónica y escéptica de artistas analizadores, que florecieron en Francia cuando Renán, Taine y Dumas eran los apóstoles de la juventud intelectual. Elegante y frío como Mauricio Barrés; prematuramente austero como Paul Bourget; sin hacer nunca gala de las costumbres bohemias del antiguo barrio latino; bien relacionado, bien trajeado, bien afeitado, cuidando siempre con una meticulosidad impecable sus frases y sus lazos de corbata, todo el mundo se lo figuraba predestinado á casarse con una «rica heredera» y á no escribir sino en la Revista de Ambos Mundos. «Tú llegarás á ser académico» —decíanle á veces sus amigos— y él lo creía sin dificultad, por estar convencido de no ser un genio, sino sencillamente un hombre hábil, agradable é inteligente. Sus escrúpulos no eran ni muy grandes ni muy numerosos. Contemplando, á veces, en el espejo, sus ojos melancólicos y sus labios sonrientes, pensaba que las mujeres serían su mejor apoyo para llegar al pináculo de la fama y de la fortuna. «Las mujeres... ¡ah!... las mujeres sirven para todo, con tal de no enamorarse de ellas...»
La noche en que la marquesa, ya viuda, se ofreció á él con un impudor mal disimulado, Carlos sintió en el fondo de su alma un miedo vago de futura dominación; pero creyéndose más fuerte de lo que en realidad era, apenas se atrevió á pensar con franqueza en el porvenir, diciéndose, para tranquilizarse, que esa aventura duraría algunos meses, lo mismo que todas las aventuras juveniles, y que terminaría sin dejarle ninguna herida profunda en el corazón. Los meses pasaron, sin embargo, y luego pasó también un año, al cabo del cual Llorede no era ya el hombre que despreciaba á las mujeres, sino el esclavo rendido de una mujer.
En realidad, Carlos había sido siempre un ser débil, sensitivo y orgulloso, sin ninguna verdadera ro bustez moral. Degenerado, como casi todos los artistas modernos, no á causa de las condiciones atávicas de su naturaleza, sino por culpa de la vida contemporánea y de la evolución de su propia personalidad en el medio ambiente de la existencia literaria de París, sus cualidades enérgicas habíanse atrofiado de un modo precoz é insensible, en beneficio de sus gustos refinados. La idea del mundo real confundíase en su cerebro con la idea artificial de un orbe fantástico, y de esa mezcla de visiones inarmónicas nacía en él una doble personalidad que le impedía conocerse á sí mismo. «¿Estoy o no estoy locamente enamorado?» —preguntábase con frecuencia; y sus respuestas variaban con cada circunstancia especial. Después de una semana de vida idílica, contestábase: «Sí; estoy enamorado; la quiero mucho; pero loco no estoy»—; después de los temores provocados por la visita del notario, ó de otro contratiempo cualquiera, decíase: «¡Estoy loco, loco de amor; no hay duda de que lo estoy!»
Al sentirse abandonado y engañado por la Muñeca, después de sufrir inconscientemente durante algunos días, trató de sobreponerse á su propio dolor, y de analizar su lamentable estado de ánimo. Con una tristeza llena de resignación y de humildad, comprendió desde luego que la idea que él y los demás se habían formado de su carácter era la más falsa de las ideas. —No; él no era hábil; no era calculador; no era escéptico—; él no carecía de escrúpulos, ni era tampoco un simple combatiente en la palestra de la lucha social, dispuesto á triunfar por todos los medios—; no; él no era un futuro explotador de la influencia femenina... No... Él no era sino un artista, un hombre sentimental, sensual, inquieto, capaz de las más grandes pasiones y de los más dolorosos sacrificios. Durante los largos meses pasados en casa de su querida, había saboreado todos los goces y todos los dolores que un amante puede experimentar en la encantadora monotonía de un idilio, y nunca, en esa época, pensó seriamente en que los besos pudieran agotarse. Luego su análisis no le hizo ver sino la persistencia de su pobre amor, que subsistía por encima del desprecio, por encima de la humillación, por encima del odio mismo.
Porque Carlos odiaba y despreciaba á Liliana... La despreciaba, la odiaba, y al mismo tiempo la adoraba.
Por las noches, al acostarse, después de haber absorbido mucho alcohol y mucho humo; después de haber hecho lo posible por olvidarse á sí mismo y por parecer alegre... al acostarse en su lecho solitario, la nostalgia de las caricias gozadas, acentuábase hasta el punto de producirle un verdadero delirio de los sentidos, impidiéndole coordinar las ideas, sumiéndole en un estado de insomnio lascivo é incoherente. Figurábase, á veces, que la Muñeca estaba allí, á su lado, ofreciendo al ardor de sus labios la belleza delicada y adorable de su cuerpo complaciente. «¡Lili!... ¡Lili!... Dime que me adoras!... Yo te idolatro con toda mi alma, con toda mi carne... locamente... ¡Lili!...» Y, buscando á la amada, movía el brazo sin dirección fija, como un autómata. Otras veces ocurríasele pensar que Liliana acariciaba á Margot ante su vista, y entonces un impulso rabioso le hacía morderse los labios, llenándole de coraje contra la querida infiel y viciosa; pero sin suprimir en sus sentidos los deseos lascivos... Odiándola ó adorándola; figurándosela rendida ó indiferente, en fin, siempre sentía, al pensar en ella, al soñar en ella, al verla á su lado con la imagi nación, un deseo febril de poseerla, de oprimirla contra el pecho, de respirarla, de morderla, de saciar en sus labios la sed que le devoraba.
En la tranquilidad relativa de sus mañanas, solía decirse: «Lo que lloro en esa mujer no es la mujer misma, sino únicamente su carne, el perfume capitoso de su seno, la parte material de su persona, los brazos, los labios... nada más. En cuanto á la parte espiritual de su belleza, los ojos, la sonrisa, la actitud, casi nunca sueño en ella. Cuando me la figuro decapitada y exánime, sin voluntad, sin fuego y enteramente carnal, la deseo con más ardor que nunca... Lo que me atormenta, pues, no es el amor mismo, es la Lujuria.»
Una noche quiso calmar sus anhelos sensuales en un lecho de ocasión; y aunque que sin grandes esperanzas de verdadero placer, y deseando solamente no dormir en su alcoba desolada con la sombra del amor muerto, dejóse seducir por una vendedora de caricias que le ofrecía, en la puerta del café de Montmartre, la mitad de su cama y toda su belleza, á cambio de una pieza de oro. Esa noche Carlos durmió bien, después de haber gozado realmente, como un animal rijoso, entre los hábiles brazos de su compañera. Al abrir los ojos, muy de mañana, experimentó, sin embargo, una melancólica congoja, cual si el acto que acababa de cometer hubiera sido la suprema profanación de su amor por la marquesa; y sin dirigir la palabra á la pecadora, que dormía aún, marchóse precipitadamente jurándose á sí mismo, como todos los artistas exasperados, que en el porvenir se refugiaría en el trabajo y no buscaría el olvido de sus penas sino en la producción literaria.
«¡Trabajaré!» —se dijo.
Y trabajó, en efecto; pero no sin asociar la imagen de la Muñeca á su labor. Sabiendo que Liliana leía el Gil Blas, el Fígaro y el Eco de París, colaboró de preferencia en esos periódicos. Sin confesárselo á sí mismo con franqueza, trabajó, pues, para «ella», escogiendo, al hacerlo, las frases que más podían gustarle, las imágenes que más seductoras pudieran parecerle, los asuntos que mejor halagasen su gusto femenino. Trabajó con pasión, encontrando en esa correspondencia indirecta, un alivio á sus males sensitivos.